Historias de Vida

El hombre que se aferró a volar

Un accidente lo paralizó casi por completo; no obstante, él aprendió lo que significa tener temple de acero.

Pat Patterson, piloto con 25 años de carrera, jamás había conocido a alguien como el joven de quijada prominente en silla de ruedas que estaba frente a él, en el aeropuerto de Medford, Oregon, el 28 de julio de 1976. Mike Henderson, un tetrapléjico, quería lecciones de vuelo.

Los ojos de Patterson recorrieron las extremidades de Henderson. Sus piernas nunca podrían operar los pedales del timón. ¿Cómo iba a maniobrar un avión de una tonelada? Lo que más preocupaba al instructor eran las manos de Henderson: sus dedos estaban completamente inertes.

Es imposible, pensó Patterson. Entonces, ¿qué evitaba que se sincerara? Quizá la obvia determinación del joven, el deseo ferviente en su mirada.

Eso tocó alguna fibra del enorme y confiado instructor. “Tal vez pueda enseñarte”, le dijo. “Pero las Normas Federales de Aviación exigen que seas capaz de entrar y salir de la cabina por ti mismo”. Señaló su monomotor para entrenamiento con la cabeza. “Voy por café. Si estás a bordo para cuando regrese, empezaremos”.

Mike había tomado un paseo en avioneta tres semanas atrás. Lo habían subido y bajado; pensó que podría pilotear. Tenía tiempo de sobra para las lecciones y, gracias a su pensión por discapacidad total, el dinero. Su pendiente más grande era poder manipular los controles. Sin embargo, se dio cuenta de que abordar la nave sin ayuda podría ser tan difícil como volar.

No obstante, Henderson estaba acostumbrado a enfrentar grandes desafíos. Ocho años antes, cuando tenía 22 y era un guardia costero, se había caído de un muelle; se estrelló con un tronco que flotaba y destrozó su quinta y sexta vértebras. Los especialistas eran poco optimistas respecto a si volvería a caminar. A pesar de que recuperó el sentido del tacto en la parte inferior del tronco y las extremidades, sufría parálisis del pecho hacia abajo y contaba con muy poco movimiento en las manos y los brazos.

Al poco tiempo, un neurocirujano le soltó a bocajarro que nunca lograría vivir una hora sin que alguien le ayudara. Por razones que nunca ha comprendido, Henderson se enojó.

“Ese médico estaba dibujando el panorama de mi vida”, dice. “Lo que no iba a permitir era que nadie limitara mi libertad de intentar”.

Tras semanas de rehabilitación física, durante las cuales pasó, entre otras cosas, una infinidad de horas obligando a sus dedos a pasar canicas de un plato a otro, Henderson volvió a casa con sus padres. Determinado a valerse por sí mismo, aprendió a conducir. Pasó poco tiempo antes de que conociera a Ruth Tanner; después de un breve noviazgo, se casaron.

Con el tiempo, logró hazañas como ensamblar y correr un dragster [auto de carreras de alta velocidad] y recorrer el río Colorado sobre un gran flotador.

Pero la rehabilitación de Henderson no lo había preparado para el reto que un Piper Cherokee suponía: una cabina aplanada y ancha, y el ala baja que deslumbraba bajo el Sol. Colocó su silla de ruedas detrás del avión, apoyó una mano en el borde de salida del ala y, con la otra mano sobre el reposabrazos de su silla, se impulsó hacia arriba tanto como pudo.

Enseguida rodó para encarar el fuselaje y, aferrándose con el codo derecho, comenzó a levantar su peso muerto con objeto de entrar a la cabina.

Desde la cabaña de vuelo, Pat Patterson observaba incrédulo. “¡Se arrastró sobre esa ala!”, recuerda. “Es la única palabra para describirlo. Cuando salí, estaba en la plaza del piloto; la sangre de su codo herido había quedado por todos lados. Cuando lo vi batallar de esa manera, supe que nada podría detenerlo”.

Nada, salvo, quizá, una agencia federal con la autoridad para garantizar que quienes tripulen sean aptos para hacerlo. Por supuesto, cuando Patterson envió a Henderson a realizar el examen físico de la Administración Federal de Aviación (FAA, por sus siglas en inglés), el médico que lo examinó —un veterano de 40 años— lo rechazó. “Dios mío, Pat”, explicó el doctor David Stoddard por teléfono. “¡Tiene menos del 10 por ciento de movilidad corporal!”.

