Dramas

El gran escape en globo: Dos familias buscan escapar de Alemania

Donde sea que las personas estén atrapadas, algunas siempre buscarán un camino hacia la libertad. Por años, miles se arriesgaron al encarcelamiento y la muerte huyendo de las opresivas condiciones de la comunista Alemania Oriental. Treparon el odiado Muro de Berlín, cavaron túneles por debajo de las barreras fronterizas y se sumergieron en el agua durante la noche para nadar en busca de asilo en el lado occidental.

Muchos lo lograron. Otros pagaron la pena máxima y murieron en los campos minados o enredados en los alambres de púas de la “franja de la muerte”, en la frontera. Pero aun así lo intentaron.

Esta es la notable historia de dos familias de Alemania Oriental que, 10 años antes de que cayera el Muro, construyeron un globo aerostático y se atrevieron a volar por los vientos de la libertad.

Rodeados de cultivos de trigo y verdes valles de coníferas que se extendían hasta el horizonte, los poblados de Pössneck y Naila parecían idénticos en la década de los 70. Solo los separaban 64 kilómetros, pero en la cuestión política sus habitantes ni siquiera vivían en el mismo planeta.

Naila se encontraba en Alemania Occidental y sus 9,700 residentes eran libres. Pero Pössneck, con 20,000 pobladores, estaba en Alemania Oriental. Las antenas de televisión en los techos de las casas apuntaban hacia Naila, medio por el que la gente de Pössneck recibía un recordatorio constante de la mejor vida que tenían sus vecinos del otro lado de la Cortina de Hierro.

El 7 de marzo de 1978, en su casa a las afueras de Pössneck, el ingeniero electricista de 35 años, Peter Strelzyk, se sentó a charlar con su amigo Günter Wetzel, un albañil y conductor de camiones de 22 años.

Durante años, ambos hombres —casados y con dos hijos cada uno— habían pensado cómo escapar con sus familias al oeste. No podían cruzar la frontera caminando debido a la “franja de la muerte”, con sus ametralladoras a control remoto instaladas para matar fugitivos; y cruzar a nado era demasiado peligroso, sin importar el tamaño del río, por la gran cantidad de torres de vigilancia, además de las orillas minadas. Hasta ahora, ninguno había pensado en una tercera opción: por aire.

—¡Lo tengo! —gritó Peter de pronto, poniéndose de pie de un salto y dándole a su amigo una palmada en la espalda—. Nos iremos por globo.

Günter lo miró, incrédulo.

—¿Y dónde vamos a conseguir un globo?

—No hay que conseguirlo. Hay que construirlo.

Primer fracaso

¿Y por qué no? Era un método tan inusual e imposible que nadie —ni siquiera la policía— creería que alguien lo intentaría. A la mañana siguiente, los compañeros recorrieron bibliotecas y librerías, pero no encontraron nada sobre globos aerostáticos, así que se conformaron con un libro titulado La tecnología de las conexiones de gas y una enciclopedia de física.

Al otro día condujeron hasta Gera, una pequeña ciudad cercana. En la tienda cooperativa encontraron un gran rollo de tela de algodón. La vendedora les lanzó una mirada inquisitiva cuando le pidieron que les vendiera 800 metros, así que tuvieron que decirle que estaban haciendo varias tiendas de campaña para un campamento juvenil de Alemania Oriental.

Entre los dos arrastraron su compra hasta el cuarto piso de la casa de los Wetzel. Günter y su esposa, Petra, bloquearon las ventanas del ático y, acto seguido, él cortó triángulos largos y comenzó la monumental tarea de coser los paneles con una máquina de coser de pedal de 40 años de antigüedad.

En dos semanas, un globo de unos 15 metros de diámetro y 20 de alto comenzó a tomar forma. Luego, en un taller improvisado en casa de los Strelzyk, los dos hombres construyeron una pequeña plataforma y, un mes más tarde, el globo estaba listo para la primera prueba.

Ambos se trasladaron a un claro retirado, 24 kilómetros al norte de la frontera con Alemania Occidental. No obstante, al tratar de inflarlo, el aire escapó a través del algodón y la tela permaneció flácida en el césped; habían comprado el material equivocado.

Con amarga desilusión volvieron a casa y cortaron su creación en pedazos pequeños, quemando cada uno con mucho cuidado en la caldera de la calefacción central de los Strelzyk.

