Este es el lugar más frío del planeta
Para la mayoría de la gente, la aldea de Oimiakón no figuraría en su lista de destinos de viaje. Esta aldea está situada en Rusia.
Para la mayoría de la gente, la aldea de Oimiakón no figuraría en su lista de destinos de viaje.
Es el lugar habitado más frío del mundo, situado a menos de 500 kilómetros del Círculo Polar Ártico, en la tundra rusa. Para el fotógrafo neozelandés Amos Chapple, en cambio, viajar a ese sitio era algo que no debía perderse.
Trabajaba como profesor de inglés en Rusia para financiar su trabajo itinerante, y hacer un viaje a Oimiakón le pareció la oportunidad de emprender un proyecto fotográfico único.
Para llegar a la remota aldea, que en 1933 estableció el récord de ser el lugar más frío de la Tierra al registrar una temperatura de -67.7 °C, Chapple tuvo que trasladarse primero a Yakutsk, la capital de Sajá, ubicada a seis zonas horarias de Moscú.
En Yakutsk las temperaturas rondan los -40 ºC en enero, pero es una ciudad con una economía muy activa, sostenida por los recursos naturales que la rodean: diamantes, petróleo y gas en abundancia.
Yakutsk cuenta con una sola vía principal de acceso y salida. Conocida como “camino de los huesos”, la Carretera Kolima fue construida por los reclusos de los campos de trabajo forzado durante el régimen de Stalin.
Oimiakón se encuentra a unos 920 kilómetros de Yakutsk, y para llegar allí Chapple tuvo que viajar dos días, pidiendo a conductores que lo llevaran y compartiendo camionetas alquiladas.
A la mitad del trayecto se encontró varado en una gasolinera. “Pasé dos días allí comiendo carne de reno”, cuenta Chapple, refiriéndose a la pequeña cafetería anexa, que irónicamente se llamaba Café Cuba y servía sólo esa vianda durante el largo invierno.
“Esa carne es el alimento básico de la tundra”. La carne de reno no es lo único que consumen los habitantes de la región más fría de la Tierra, pero su dieta se basa principalmente en la carne.
Chapple también comió un plato de macarrones con trozos congelados de sangre de caballo, y una especialidad de la cocina de Yakutsk: pescado congelado cortado en lonchas finas. “Básicamente es como el sashimi congelado, y sabe de maravilla”, afirma.
“Por alguna razón, la textura del pescado congelado, combinada con los bocados calientes del final, adquiere un sabor delicioso, muy diferente a todo”.
Cuando llegó a Oimiakón, cuya población es de unos 500 habitantes permanentes, Chapple se quedó sorprendido de lo vacío que parecía el pueblo. “Las calles estaban totalmente desiertas”, recuerda.
“Yo esperaba que los aldeanos estuvieran acostumbrados al frío, y que todos los días hubiera actividad en las calles, pero la gente estaba encerrada en sus hogares debido al frío. Me sentí absolutamente desolado. Todo estaba ocurriendo puertas adentro, y nadie en la aldea me invitaba a entrar a su casa”.
Durante las horas que Chapple pasó vagando por la aldea, sus únicos compañeros fueron los perros callejeros y algunos borrachines (el alcoholismo es un problema común en Oimiakón). Sin embargo, la vida en el pueblo no se detiene. Las escuelas no cierran, a menos que la temperatura sea inferior a 50 ºC bajo cero.
Los granjeros llevan sus vacas al abrevadero de la aldea —un manantial de aguas termales que todo el tiempo apenas sobrepasa el punto de congelación—, y después las conducen de vuelta a sus establos con paredes revestidas.
El manantial de aguas termales es la fuente vital del pueblo, su única razón de existir: antaño, los pastores de renos llevaban a sus animales al manantial para que bebieran agua y no murieran deshidratados, y regresaban una y otra vez hasta que el sitio se volvió un asentamiento permanente (Oimiakón significa literalmente “agua que no se congela”).
Vivir en el lugar habitado más frío de la Tierra tiene otros inconvenientes. Por ejemplo, casi todos los “cuartos de baño” se hallan al aire libre porque tenerlos dentro de las casas supone un gran desafío, ya que las tuberías se congelan.
Los aldeanos tienen coches, pero la mayoría los dejan encendidos al aire libre, a veces toda la noche, para que las piezas del motor no se congelen. Aun así, a veces hacen falta medidas más extremas.
“Un hombre del pueblo en cuya casa me alojé dejó encendido el motor de su vehículo toda la noche”, recuerda Chapple, “pero, a pesar de eso, el eje de transmisión estaba completamente congelado a la mañana siguiente.
Sin inmutarse, el hombre sacó un soplete, se tendió debajo del camión y empezó a calentar la pieza congelada con la llama. ”Me quedó claro que un pequeño soplete forma parte del equipo de supervivencia necesario para vivir en Oimiakón”.