Esta es la segunda parte y conclusión del artículo que se publicó el día de ayer, puedes leerlo en este enlace.
Ese mismo mes, Peter Strelzyk fue a visitar a Günter Wetzel por primera vez en un largo tiempo. El segundo había estado esperando la llamada del primero. Un amigo suyo le había contado que hallaron un globo cerca de la frontera, en Lobenstein, y que los agentes de seguridad estatal buscaban a los tripulantes por todos lados.
Se sentaron en la sala por un rato, y entonces Günter lanzó la pregunta directa:
—¿Eran ustedes los del globo cerca de Lobenstein?
—Sí —respondió Peter.
—¡Qué desastre!
Peter le contó lo ocurrido.
—Günter, podemos lograrlo con el nuevo sistema de gas. Pero no podemos hacerlo sin ti. Ven con nosotros, por favor.
Su amigo respondió una semana después: “Iremos”.
Por tercera ocasión en 17 meses, los Strelzyk y los Wetzel empezaron a construir un globo aerostático para escapar. Ahora la tarea era más difícil que nunca. El globo debía ser más grande y fuerte y, por lo tanto, necesitarían más aire caliente.
Además, desde que descubrieron el anterior cerca de la frontera, temían que las autoridades ordenaran a todas las tiendas del sur de Alemania Oriental que reportaran a todo el que comprara más de unos cuantos metros de telas delgadas y resistentes al viento.
A pesar de todo, las familias recorrieron más de 3,800 kilómetros en automóvil y visitaron casi 100 ciudades y aldeas en busca de cuerda de nailon y tafetán, entre otras cosas. Günter acompañó a su compañero durante los primeros viajes y después se retiró al ático de los Strelzyk para coser los pequeños pedazos multicolores del material.
El 14 de agosto, Peter llegó a casa cansado y de mal humor. Doris lo recibió y le murmuró: “Puse el periódico en el armario de la sala. Creo que deberías leer la segunda página…”
El hombre se encontró con la foto pequeña de un barómetro, un reloj, una navaja de bolsillo y un par de pinzas. El encabezado decía: “La policía popular pide tu ayuda”. Peter leyó, con un temor cada vez mayor.
“Tras ser utilizados en un grave delito, estos artículos fueron abandonados por los criminales”. A la detallada descripción de los objetos le seguía una solicitud: “Cualquier lector que tenga información sobre las personas que solían ser dueñas de estos artículos deben contactar a la policía popular”.
“Bueno, es todo”, dijo Peter, dejando el diario con manos temblorosas. “Están cazándonos”.
A partir de ese momento, Günter casi no se levantó del asiento de la máquina de coser. No era extraño que trabajaran 22 horas diarias. Peter, Doris y Petra continuaron gastando sus ahorros, recorriendo todas las tiendas que vendían la tela apropiada.
En Magdeburgo adquirieron 20 metros de cuerda de nailon; en Halle consiguieron una cosecha abundante de 150 metros del mismo material. Sus reservas de tela crecieron con todos los colores del arcoíris.
El 14 de septiembre, en una tienda departamental de Jena, encontraron los últimos 30 metros necesarios. Inflado, su globo tendría un diámetro de 19 metros y una altura de 25, ¡casi las mismas dimensiones que un edificio de 8 pisos! Habían fabricado uno de los globos aerostáticos más grandes de Europa.
Peter construyó un quemador más grande, así como una plataforma a la que añadió un barandal con una soga para tender ropa. Aunque debía soportar a ocho fugitivos, la base era una simple hoja de metal de menos de un milímetro de espesor.
Petra Wetzel se horrorizó cuando vio aquel piso tan ligero: “¡Lo vamos a atravesar y nos caeremos!”. Para tranquilizarla, Peter deslizó unos bloques debajo de las cuatro esquinas del panel e hizo que los cuatro adultos y Frank Strelzyk, su hijo de 15 años, se subieran y saltaran. El metal vibraba, pero no cedía bajo el peso. Por fin, el tercer globo estaba listo para surcar los aires.
La tarde del sábado 15 de septiembre de 1979, una tormenta eléctrica estalló sobre los bosques aledaños. Horas después, las nubes se disiparon. Se volvió una noche fría con un cielo repleto de estrellas y una luna flotante. El viento soplaba hacia la frontera de Alemania Occidental. Era el momento indicado.
Las dos familias salieron de Pössneck poco antes de la medianoche y condujeron hasta un claro en el bosque de Turingia. Poco a poco, el soplador llenaba de aire frío la flácida piel del globo que se extendía sobre el pasto como un dinosaurio desinflado.
Después, Günter, junto con Doris y Frank, se encargaron de sostener la abertura mientras Peter abría el lanzallamas a toda potencia. Con la ayuda del soplador, una lengua de fuego de 15 metros entró en la tela y le chamuscó el pelo a Peter.
A la orilla del claro, Petra Wetzel y los tres niños veían todo con aprehensión. Luego de 15 minutos, el transporte se irguió sobre ellos. Las cuerdas de la boca del globo se tensaron en la frágil góndola. Günter encendió el quemador y Peter disparó el lanzallamas por 30 segundos. Pero fue demasiado. El globo quiso despegar con ambas flamas.
