El elusivo Edimburgo
Millones de personas visitan la capital de Escocia cada año, pero hay facetas de ella que muy pocas notan. Un famoso escritor de novelas policiacas nos lleva a conocer la parte oculta de esta...
Millones de personas visitan la capital de Escocia cada año, pero hay facetas de ella que muy pocas notan. Un famoso escritor de novelas policiacas nos lleva a conocer la parte oculta de esta ciudad.
¿Cómo es posible que una ciudad sea ostentosamente pública y a la vez obstinadamente privada? Edimburgo logra esa hazaña, incluso en agosto, con sus festivales bulliciosos y una población de casi el doble de lo habitual. En mis novelas he explorado a menudo esta peculiaridad, porque creo que revela mucho sobre la esencia de Edimburgo. La capital escocesa es un mar de historias, pero a veces hay que buscarlas. Su pasado salta a la vista por todos lados, aunque hay cosas que uno nunca verá a menos que sepa dónde mirar o tenga suerte. He vivido en esta ciudad más de la mitad de mi vida, pero no puedo decir que la conozco totalmente.
Incluso cuando Edimburgo se inunda con cientos de miles de visitantes, es posible descubrir una ciudad más tranquila no muy lejos de los malabaristas, los tragafuegos y otros ejecutantes que acuden en tropel al festival de arte visual más grande del mundo.
Tal vez todo sea un accidente histórico y geológico. Antaño, cuando un ejército invasor se disponía a atacar la ciudad, los habitantes se escondían en túneles cavados bajo Castle Rock y en la Ciudad Vieja. Aún puedes darte una idea de esta vida subterránea si vas a visitar las Bóvedas de Blair Street o el callejón Mary King’s Close, donde hubo casas habitadas durante los siglos XVI y XVII. Cuando los invasores irrumpían, encontraban una ciudad desierta. Les resultaba fácil saquearla, pero pronto se aburrían y se marchaban por donde habían llegado; entonces los residentes salían de sus escondites subterráneos.
Edimburgo siempre me ha parecido un lugar elusivo. A lo largo de la historia ha hecho dinero de negocios invisibles, como la banca y los seguros, y aunque es famoso por celebrar sus historias de éxito (el Monumento a Scott, en honor del gran novelista Walter Scott) y algunas extravagancias (el inconcluso “Partenón” en Calton Hill), no es un sitio donde las personas hagan alarde de sus talentos. No ve uno muchos Ferrari; la riqueza se halla detrás de los gruesos muros georgianos de la Ciudad Nueva.
Siempre he envidiado a quienes llegan por primera vez aquí en tren. Al ascender por una rampa desde la estación hasta el puente Waverley Bridge, empieza uno a ver Castle Rock y, recortada contra el cielo, la aguja gótica del Monumento a Scott. La estación Waverley lleva ese nombre por el título de la primera novela de Walter Scott, que causó sensación cuando fue publicada, en 1814.
Por cierto, fue Scott quien popularizó el tartán [tejido de cuadros] como parte de la identidad nacional de Escocia en la década de 1820 y quien, cuando afrontó después una humillante quiebra, protegió su honor escribiendo un libro tras otro hasta que saldó sus deudas.
Edimburgo fue llamado alguna vez una ciudad de “probidad pública y vicio privado”, y esto sigue siendo cierto, aunque la etiqueta “probidad” ha perdido parte de su lustre debido a la ruina casi total del Banco Real de Escocia, uno de los mayores empleadores de la ciudad, que registró la mayor pérdida corporativa en el Reino Unido durante la crisis financiera y tuvo que ser rescatado por el gobierno.
Si visitas Edimburgo y te apegas a las principales rutas turísticas, sólo verás el lado más público de la ciudad. Intérnate en ella y podrás ampliar tu perspectiva.
Eso hice un día ventoso: fui al Bar Oxford, y luego salí a dar un paseo a pie. No elegí ese punto de partida al azar. Lo descubrí en mis inicios como escritor. Inventé un personaje, John Rebus, investigador policiaco, el cual necesitaba un lugar para relajarse. El Bar Oxford está bien ubicado (la calle Young Street está muy cerca de la Princes Street), pero aun así está oculto. Aunque es pequeño, refleja con detalle la vida de Edimburgo.
Al entrar recibo discretos gestos de saludo. Detrás de la barra, Kirsty adivina que quiero un tarro de Deuchars India Pale Ale. Edimburgo alguna vez tuvo más de 40 fábricas de cerveza (el Parlamento escocés se yergue sobre los restos de una de ellas), pero hoy día sólo queda una, la Caledonian Brewery, situada a dos kilómetros del bar. De allí proviene la Deuchars.
