En un pueblo rumano, los que antaño eran seminómadas se han hecho ricos y ahora viven en la opulencia
Con las manos cruzadas sobre el abultado vientre y un elegante sombrero Fedora en la cabeza, un hombre mayor llamado Paraschiv está sentado en una banca contemplando su vecindario, que también es su reino. Lo que ve es algo insospechado en la Rumania rural: a lo largo de la calle principal, detrás de ambas aceras, se yerguen mansiones con suntuosas fachadas, balcones y columnas. Los tejados parecen sombreritos de fiesta, rematados con torrecillas o cúpulas. El conductor de un camión que transporta cerdos se detiene para curiosear.
Paraschiv sonríe. Éste es su pueblo natal, Buzescu, un atractivo turístico con la demografía más rara de Europa: los romaníes acaudalados.
Paraschiv no usa la palabra roma, el nombre correcto y respetuoso de su grupo étnico, que significa “hombres” en la lengua romaní. Él y la mayoría de sus vecinos prefieren referirse a sí mismos como tsigani, o gitanos, el antiguo nombre peyorativo con el cual crecieron y que llegó a ser sinónimo de mendigo, ladrón y parásito. Gitano es una derivación de “egiptano”, por el supuesto origen egipcio de esta etnia; sus raíces lingüísticas indican que proceden más bien de la India.
“Yo construí una de las primeras mansiones, en 1996”, refiere Paraschiv, señalando su casa tipo villa, una magnífica edificación con muros de mármol gris y blanco y balcones en las esquinas. Los nombres de sus dos hijos, Luigi y Petu, están grabados en el remate de una torre cubierta de estaño. “Mis hijos quieren derribar la casa y construir una diferente; dicen que ésta ya está pasada de moda”, comenta Paraschiv, encogiéndose de hombros. “Si ellos quieren hacer eso, que lo hagan. Está bien”.
Su casa, de dos plantas, es modesta comparada con los palacios de cinco pisos que se han multiplicado en el sur del pueblo, el distrito romaní. Los llaman de “estilo monumental”. También hay edificios de tipo “empresarial corporativo”, con paredes de espejo; castillos con almenas de color ocre y balcones dispuestos como en salas de ópera, así como chalés suizos con altos tejados puntiagudos y duendes de adorno en el porche.
Es arquitectura ostentosa, sin inhibiciones, con un descarado sabor a nuevo rico. En total, unas 100 mansiones romaníes en un pueblo agrícola por lo demás austero, situado a unos 80 kilómetros al suroeste de Bucarest y habitado por 5,000 personas. Cerca de un tercio son romaníes, no todos ricos, pero con recursos suficientes para hacer del pueblo un símbolo indiscutible de orgullo étnico.
“Romaníes ricos” parece un error de imprenta, una broma mordaz. Para muchos de los casi 2 millones de gitanos que hay en Rumania (un 10 por ciento de la población), la vida es dura y desagradable: sus comunidades están en barrios pobres urbanos o en zonas marginadas en los límites de las ciudades. Esos gitanos comparten su destino con los romaníes que viven en toda Europa oriental, un grupo antaño seminómada que sigue siendo una subclase visiblemente despreciada por su pobreza, falta de educación y aislamiento proverbial.
Para muchos extranjeros, las mansiones de los romaníes de Buzescu son una provocación, un alarde de riqueza inmerecida; sin embargo, los romaníes pudientes no parecen muy interesados en impresionar a los forasteros. Los habitantes del pueblo dejan en claro que no quieren que los extraños les hagan preguntas ni les saquen fotos. “¡Vete, vete!”, me gritan los niños en su idioma, y los adultos me fulminan con la mirada o me dan la espalda cuando me acerco.
—Estos lugares no son para gente como ustedes —me dice el sociólogo romaní Gelu Duminica, refiriéndose a toda persona no gitana.
Me explica que las casas palaciegas se construyen sólo para ser vistas por los residentes; es una manera de demostrar riqueza y estatus dentro de la comunidad romaní.
¿Y de dónde proviene esa riqueza? La comunidad gitana local tan sólo habla de “venta de metal”. Los romaníes de Buzescu en su mayoría son caldereros, dedicados a la elaboración de objetos e instrumentos de cobre. Hasta principios de los años 90, las familias del pueblo aún viajaban por el campo en carretas tiradas por caballos, y se detenían en los pueblos a vender alambiques de cobre para la fabricación de aguardiente de frutas. Era un negocio lucrativo para los mejores caldereros, como Paraschiv, quien vendía cada alambique por cientos de dólares; sin embargo, las autoridades comunistas vigilaban muy de cerca las actividades de los romaníes, y las familias gitanas más ricas procuraban ser discretas.
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