El extraño que me cambió la vida

Nunca se sabe cuándo ni cómo puede transformar a una persona un encuentro casual, como lo demuestran estas tres historias.

“¿De qué tienes miedo?”

Mylène Dressler

l hombre está en su jardín haciendo algo que no entien-do. Al acercarme, veo que limpia una larga correa de lona, tendida entre dos árboles, con una espátula, como si afilara ésta. Me saluda inclinando la cabeza y sonriendo bajo su sombrero tejano. Yo vivía en esta misma calle de Dallas, pero no me acuerdo de él. Tiene una barba blanca, larga y puntiaguda, y el rojo de sus mejillas hace juego con el de su camiseta teñida. Inclino la cabeza y le sonrío, pero sigo adelante admirando las nuevas casas. Cuando regreso a la esquina, el hombre camina sobre la correa como si fuera un alambre de circo, haciendo equilibrio y saltando. En lo que tardé en ir y venir por la calle, puso dos colchonetas en el césped, se quitó los zapatos y brincó a la correa. Una vez que baja al suelo, le pregunto cuánto lleva practicando caminar sobre el alambre.

—No es alambre, muchacha —me corrige moviendo un dedo—. Es la cuerda floja. Desde octubre. Aún no hago gran cosa. ¿Quieres probar?

—No traigo zapatos adecuados.

—Da igual cómo lo hagas.

Me dan miedo las cosas inestables y angostas. Me he pasado la vida evitándolas. Pero ya tengo más de 40 años y el tiempo mismo se estrecha ante mí. De pronto me quito los zuecos y quedo en calcetines. El desconocido saca la espátula y limpia la correa. Le pregunto cómo se llama.

—Merlin.

Me dice que suba primero el pie derecho. La correa, de 2.5 centímetros de ancho, tiembla sin control.

—Son los nervios, muchacha, no les hagas caso. Ahora, sube el otro pie. Yo te sostengo. Mira hacia delante, no hacia el suelo. Cuando pienses que te vas a caer, no tienes más que doblar las rodillas.

Me aferro a sus hombros. Me da un apoyo firme, cálido, tan tranquilizador que cuando por fin logro subir ambos pies, no me atrevo a soltarme. La correa sigue temblando, y no veo cómo… entonces me acuerdo: mira hacia delante; si crees que te vas a caer, dobla las rodillas.

Me invade una extraña sensación: me olvido de mí misma, olvido que no tiene nada de particular conocer a un hombre con sombrero tejano y estar en vilo en su jardín. Dura apenas unos segundos, pero me suelto.

Luego me agarro de Merlin, riendo, y bajo de un salto.

—Es usted un mago —le digo.

—Y también un poeta. Escucha:

“¿De qué tienes miedo?

¿De que te falte el dinero?

¿O la comida?

¿Saber que vas a morir?

¿O que no vas a vivir?

¿Tienes miedo de caer?

¿Y no volver a levantarte?

¿O tal vez tienes miedo de todo?

¿De todo cuanto hay?”

—De caer —respondo.

—Pero te dije qué hacer.

“Dobla las rodillas. No es alambre, es la cuerda floja”.

Nunca se me ha olvidado: acepta ese extraño temblor. No es la cuerda, eres tú.

La novela más reciente de la escritora Mylène Dressler es The Floodmakers.

 

 

“Llene primero el tanque de ella”

Lucy Ferriss

En el verano de 1975 terminé la universidad en el sur de California, recibí un Ford Capri 1968 como regalo de graduación y conseguí mi primer empleo en Los Ángeles. Sintiéndome una mujer muy independiente, un domingo por la noche me despedí de mi tío, al que fui a visitar a Laguna Beach, sin confesarle que me quedaba menos de un octavo de tanque de gasolina y no tenía dinero para llenarlo de camino a Los Ángeles. Tomé la Autopista del Pacífico hacia el norte, la aguja siguió bajando y con los últimos vapores por fin llegué a una gasolinera. Entonces no había autoservicio, tarjetas de crédito ni cajeros automáticos.

