El hospital volador

Estos voluntarios vuelan por todo el mundo para ayudar a gente de escasos recursos que corre riesgo de perder la vista.

Es una calurosa mañana de fines de julio, y sobre la agrietada pista de concreto del aeropuerto de Ulán Bator, Mongolia, la maleza intenta abrirse paso. Cerca del hangar de carga hay un avión DC-10 blanco, con una franja azul celeste en la cola y el logotipo de la organización benéfica Orbis, cuya O inicial simula ser un ojo. Se trata del Hospital Oftalmológico Aéreo, integrado casi en su totalidad por voluntarios de diversas partes del mundo que viajan a las regiones más pobres del orbe a fin de detener el aumento de casos de ceguera prevenibles.

De pie en lo alto de la escalinata del avión está Ann-Marie Ablett, enfermera voluntaria veterana, quien asiste a los cirujanos durante las intervenciones. Oriunda del condado de Roscommon, Irlanda, Ann-Marie habla en voz baja y, con su flequillo sobre la frente, no parece tener 61 años. En su “trabajo oficial”, según lo llama, se desempeña como jefa de enfermería clínica y oftalmología en la Universidad de Gales, en Cardiff. Agrega que, aunque parezca increíble, ésta será su misión voluntaria número 28 en Orbis en tan sólo 12 años. Durante esta odisea ha recorrido 13 países en tres continentes, atendido a más de 1,000 pacientes y capacitado a miles de enfermeras y profesionales del cuidado de la salud. Para ella, es la tarea más reconfortante de su vida. “Cuando participo en una campaña se me dibuja una sonrisa en el rostro que perdura hasta la siguiente misión”, dice, con ojos radiantes.

Un niño de 10 años camina confiado hacia el avión de la mano de su madre, una atractiva mujer vestida al estilo occidental. El chico tiene cabello negro y finos rasgos mongoles; sólo cuando se acerca al avión se hace evidente que tiene el ojo izquierdo casi totalmente cerrado. Para el joven Bold-Erdene Ganbold, esto es una racha de suerte; el día anterior, durante un examen en un hospital de la ciudad, lo habían seleccionado para que el equipo de Orbis lo operara. Sin la intervención especializada que este grupo puede ofrecerle, es probable que sufra un deterioro gradual de la vista y corra riesgo de quedar ciego del ojo izquierdo a causa de una afección conocida como ptosis, o caída del párpado superior.

Para complicar las cosas, en el mismo ojo tiene un absceso que brotó a raíz de una riña en el patio de la escuela hace unos meses; este incidente provocó la aparición de tejido cicatricial postraumático, lo que hace peligrar aún más su visión.

Ann-Marie conoció a Bold-Erdene en el hospital mongol, cuyo entusiasta personal había reunido tantos casos como pudo para que el equipo de Orbis los evaluara. Los pasillos estaban repletos de personas que habían llevado a sus hijos y otros familiares (algunos provenientes de lugares muy alejados) con la esperanza de que los eligieran para ser operados en el Hospital Oftalmológico Aéreo. Inevitablemente, muchos serían descartados, pero Orbis tiene dos criterios básicos para hacer la selección: en primer lugar, que el caso se preste para enseñar técnicas quirúrgicas al personal médico local, ya que transmitir conocimientos es uno de los objetivos esenciales de Orbis; en segundo lugar, que el cirujano tenga un grado razonable de certeza de que la operación será exitosa, pues las falsas esperanzas no ayudan a nadie.

Pero hoy es un día especial para los seleccionados. Ann-Marie le da la bienvenida a Bold-Erdene, a quien se le ilumina el rostro al reconocerla, y lo toma de la mano para llevarlo a él y a su madre a recorrer el avión. En la parte delantera, donde habría estado la sección de primera clase, se ubica la sala de conferencias, con 10 filas de asientos y un monitor enorme que permite al personal médico local observar a estos cirujanos expertos mientras realizan las operaciones y escuchar sus explicaciones. Hoy la sala está atestada con 48 estudiantes, algunos de los cuales tuvieron que quedarse de pie en el fondo, y varios intérpretes que traducirán las preguntas que los asistentes deseen hacer a los cirujanos mientras trabajan.