Aterrizaje forzoso

Durante los siguientes meses, Peter y Günter probaron la resistencia al aire y al calor de varios tipos de telas y al final se decidieron por el tafetán grueso. Para no levantar sospechas, viajaron a Leipzig para realizar su compra. Cuando pidieron los 800 metros, le dijeron al vendedor que pertenecían a un club de navegación.

Coser el tafetán resultó ser más rápido que su primer intento. Entonces, una noche, Doris, la esposa de Peter, casi deja escapar su secreto por accidente. Los Strelzyk tenían visitas y estaban viendo juntos una película sobre globos aerostáticos en la señal televisiva proveniente del otro lado de la frontera.

En ese momento, Doris presumió, sin pensarlo: “El globo que tenemos en el ático es 500 metros cúbicos más grande que ese”. Su esposo casi se desmaya. Las gotas de sudor le corrían por el cuello. Por fortuna, los invitados no entendieron aquel comentario.

Sin embargo, Günter comenzaba a arrepentirse de todo el asunto. Una noche, tras una larga plática con los Strelzyk, les dijo que ni él ni su familia intentarían escapar en el globo. Su esposa dudaba que el plan fuera a funcionar y, además, él sabía que el globo tendría una mayor oportunidad de volar si solo iban cuatro pasajeros a bordo.

Peter continuó trabajando en su medio de transporte. Después de varios experimentos con el quemador, descubrió un mejor sistema por accidente: el gas propano líquido producía una flama más durable y eficiente. En junio de 1979, el globo casero por fin estaba listo para despegar. Ahora, lo único que necesitaban era el clima indicado.

El martes 3 de julio, la veleta en la azotea del ayuntamiento de Pössneck giró y apuntó su brazo negro al sur, en dirección hacia donde deseaban cruzar.

Esa noche, a las 11:30, los Strelzyk condujeron 19 kilómetros hasta un lugar retirado, a unos 10 kilómetros al norte de la “franja de la muerte”, a lo largo de la división entre Oriente y Occidente. Les tomó únicamente 5 minutos inflar el globo. “¡Vámonos, vámonos, vámonos!”, gritó Peter, y la familia Strelzyk se elevó hacia el cielo sobre aquella diminuta plataforma. El reloj marcaba las 2:00 a. m.

El globo voló por 34 minutos y luego ocurrió algo inesperado. Los envolvió una espesa niebla y el peso añadido por el agua que cubrió la nave los mandó hacia abajo en cuestión de segundos. Aterrizaron en medio de un pequeño bosque. Los árboles hicieron jirones su creación, pero amortiguaron su aterrizaje.

Doris y los niños gatearon para ocultarse en los matorrales, mientras Peter observaba el área. A casi 200 metros detectó dos rejas de alambre de más de 3 metros de altura con un angosto arado entre ellas. Era la temida “franja de la muerte”, ¡y estaban del lado equivocado!

Esperaban ver llegar soldados y perros gruñendo en cualquier momento, mas el bosque se mantuvo en silencio. Apiñados uno contra el otro, temblando de frío y miedo, se ocultaron hasta el amanecer.

Con la primera luz de la mañana emprendieron el camino de regreso. El suelo a lo largo de la frontera estaba cubierto de resortes de alambre conectados a las alarmas de la torre de vigilancia más cercana. Agachados, observando sus alrededores en todo momento, los refugiados aspirantes se adentraron de vuelta en Alemania Oriental.

Ocho horas después de haber iniciado su vuelo fallido, volvieron al claro donde habían estacionado su auto. Estaba como lo dejaron, y condujeron de vuelta a Pössneck sin problemas.

Los agentes del servicio estatal de seguridad no los esperaban en su casa. Solo estaba su gato blanco y negro, Purzel, quien salió ronroneando de alegría del jardín para restregarse contra las piernas enlodadas del pantalón de Peter.

Aunque era de mañana, estaban exhaustos y se fueron a la cama. Pero Peter no podía dormir. Caminaba de un lado a otro en la sala, que ahora parecía la celda de una prisión. Luego se sentó en su sillón individual dorado y comenzó a llorar.

Conoce la conclusión de esta historia el día de mañana.

Juan Carlos Ramirez

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