Dos llamadas cambiaron la vida de Andrew Scher. Una de ellas anunció un final; la otra, un comienzo.
“Mi papá era mi mejor amigo y mi héroe”, dice Scher.
Llevo más de 20 años en el negocio de la televisión, desde que iba a la universidad. Mi papá y yo éramos muy unidos, pero al pasar los años le dije que era cuestión de tiempo para que me fuera a trabajar a la ciudad de Los Ángeles.
—Mientras yo esté por aquí —me respondió—, no irás a ninguna parte. Tú y yo somos uña y carne.
Papá era un verdadero trabajador manual. Su hermano y él eran dueños de una tapicería y de un negocio de diseño de hogares en Cranford, Nueva Jersey, donde yo crecí. Mi padre no quería que anduviera yo por todo el país, con una carrera inestable, pues sabía lo que podría suceder. Me decía: “Si el programa fracasa y te quedas sin empleo allá, en California, no estará nada bien”. Quería que estuviera siempre cerca de él porque su deseo era protegerme.
Así que continué mi carrera en la costa este del país; trabajé en los programas Montel Williams Show, Ricki Lake Show y Queen Latifah Show. Cada vez que dejaba un empleo, pensaba: ¿Cuándo me llamarán de Los Ángeles? Y papá me decía: “¿Lo ves, hijo? No irás a ninguna parte. Tú eres mi mejor amigo, y yo soy el tuyo”. A lo largo de 20 años, tuvimos la misma conversación.
En enero de 2007, papá telefoneó para darme malas noticias.
—Andrew, me acaban de diagnosticar cáncer de pulmón —dijo.
Él había fumado por muchos años, pero dejó de hacerlo a principios de los años 90. Sintiéndome destrozado, le contesté:
—Haremos lo que sea para lidiar con esto. Lo vamos a hacer.
En realidad, no podíamos hacer gran cosa, pero conversamos mucho durante su tratamiento. Se sometía a largas sesiones de quimioterapia, y yo le decía: “Voy a estar bien, papá. Me irá bien en mi carrera”.
—Lo sé, hijo —me respondió en una ocasión—, y sé que algún día vivirás en Los Ángeles.
Verlo agonizar fue terrible para mí. Le preguntaba cómo se sentía, pero él nunca admitía sentir dolor; jamás quiso que se preocuparan por él. Una de las cosas más frustrantes de esta experiencia fue que los médicos no fueran más francos en sus respuestas. Se limitaban a decirme: “Su padre está muy enfermo”.
“Esto es muy injusto”, le decía yo a mi esposa, Michelle. “Ojalá todas las personas pudiéramos aprender a ser mejores pacientes y a cuidar mejor a los enfermos; a entender lo que nos dicen los médicos”.
Papá murió el 17 de mayo de 2007, justo cuatro meses después de la llamada que me hizo. Tenía 69 años.
En noviembre, me telefonearon unos ejecutivos de la cadena CBS. Querían entrevistarme para ocupar un puesto en Los Ángeles, en el programa Los Doctores. Pensé que había asegurado la entrevista y el empleo, pero transcurrieron dos semanas y no recibí noticias de ellos.
Un día decidí visitar la tumba de mi padre, en Woodbridge, Nueva Jersey. Llegué al cementerio y empecé a hablar en voz alta: “Papá, quiero cambiar la vida de las personas.
Podría aprovechar la experiencia que viví contigo y mostrarle a la gente cómo
la afronté. Sé que tú sabes si voy a conseguir ese empleo o no. Si hay algo que puedas hacer para que yo reciba esa llamada telefónica hoy, entonces sabré que me ayudaste”.
Volví al estacionamiento y subí a mi auto. Antes de que encendiera el motor, sonó mi celular. Eran dos ejecutivos de Los Doctores. Dijeron que querían ofrecerme un puesto como productor ejecutivo del programa.
Me quedé atónito. Durante dos décadas no pude ir a Los Ángeles, pero ahora iba a hacerlo. Hoy día veo este trabajo como una celebración de la vida de mi padre. Es como si él me dijera: “Te estoy entregando la batuta, Andrew. Ahora, ve a proteger a otras personas”.
Publicado en Selecciones de marzo, 2013
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