Cuando pasan a la parte central del avión a través de un angosto pasillo, Ann-Marie señala un cuarto grande llamado “clínica láser”, que también sirve de sala de espera para los pacientes y sus familiares; aquí es donde Bold-Erdene esperará junto a su madre hasta que lo llamen a la sala preoperatoria. En seguida está el quirófano, una sala esterilizada y herméticamente sellada, la cual cuenta con una camilla en el centro y media docena de lámparas de techo para iluminar al paciente. El lugar es pequeño; con el cirujano, Ann-Marie y tres estudiantes de enfermería locales queda repleto. Entre el quirófano y la sala de recuperación hay un pequeño espacio que se usa para esterilizar el instrumental y desinfectarse las manos antes de las operaciones.

Luego, en la parte trasera del avión, hay un habitáculo provisto de tres camas que funciona a la vez como sala preoperatoria y postoperatoria; la enfermera Angela Purcell está charlando y bromeando allí con Jonathan Lord, jefe de anestesistas del Hospital Oftalmológico Moorfields de Londres, y Lawrence Azavedo, anestesista pediátrico de Preston, Inglaterra. Forman un equipo alegre y motivado: los voluntarios y los miembros del personal se sienten muy orgullosos de la innovadora labor que realizan.

Por el momento Bold-Erdene y su madre tendrán que esperar en la clínica láser. El niño está sentado viendo un DVD de Frozen; es su película favorita, dice sonriendo.

Ann-Marie ya se está desinfectando en la sala preoperatoria para ayudar al doctor Yasser Khan en la primera de las cuatro operaciones programadas para esta mañana. Bold-Erdene es el segundo paciente de la lista.

Al cabo de 45 minutos Ann-Marie regresa a la clínica láser: la primera operación ha resultado exitosa. Le sonríe a Bold-Erdene, le acaricia la cabeza y le pregunta:

—¿Estás listo, hombrecito?

El niño le devuelve la sonrisa, y la toma de la mano para que lo lleve a la sala preoperatoria. Una vez dentro del iluminado recinto, Ann-Marie le presenta a Lawrence, quien saluda de mano a Bold-Erdene. Mientras la enfermera entra al quirófano, el anestesista ayuda al niño a subir a la camilla y luego lo cubre con una manta.

—Creo que tenemos aquí a un fanático de Frozen —dice Lawrence—. ¿Cuál es tu canción favorita?

Con una sonrisa tímida, el niño contesta que es Libre soy, y empieza a cantarla. Mientras el chico hace una perfecta interpretación del tema musical de la película ante un público de profesionales médicos extasiados con su afinada voz, Lawrence aprovecha para inyectarle un anestésico local en el dorso de la mano.

—Con un poco de esto te vas a sentir tranquilo —le dice. 

Cuando Bold-Erdene termina de cantar el primer verso y el estribillo, todos aplauden. Entonces Lawrence le pregunta qué le gustaría hacer cuando sea grande.

—Cantar en musicales sobre un escenario —responde el niño.

Mientras Bold-Erdene comienza a entonar el segundo verso de la canción, Lawrence le inyecta una dosis de anestésico general en la mano. La voz se va apagando poco a poco, y al final el niño se queda dormido.

El equipo lleva la camilla hasta las puertas del quirófano; Ann-Marie, que lleva puesta una mascarilla, sujeta el extremo de la camilla y de un tirón la hace pasar a través de las puertas, que se cierran herméticamente para garantizar un ambiente interior estéril. El doctor Khan, de Toronto, Canadá, se sienta junto a la camilla, con Ann-Marie a su lado y tres enfermeras mongolas a corta distancia. Una lámpara ilumina el rostro de Bold-Erdene.