Harry Cullen administra el bar. Es un ex cantante de música folclórica con muchas historias que contar. De hecho, toda persona a la que uno conoce en el Bar Oxford tiene historias que contar. Le pregunto a Harry si hoy han venido fans de Rebus, y con una mueca de fastidio responde:
—Sí, dos tipos. Sacaron fotos, ¡pero no bebieron nada!
Me pregunta si quiero otra cerveza, y yo niego con la cabeza.
—Tengo cosas que hacer —le digo a manera de disculpa.
—Entonces, adiós a mis ganancias —gruñe mientras seca un vaso.
Me despido de Harry, salgo del bar y, tras cruzar la plaza Charlotte Square (donde reside el primer ministro de Escocia), tomo la Queensferry Street, empapada por la lluvia. Las tiendas desaparecen cuando me acerco a la avenida Randolph Cliff. La atravieso, recorro la calle Bells Brae y doblo a la derecha, donde una señal vial indica que Leith está a 4.5 kilómetros de distancia. Este camino, solitario de no ser por un hombre que pasea con su perro y otro que trota, flanquea un río, el Water of Leith, y lleva hasta el distrito portuario de Leith.
El gran novelista y viajero Robert Louis Stevenson, autor de La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, alguna vez llamó a su Edimburgo natal una “ciudad precipitosa”, y tenía toda la razón. Ya sea que admires los jardines de Princes Street desde el castillo o que estires el cuello para mirar desde el puente George IV Bridge, comprobarás que Edimburgo es una profusión de alturas y profundidades.
Camino por Miller Row y pronto llego al puente Dean Bridge, diseñado por Thomas Telford y terminado en 1832. Decidí no caminar hasta Leith, así que tomé el puente entre las calles Mackenzie Place y Upper Dean Terrace. Una opción aquí es dar un paseo por la calle más bonita de Edimburgo, la Ann Street, con sus cuidados jardines e inmaculadas casas de estilo georgiano. Pero, en vez de eso, cruzo la “aldea” de Dean Village y me dirijo a la calle Raeburn Place, en el barrio de Stockbridge.
A partir de aquí hay un corto trayecto cuesta arriba hasta la Ciudad Nueva. Cuando el casco antiguo, que se extiende desde el castillo hasta el Palacio de Holyroodhouse, se sobrepobló y se volvió insalubre, se propuso la Ciudad Nueva, y los trabajos se iniciaron en la década de 1770.
Al internarme en la Ciudad Nueva me doy cuenta de que estoy desorientado. Mi destino es el Bar Kay’s, en la calle Jamaica Street. Dando un rodeo, dejo atrás las galerías de arte de la calle Dundas Street y un popular restaurante de pescado y papas fritas, el L’Alba D’Oro.
Recorro la calle Heriot Row (donde alguna vez vivió el joven Robert Louis Stevenson) y me topo con el Bar Kay’s casi por accidente, el tipo de accidente feliz que hace de caminar por Edimburgo un placer.
Hay ciudades en el mundo donde uno encuentra con quien charlar en todo momento, pero no aquí. Edimburgo es apacible y reservado, un lugar para pensar. Quizá a los residentes se les suelte la lengua cuando están en su bar favorito. Luego de caminar un rato en silencio, es bueno lubricar y ejercitar las cuerdas vocales. Eso hago en el Bar Kay’s.
Ya descansado, empiezo a caminar cuesta arriba por Queen Street, y paso frente a la Sociedad del Whisky de Malta Escocés, que embotella y vende cientos de tipos de whisky de todo el país. Una vuelta a la derecha me lleva a la George Street, la calle principal de la zona. Hubo un tiempo en que estaba llena de bancos, pero en los predios de la mayoría de ellos ahora hay concurridos restaurantes y bares. The Dome, por ejemplo, antes era la sede del Banco Comercial de Escocia. Este espléndido edificio neoclásico es hoy un lugar para almorzar bajo una espectacular cúpula de vidrio en lo que era el vestíbulo y la sala de operaciones principal.
En el otro extremo de la George Street doblo a la izquierda y luego a la derecha, y pronto llego al punto donde la Ciudad Nueva se junta con la avenida Leith Walk. Me detengo afuera de otro bar, el Conan Doyle, en la calle York Place, y al mirar hacia la acera opuesta veo una adición moderna a los monumentos de la ciudad: una estatua de Sherlock Holmes, cuyo creador nació y creció en Edimburgo (uno de sus profesores universitarios le inspiró el personaje).
El cielo se ha despejado y, por el momento, no veo ninguna razón para volver a casa. Tengo algunas compras que hacer. Un amigo mío londinense colecciona discos LP, y visita Edimburgo dos veces al año porque aquí encuentra excelentes tiendas de discos. Hay una en Canongate Street, y un par más en Leith Walk.