Le rogué al dependiente que aceptara un cheque, o me dejara dormir en el coche y al otro día ir a pie a la población más cercana donde hubiera un banco. Mientras él me advertía que podía dormir allí, pero que me haría arrestar, una camioneta se detuvo junto a la bomba contigua. El conductor —un hombre común y corriente, delgado, de mediana edad— alcanzó a oír la última parte de mi súplica fallida y, mientras el encargado lo atendía, me saludó y le dijo:

—Llene primero el tanque de ella.

—¿En serio? —le pregunté llena de alegría—. Muchísimas gracias, pero, por favor, sólo necesito dos dólares de gasolina para llegar a casa.

—Llénelo —repitió y, dirigiéndose a mí, añadió—: Algún día tú harás lo mismo por alguien más.

No he dejado de buscar esa joven desvalida para socorrerla una noche en el camino. Entre tanto, por si nunca aparece, procuro realizar otros actos de bondad al azar. Aquel automovilista sereno siempre está en la bomba de al lado pidiéndole al dependiente que llene primero mi tanque.

 

El libro más reciente de la escritora Lucy Ferriss es The Lost Daughter.

 

“Puedes hacer mucho más”

Jacquelin Gorman

Cuando era capellana interna en el Centro Médico de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA, por sus siglas en inglés), intervenía en la vida de desconocidos en sus momentos de mayor sufrimiento. Si un paciente agonizaba, aparecía yo, una cara, una voz y un contacto extraños. Al principio me horrorizaban esas visitas; me sentía incapaz de suplir el consuelo íntimo que la familia y los amigos dan. Me sentía impotente para ayudar. Más adelante, uno de esos desconocidos me enseñó una importante lección espiritual, y desde entonces veo la vida con otros ojos. Era una mujer que se estaba muriendo de insuficiencia renal, y su única esperanza era un trasplante. Todos los días 18 personas mueren en Estados Unidos mientras esperan la donación de un órgano. Yo la acompañé en la espera, entregándome con ella a la oración, y cuando le llegó su hora le dije con un suspiro que hubiera querido hacer algo más que eso.

—Puedes hacerlo —me contestó—. Puedes hacer mucho más.

En su lecho de muerte prometí donar en vida un riñón, tan pronto como el tiempo y las circunstancias me lo permitieran. Más de una década después, cuando mis hijos crecieron, cumplí mi promesa. Volví al Centro Médico de la UCLA y ofrecí un riñón para quien lo necesitara con más urgencia. “¿Está dispuesta a donar un riñón a un deconocido?”, me preguntaban. Nunca entendí por qué la misma acción se consideraba razonable si ayudaba a un conocido, pero causaba desconcierto si era en beneficio de alguien a quien no conocía.

“¿Qué sabe usted sobre la persona que va a recibir su riñón?”, me decían. “Que va a morir si no se lo doy”, les respondía yo. Era lo único que necesitaba saber.

El 5 de noviembre de 2010 mi riñón hizo su primer viaje en avión fuera de mi cuerpo, resguardado en un refrigerador portátil en la cabina del piloto. Estuve en el hospital menos de 24 horas, y el dolor postoperatorio me resultó gratamente familiar: era el mismo que había sentido cuando mis hijos nacieron por cesárea. Me sacaron el riñón por la misma cicatriz, ya casi borrada, con lo que tuve la oportunidad de volver a dar vida, ¡cerca ya de los 60 años de edad!

Muchos meses después conocí al hombre que recibió mi riñón, un espléndido día soleado en California, una vez que él estuvo en condiciones de viajar. Aunque no habíamos intercambiado fotografías, de inmediato nos reconocimos el uno al otro en el atestado restaurante. Fui hasta sus brazos abiertos, y los dos reímos y lloramos al mismo tiempo en comunión con la vida: la mía, la suya, la vida toda. Llevaré conmigo este sentimiento mientras respire, sabiendo que habrá de sostenerme en mis horas de angustia, este regalo inapreciable que una desconocida me hizo en sus últimos minutos de vida.

La escritora Jacquelin Gorman es autora del libro The Seeing Glass.  

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