Yasser Khan encaja perfectamente en el perfil del cirujano voluntario de Orbis; es un oftalmólogo excepcionalmente bien calificado que se especializa en cirugía correctiva y reconstructiva postraumática. Además de ejercer su profesión en un consultorio privado, es director del programa de becas de cirugía plástica oftalmológica de la Universidad McMaster, en Hamilton, Canadá.

El médico se inclina sobre el rostro de Bold-Erdene para comenzar la intervención y explicar el procedimiento sobre la marcha; aparece en primer plano en el monitor de la sala de conferencias, y los 48 estudiantes de medicina asistentes observan con atención sus movimientos. Ann-Marie se halla a la izquierda de él, y le va pasando los instrumentos quirúrgicos que Khan le pide, o que sabe que va a necesitar a continuación.

El cirujano se vuelve unos momentos hacia la cámara y explica que hay una complicación que se suma a la lista de problemas oculares de este valiente niño: una obstrucción del conducto lagrimal. Si no se corrige la anomalía, Bold-Erdene seguirá produciendo lágrimas en cantidad excesiva, lo que lo expondrá a contraer infecciones y quizá a perder la visión. Con voz pausada y expresión serena, Khan señala que solucionar este problema no es el objetivo principal de la operación; sin embargo, como de todos modos tiene que operar el ojo, dice que es probable que repare eso también. Lo que hace a continuación no es para gente impresionable: la pantalla muestra el ojo en primer plano, y Khan realiza una incisión en él que hace brotar un fuerte chorro de sangre y deja ver grasa blancuzca en la parte seccionada.

Por espacio de una hora, el cirujano describe pacientemente lo que está haciendo; la ptosis congénita ha empeorado mucho a causa del tejido cicatricial que se formó después del traumatismo, y es más extenso de lo que Khan había temido. No obstante, sigue operando al niño con gran serenidad y destreza.

El oftalmólogo señala luego un espacio entre el ojo y el párpado a través del cual Bold-Erdene ha perdido mucha grasa y tejido, y del que Khan debe ocuparse antes de poder corregir el descenso palpebral. Finalmente, llega el momento de concentrarse en el objetivo principal de la operación: corregir la ptosis. Después de ajustar uno de los músculos de sostén para fortalecerlo, el médico se vuelve hacia Ann-Marie, sonríe y dice:

—Bien, ya terminamos. Hemos conseguido un buen resultado.

Trasladan al niño a una cama en la sala postoperatoria, y Ann-Marie se quita la mascarilla y se sienta a su lado. Al cabo de unos 20 minutos, el niño comienza a volver en sí, y Ann-Marie pide que alguien llame a la madre; mientras tanto, Bold-Erdene termina de despertar y se sienta, asido de la mano de Ann-Marie. Su madre entra corriendo y, sin decir ni una sola palabra, se abrazan.

 

Veinte minutos después, el niño ya está listo para dejar el avión y pasar la noche en el hospital de la ciudad, donde el doctor Khan lo examinará a la mañana siguiente. Ann-Marie lo ayuda a bajar la escalinata de la aeronave. Cuando llegan al hangar de carga, Bold-Erdene se detiene para darle un abrazo de despedida. Ahora, un auto los llevará a él y a su madre al hospital. Ha sido una operación más para Ann-Marie y el equipo de Orbis, pero para el niño y su familia, es una bendición que les cambiará la vida.

¿Podría Ann-Marie explicar en pocas palabras qué la impulsa a realizar todas estas tareas de forma voluntaria? Tras pensarlo un momento, responde: “Soy del oeste de Irlanda, de un pequeño pueblo llamado Boyle. Nunca, ni en mis sueños más fantasiosos, pensé que tendría la oportunidad de volar por todo el mundo y usar mis habilidades para dar tanta felicidad a tantas personas y cambiar vidas para las generaciones venideras”.

Luego, se da media vuelta y sube de nuevo al avión por la escalinata. Después de todo, todavía le quedan dos operaciones más en el día.

 

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