También hay buenas tiendas de discos en la zona de South Bridge Street, Nicolson Street y Clerk Street. Una de ellas es Backbeat, en la calle East Crosscauseway. Dougie McShane la abrió en 1981, y vendía principalmente discos de blues. Ahora vende de todo, y se jacta de tener 65,000 productos en existencia. Un muchacho inglés aparece en un pasillo con sus hallazgos. Le encanta el blues. A mi hijo, de 22 años, también le gusta, al igual que los discos de vinilo. Le pregunto a Dougie sobre esto.
“Es perfecto”, dice. “Los adolescentes compran tocadiscos, y luego vienen aquí porque los LP suenan mejor, más nítidos y auténticos”.
Para llegar a Backbeat tuve que pasar frente a mi museo preferido, el Surgeons’ Hall, en Nicolson Street, donde los visitantes pueden ver la máscara mortuoria del multiasesino William Burke. Junto con su cómplice William Hare, Burke asesinó a 16 personas en la década de 1820, y vendió los cuerpos a un médico ávido de material de disección para sus clases de anatomía. También se exhibe una billetera hecha con la piel de Burke; aunque es un objeto macabro, siempre me ha parecido más interesante que los huesos de dinosaurios.
Luego de salir de Backbeat con una sola compra (un disco de bugui-bugui), en una tienda de beneficencia veo dos de las primeras novelas de suspenso de la escritora estadounidense Patricia Highsmith, así que entro a comprarlas.
Ahora tengo otro plan en mente, y detengo un taxi. Le digo al conductor que me lleve a la calle Blackford Glen Road. El chofer me deja en un angosto callejón que lleva a un parque llamado Hermitage. Aquí, una vez más, está el Edimburgo elusivo. Sólo los residentes parecen conocer y reunirse en este lugar. Los niños pequeños llevan puestas botas de hule y juegan junto al río o se esconden tras los árboles. Aquí todo el mundo recibe sonrisas. En este sitio nadie es realmente un extraño, sino parte de una comunidad.
Cuando salgo del parque, por la calle Braid Road, ya he recargado pilas, así que recorro a pie el corto trayecto hasta Morningside, mi última parada antes de volver a casa.
El Canny Man’s es otro pub famoso de Edimburgo, un sitio lleno de objetos curiosos y rincones donde se puede tomar un buen tarro de cerveza. Si buscas un lugar tranquilo para leer el periódico (o el primer capítulo de una novela de Patricia Highsmith), el Canny Man’s está bien; si prefieres charlar, también está bien.
Durante gran parte de 2014, en los bares de Edimburgo se discutió con pasión el tema de si Escocia debía independizarse totalmente o no del Reino Unido. Había carteles y banderas en las ventanas de casas y edificios; se realizaron mítines frente al Parlamento escocés en Holyrood, y debates públicos en muchos otros lugares de la ciudad. Parece que los habitantes optaron en su mayoría por decir “No”, pero el tema todavía se discute, si bien los clientes del Canny Man’s lo hacen con calma mientras disfrutan sus bebidas.
Morningside es otra “aldea” de Edimburgo, y yo vivo en una de sus orillas. Cuando era estudiante compartí un apartamento alquilado en la Ciudad Nueva. Después me construí una casa cerca de Backbeat Records (es una coincidencia, lo juro). También he vivido en los barrios de Tollcross, Oxgangs y Peffermill. Cada uno tenía una atmósfera especial, y hoy guardo recuerdos de todos ellos.
La ruta de hoy me ha llevado menos de cuatro horas. Conocí mi ciudad un poco mejor, pero me quedo con las ganas de conocerla aún más.
La ciudad de los festivales
Edimburgo se autodenomina “la ciudad con más festivales del mundo” por una buena razón: es sede de 11 festivales importantes, y agosto es el mes más activo.
Festival Internacional de Edimburgo (eif.co.uk) y Festival Fringe de Edimburgo (edfringe.com), ambos del 7 al 31 de agosto: seis grandes teatros y salas de conciertos de la ciudad y otros recintos cobran vida durante tres semanas con música, teatro, ópera y danza. Juliette Binoche estelariza Antígona este año. En el Fringe participan miles de artistas en cientos de escenarios, desde comedia al aire libre hasta Shakespeare.
Festival del Libro de Edimburgo (edbookfest.co.uk), del 15 al 31 de agosto: más de 750 eventos con la participación de escritores e intelectuales —desde estrellas emergentes de la literatura de ficción hasta ganadores del Nobel—,
y muchos eventos para niños y adultos jóvenes.
Festival de Arte de Edimburgo (edinburghartfestival.com), del 30 de julio al 30 de agosto: es la celebración anual de arte visual más grande del Reino Unido, y reúne a las principales galerías, museos y talleres de artistas consagrados y emergentes, así como eventos especiales.