“¡Súbanse! ¡Rápido, rápido! ¡Nos vamos!”, gritó Peter. Todos abordaron. De pronto, el fuerte viento inclinó la nave de forma peligrosa, haciendo que la tela de la boca se incendiara.
Con todo su aprendizaje, sabían lo que ocurre cuando la piel de un globo aerostático prende fuego. La enorme presión del aire caliente lo lanza hacia arriba, a veces cientos de metros; solo cuando la tela se quema por completo, la góndola —y sus tripulantes— vuelve a caer al suelo.
Günter apagó la flama con un extintor y él y Frank sacaron sus cuchillos para cortar dos de las cuerdas que anclaban al globo; la fuerza arrancó del suelo la tercera, lastimando a Frank y a Andreas Wetzel, de dos años. Günter cortó la última.
La plataforma se autoniveló al instante y la llama volvió a apuntar con seguridad hacia arriba. Su brillo rojo iluminó las caras de los ocho fugitivos mientras la nave de 750 kilogramos se elevaba hacia el cielo. Todo era silencio, excepto por el siseo del gas, mientras el globo se dejaba llevar por el viento.
Las minas, los perros y el muro de la “franja de la muerte”, con su corona de alambre de púas, estaban unos 2,000 metros debajo de ellos. Entonces, unos dedos luminosos se elevaron perforando la oscuridad. Los guardias comunistas fronterizos comenzaban a rastrear la noche con reflectores. Petra Wetzel lloró: “¡Están buscándonos!”.
Tres rayos formaron un solo dedo grueso de luz que se dirigía hacia ellos. Por algunos terroríficos instantes, estuvieron a punto de alcanzar el globo. Para dejar atrás las luces, Peter aumentó la flama del quemador y la nave ascendió hasta llegar al cruel frío de los 2,600 metros.
Petra se arrodilló en la plataforma metálica y rodeó a Andreas con sus brazos mientras esperaba los disparos que seguramente desgarrarían la barriga del globo y terminarían con sus vidas. Con voz suave, le cantó una canción de cuna: Un osito camina en una tierra de juguetes con el pelo muy suave. Llamen a todos los niños… A pesar de que sabía la canción de memoria, no pudo recordar el resto de la letra.
Después de 23 minutos de vuelo, el quemador de gas casi se detuvo. Peter y Günter trataron de aumentar el tamaño de la flama a toda prisa, pero fue en vano. Los 44 kilogramos de gas propano se habían agotado, y ahora su transporte descendía. Aunque estaba oscuro, la luna brillaba, y conforme el suelo se acercaba lograron distinguir los detalles en las colinas, los bosques y las granjas.
Luego, el globo se estremeció al golpear una joven acacia y aterrizó con un violento choque. El vuelo de 28 minutos había llegado a su fin y las familias todavía no estaban seguras de encontrarse a salvo.
“Sigamos a la luna”, dijo Günter. Y todos bordearon un campo de maíz recién cosechado hasta que pudieron ocultarse en unos matorrales. Dejando a las mujeres y los niños ocultos en los arbustos, los hombres caminaron hasta un granero. Dentro de él encontraron una carreta con el nombre del granjero, algo que no se veía del lado oriental.
Al poco tiempo, una patrulla de Naila, que respondía a los avistamientos de los residentes de un platillo volador, se detuvo.
“¿Estamos en el oeste?”, preguntó Peter a los oficiales.
“Sí”, le respondieron. Los amigos abrazaron a los policías, mientras gritaban “¡Lo logramos! ¡Lo logramos!”.
Günter encendió una bengala, señal que indicaba vía libre a sus esposas e hijos, quienes cruzaron el campo corriendo para encontrarse con ellos. Llorando, Frank volvió al globo y sacó la botella de vino que su madre había llevado.
En la estación de policía de Naila, rodeados de flores y oficiales alegres, levantaron sus copas. El brindis fue conmovedor por su simpleza: “Por la libertad”.
Poco después de su exitoso escape, las familias Wetzel y Strelzyk se enemistaron. ¿Por qué? Mientras Günter Wetzel se recuperaba en el hospital de una herida en la pierna que sufrió durante el aterrizaje, Peter dio las primeras entrevistas a los medios. Según Günter, su amigo asumió todo el crédito de la idea y la construcción del globo.
Tras conseguir su libertad, Wetzel y su familia se establecieron en Hof, un pueblo no muy lejano al lugar donde aterrizaron. Permanecieron ahí unos 40 años, donde el padre trabajó como mecánico. Ahora está retirado.
Peter Strelzyk abrió una tienda de artículos electrónicos en Bad Kissingen, a unos 120 kilómetros de donde aterrizaron las familias. Con la reunificación de Alemania en 1989, los Strelzyk decidieron regresar a su antiguo hogar en Pössneck. Ahí murió Peter en 2017, a la edad de 74 años.
En 1982 se estrenó Night Crossing, un filme de Disney que contaba el escape. Y en 2018, en Alemania, casi 40 años después de la hazaña, la cinta alemana Ballon llegó a los cines.
Este artículo apareció originalmente en el número de marzo de 1980 de Reader’s Digest.
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