Mucho antes de la llegada de los españoles, los pueblos nahuas veneraban a Coatlicue, la poderosa Madre Tierra.
Para ellos era la fuente de la vida y el símbolo del eterno ciclo de nacer, morir y renacer. Su figura imponía respeto, pero también ofrecía la seguridad de una madre que sostiene al mundo.
Tonantzin: la madre cercana del pueblo
Con el paso del tiempo, esa energía se expresó de forma más cálida bajo el nombre de Tonantzin, que significa “Nuestra Madrecita”.
Su presencia era motivo de peregrinación, sobre todo en el Cerro del Tepeyac, donde miles acudían para pedir protección, buena cosecha y salud. Ese cerro ya era un santuario mucho antes de que existiera el México que hoy conocemos.
Un cerro sagrado
El Tepeyac funcionaba como un centro espiritual donde se honraba a la Madre Tierra con flores, cantos y ofrendas. Para los antiguos habitantes, era un sitio donde lo humano y lo divino se encontraban.
Por eso, cuando los nuevos templos cristianos se levantaron allí, el recuerdo de Tonantzin permaneció fuerte en la memoria del pueblo.
El cristianismo y el sincretismo inesperado
Cuando los frailes empezaron a predicar en el Tepeyac, notaron algo sorprendente: los indígenas seguían llamando a la figura mariana “Tonantzin”.
Frailes como Bernardino de Sahagún registraron esta persistencia con cierta preocupación. Sin saberlo, estaban presenciando el nacimiento de un fenómeno extraordinario: un encuentro cultural donde ninguna tradición desaparecía, sino que ambas comenzaban a convivir.
Un nombre que unió dos mundos
En ese proceso surgió un término náhuatl que aún intriga a historiadores: “Tequatlaxopeuh” o “Tequatlasupe”. Se interpreta como “La que aplasta a la serpiente”, una imagen presente tanto en creencias indígenas como en el simbolismo cristiano.
Para los misioneros, este término sonaba parecido a “Guadalupe”, lo que facilitó que ambas tradiciones se entrelazaran sin conflicto.
Revelación cultural
Aunque la Virgen no se apareció directamente a Sahagún, los frailes vivieron una especie de revelación distinta: comprendieron que la nueva devoción estaba siendo moldeada por la memoria indígena.
En el nombre Tequatlaxopeuh, escuchaban ecos de Coatlicue y de Tonantzin, pero también el significado cristiano que buscaban enseñar.
Símbolos que se reconocen
Para los pueblos nahuas, la imagen de una madre divina que vence a una serpiente resultaba familiar. En ella veían fuerza, protección y equilibrio.
Por eso, el mensaje les resonó de inmediato. No se trataba de reemplazar una creencia por otra, sino de reconocer una misma energía maternal expresada con nuevos elementos.
La Virgen del Tepeyac
Con el paso de los años, la figura mariana del Tepeyac se transformó en un símbolo poderoso. Para los indígenas seguía siendo su Madre Protectora, y para los españoles una advocación legítima del cristianismo.
Ese punto de encuentro dio origen a una devoción única, que no pertenece a un solo mundo, sino a ambos.
Una tradición que permanece
Hoy, el Tepeyac sigue siendo un espacio donde lo antiguo y lo nuevo conviven. En flores, cantos y peregrinaciones se sienten las huellas de Coatlicue, Tonantzin y la Virgen de Guadalupe.
Todas representan, de un modo u otro, la presencia eterna de una madre que acompaña y protege.
La fuerza de una madre eterna
La historia del Tepeyac nos recuerda que las culturas no siempre chocan: a veces se abrazan. En la Madre del Tepeyac conviven siglos de espiritualidad, tradición y esperanza.
Por eso su figura sigue viva, porque en ella se reconoce la necesidad humana de amparo, identidad y fe.