En uno de mis días más oscuros, las palabras sabias de un compañero de asiento fueron un rayo de luz.
En marzo de 2007 me estaba recuperando de una operación mayor por cáncer de mama y afrontando un divorcio. Casi todos los días me quedaba en casa, guardándomelo todo. Entonces Matt Lauer, mi colega del programa Today, me lanzó un salvavidas al preguntarme si me sentía lo bastante bien para salir a grabar un segmento del programa.
—¿Por qué no te escapas a Irlanda un par de días? —me sugirió.
Pensé que sería una excelente manera de olvidarme de todo, así que aproveché la oportunidad.
El viaje fue divertido porque me limité a trabajar, pero cuando subí al avión para volver a casa no me sentía nada bien. Mi plan era dormir durante todo el vuelo. Acababa de ponerme los audífonos cuando el hombre a mi lado se volvió y me saludó:
—Hola, ¿cómo está?
Pensé: Ay, no…
—Estoy seguro de que la he visto en algún lugar.
—Trabajo en el programa Today —le dije, sin quitarme los audífonos.
—¿Cómo es Matt? —me preguntó, sonriendo—. ¿Es agradable?
—Sí, muy agradable.
—¿Y Al? Parece simpático.
Lo único que quería era dormir, pero el hombre era amable y parecía tener buen corazón, así que seguí hablando con él. Cuando vio que llevaba yo una manga de compresión en el brazo, me preguntó qué era.
Deseosa de cambiar de tema, le dije que había pasado por un “procedimiento” y que necesitaba la manga para volar. Pero él insistió:
—¿Qué procedimiento?
—Me operaron —contesté. Como su curiosidad iba en aumento, le dije la verdad—: Tuve cáncer de mama. Pero espero que cuando se baje del avión no sea lo primero que les cuente a sus hijos: “Me senté junto a una enferma de cáncer de mama, ¿saben?”.
Tras una pausa, dijo:
—¿Qué hay de malo en eso? El cáncer de mama es parte de usted, como ir a la universidad o casarse.
Sentí que los ojos se me humedecían.
—Le voy a dar un consejo —agregó—: no haga ese viaje sola. Piense en toda la gente a la que podría ayudar.
Sin poder contener las lágrimas, contesté:
—Perdón, no puedo creer que esté llorando delante de usted. ¡Ni siquiera lo conozco!
—Mire, tiene una opción en la vida: puede guardarse todas sus cosas en lo más profundo de sus bolsillos y llevárselas a la tumba, o puede ayudar a alguien más —dijo.
Aunque trabajo en un programa donde hablamos con franqueza, pasaba yo por una etapa difícil. Siempre he sido muy reservada, y aparte de las pocas personas que necesitaban saberlo, había mantenido mi enfermedad en secreto. No quería que la enfermedad me definiera.
Pero ese hombre, que se llamaba Ken Duane, me mostró que la enfermedad infundía fuerzas, ya que me daba la posibilidad de aligerar la carga de otras personas. Entonces decidí que haría pública mi historia. Más adelante, ese mismo año, hablé al aire con Ann Curry sobre mi enfermedad y mi conversación con Ken.
Años después, una productora que trabajaba en nuestro programa me dijo que su novio se iba a hacer cargo de una premiación y que creía que yo conocía al galardonado. Era Ken Duane.
No nos habíamos visto desde que coincidimos en aquel avión, pero el mejor amigo de Ken se puso en contacto conmigo y me pidió que lo ayudara a entregarle a Ken el premio al Padre del Año en un almuerzo en la Ciudad de Nueva York. Desde su asiento, Ken me lanzó una sonrisa mientras yo decía: “Él ha dejado huella en la vida de muchas personas, incluida yo, una mujer ajena a la vida de él”.
El círculo se cerró hace unos años, cuando le diagnosticaron cáncer de próstata a Ken. Me llamó para decirme que por fin entendía lo que se sentía. Le contesté que siempre lo había entendido: que es mejor compartir y sanar que tratar de esconderse.
Él ahora está sano, y yo estaré eternamente agradecida por no haber tomado esa siesta transatlántica.
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