Patterson insistió. Si Patterson avalaba la capacidad de su alumno para volar, ¿despegaría el médico con Mike para verlo por sí mismo? Stoddard accedió.

Ahora todo dependía del instructor y el estudiante; juntos se prepararon para solucionar cualquier problema que apareciera. Un trozo de alfombra le brindó tracción a Henderson para subir la resbalosa ala. Una diadema liberó sus manos del radio; desarrollaron una caña de timón con movimiento vertical que le permitía a Henderson operar el dispositivo con su brazo derecho, y no con los pies.

A Patterson le agradó ver que los dedos de Henderson mostraban mayor destreza, pero, como había temido, carecían de fuerza para contener la palanca de mando ante vientos fuertes o durante el despegue y aterrizaje. ¿Qué tal un gancho de metal sujeto a su muñeca, uno que pudiera atraer o alejar según se requiriera?

Podría elaborarlo en su taller casero. El primer modelo, un pesado brazalete de acero, lo laceró. Henderson armó el segundo al coser un cabestrillo quirúrgico —elaborado con aluminio, material más ligero— a un guante. Funcionó a la perfección.

Tres semanas y ocho horas de vuelo después de la primera lección, Henderson y Patterson llamaron, jubilosos, a Stoddard. En el aeropuerto, bajo el escrutinio del médico, Henderson rodeó la nave con agilidad, llevando a cabo una revisión previa completa y profesional. Con Patterson y Stoddard a bordo, cumplió con la rutina de inspección de instrumentos antes de partir. Minutos más tarde, con el motor en marcha, el avión recorrió la pista y partió rumbo al cielo grisáceo.

Guiando al Piper Cherokee por el amplio corredor con forma de embudo que hay entre la cordillera de las Cascadas y las montañas Siskiyou, Mike lo sometió, con habilidad, a giros estrechos y caídas en picada mientras Patterson, sonriendo a su sorprendido pasajero, mantenía las manos en alto para mostrar que él no intervenía.

Tras tomar tierra, Stoddard le pidió a Henderson que obtuviera una nueva evaluación neurológica y aceptó realizarle el examen físico estándar para volar. El médico esperaba que pudieran lograr que la FAA emitiera un Certificado de Habilidad Comprobada.

Se requirieron varias llamadas a la Rama de Certificación Aeromédica de la FAA, pero Stoddard triunfó. Un inspector aéreo de la FAA condujo un recorrido de supervisión médica con Henderson y lo autorizó a volar por sí solo. El 14 de noviembre de 1976, y cumplida su vigésima hora de vuelo, Henderson condujo el avión hasta encontrarse frente a la pista. Patterson abandonó la aeronave y le gritó: “Haz dos despegues y dos aterrizajes; nos vemos en mi oficina”.

Había llegado el momento de la verdad: volar en solitario. Valiéndose únicamente de su mano derecha, Henderson empujó el acelerador, liberó el freno de mano y, dirigiendo la caña de timón, llevó el avión a la pista. Minutos después, estaba en los cielos.

En el aire, Henderson experimentó una emoción que jamás había conocido. Estaba a 300 metros de altura, ¡y se encontraba solo! No podía sacarse de la cabeza que esto era lo mejor que había hecho en su vida.

Patterson aguardaba en la superficie.

—¿Qué te pareció? —preguntó.

—Absolutamente fantástico —repuso Henderson, pensando: Es un momento en la vida en el cual eres totalmente responsable de lo que te ocurrirá. ¡Y pude controlarlo!

En los meses posteriores, con ayuda del doctor Stoddard, Mike Henderson se convirtió en el primer tetrapléjico en obtener tanto su habilitación de vuelo instrumental como su licencia de piloto comercial. Empezó a bromear con los aviadores de las líneas aéreas: “Uno de estos días anunciaré por el altavoz: ‘Damas y caballeros, les habla su capitán. Despegaremos tan pronto como mi silla de ruedas se encuentre a bordo’”.

“Lo que distingue a Mike Henderson es su fuerza de voluntad”, afirma Stoddard. “Su logro es en verdad excepcional, casi increíble”. Conforme se volvió más competente, Henderson buscó a otros instructores. Patterson dijo que algunos no comprendían del todo cuál era su motivación. Siempre les contestó lo mismo: “Súbete a la aeronave y vuela con Mike. Entonces lo sabrás”.

 

Esta historia fue publicada por primera vez en la edición de abril de 1982 de Reader’s Digest.

Juan Carlos Ramirez

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