Historias de Vida

Los mejores días para viajar a Grecia

Una mujer y su hija descubren el placer de visitar Grecia sin las multitudes.

Ve a Grecia, no vayas, ve, no vayas: las voces de apremio se repetían y mezclaban en mi cabeza.

—¿Estás segura de que quieres viajar a Grecia con Kathleen en noviembre? —me preguntó mi esposo—. El tiempo podría ser un fastidio.

Mi hija Kathleen es una chica con iniciativa, así que rápidamente buscó en Google “Tiempo en Atenas en noviembre”.

—En ese mes en Grecia las temperaturas son un poco más tibias que en la Ciudad de Nueva York —dijo—, y aunque llueve, no es a cántaros. En cuanto a los mares agitados, podríamos viajar sólo en avión, y comer todas las tartas rellenas de espinacas recién horneadas que nos dé la gana. Imagínate eso y querrás ir.

—Tienes que ir —me dijo mi amigo Larry, quien había viajado a Santorini el año anterior, en noviembre—. Las puestas de sol son bellísimas en esa isla y, según dicen, allí estaba situada la mítica Atlántida. Es un paraíso. Lo único que necesitas es una chaqueta gruesa con capucha.

Animada por esas palabras, reservé vuelos a Atenas y a dos islas griegas: Santorini (¡por supuesto!) y Creta. Afamada por sus playas y numerosas ruinas antiguas, que mis padres disfrutaron mucho en una visita hace años, como el Palacio de Cnosos, Creta es la más meridional de las islas de Grecia, lo que significa un alto potencial de sol, calor y disfrute.

¡Ve, ve, ve!…

El sol de una tarde de sábado nos recibió en el Aeropuerto Eleftherios Venizelos de Atenas. Durante los días siguientes Kathleen y yo devoramos un montón de tartas rellenas de espinacas (spanakopita) crujientes, ensaladas de pepino, tomate, queso feta y aceitunas, y varios platos que no conocíamos. No había largas filas de turistas en los lugares imperdibles de Atenas, como la Acrópolis, el Museo Arqueológico y el viejo Estadio Panathinaikó. Recorrimos las ruinas de Delfos, sede del famoso oráculo y del ónfalo, o centro del universo.

“Quiero experiencias que me despierten y emocionen”

El martes, la fuerte lluvia nos obligó a correr todo el día entre museos y tiendas. El vuelo del día siguiente a Santorini fue agitado: hubo fuertes ráfagas de viento que nos revolvieron el estómago.

—Lo siento mucho —dijo la sobrecargo—. La tormenta se estancó.

El pueblo de Fira, que cuelga al filo de un acantilado y normalmente es un destino turístico muy fotografiado, estaba frío, lluvioso, envuelto en la niebla… y vacío. La tierra apenas se distinguía del mar. Con la lluvia bañando nuestras caras y el viento azotando nuestras chaquetas, Kathleen y yo bordeamos el acantilado hasta el hotel y nos registramos para una estancia de tres noches; éramos las únicas huéspedes. Mientras subíamos las escaleras que conducían a nuestro bungalow excavado en la roca, una ráfaga de viento nos empujó hacia lo que nos habían dicho que era una caída de 150 metros al Mediterráneo, aún oscurecido por la niebla.

Muy asustadas, nos refugiamos en nuestras habitaciones. Tratamos de leer un poco, y preparamos un té con miel para relajarnos y asentar el estómago revuelto.

—No es así como quiero pasar mis vacaciones —dijo Kathleen, que no había sonreído en horas—. Quizá la tormenta no esté llegando a Creta. ¿Podemos volar allá más tarde?

Su pregunta reflejaba mis propios pensamientos, pero me sentía atada de manos. No podíamos irnos: acabábamos de llegar, perderíamos el dinero del hospedaje y del alquiler del coche, y el cambio de vuelo nos costaría mucho. Además, me vería obligada a decirle a mi esposo —que nos había aconsejado no hacer el viaje— que no habíamos podido ver nada en Santorini, excepto una foto que había en el bungalow y que mostraba una iglesia de paredes blancas y cúpula azul con vista al mar: una de las más de 250 iglesias que hay en la isla, de 18 kilómetros de largo.

—No tenemos que decidirlo en este momento —respondí—. Esperemos un día al menos.

—Está bien —convino mi hija.

¿Qué? ¿De dónde salió ese cambio de actitud, esa condescendencia? Con un tono alegre que me tomó por sorpresa, Kathleen agregó:

Démosle una oportunidad a este sitio. Acabo de darme cuenta de algo: quiero aventuras cuando viajo, no las predecibles vacaciones en la playa. Quiero experiencias que me despierten y emocionen, así que, si no está haciendo mucho frío y tampoco lloviendo, me gustaría explorar la isla y ver por qué tantas personas la consideran un paraíso.

Sacamos ropa de las maletas y nos pusimos blusas de manga larga, sudaderas con capucha, chalecos acolchados, chalinas y guantes. Envueltas con este atuendo un poco ridículo, nos lanzamos a la aventura.

Había dejado de llover, así que subimos al auto y nos dirigimos al sur de la isla por un camino sinuoso. Para llegar al antiguo pueblo de Tera, situado en lo alto de una colina, donde hay restos de algunas casas y del ágora, o mercado, tuvimos que cruzar muy despacio un angosto puente de tierra resbaladiza, con un inquietante precipicio de 370 metros de un lado y una escarpada ladera del otro.

—¡¿Puedes creer esto?! —exclamó Kathleen, eufórica por haber llegado al otro lado a salvo—. Estamos recorriendo un sendero abierto por los griegos hace miles de años. Quizá ellos lo recorrían todos los días, pues sus granjas estaban en terreno plano cerca del mar, allá abajo.

Aunque la lluvia se desató otra vez, decidimos quedarnos un día más en la isla para ir a conocer Oia, otra aldea construida sobre un acantilado. Una sonriente mujer se acercó a nosotras en una calle desierta y, en un inglés impecable, nos preguntó:

—¿No les gustaría venir un rato a la fiesta de mi iglesia?

La iglesia ortodoxa griega a la que se refería era más bien pequeña. Varias decenas de mujeres vestidas de negro cantaban y charlaban en una esquina; eran más personas de las que habíamos visto en todo el pueblo. Nos pusieron copas con vino tinto dulce en las manos mojadas. Una vez que cesó la lluvia, salimos de la iglesia y nos maravillamos ante la vista de la aldea, al borde del acantilado.

“El terremoto de 1956 provocó un daño inmenso”, dijo nuestra anfitriona, señalando unas casas abandonadas excavadas en la roca, conocidas como skafta.Fue el mayor sismo del siglo XX en el mar Egeo. No fue tan devastador como la erupción volcánica de 1650 a.C., que hizo estallar el centro de la isla, pero derrumbó muchas casas; algunas cayeron al mar. Sin embargo, como hace miles de años, la vida siguió su curso”.

Mientras imaginábamos cómo ocurrieron esos hechos, la mujer entró a la iglesia otra vez, y salió de ella con dos platos en las manos.

—Prueben estos bollos —nos dijo, sonriendo—. Las semillas les darán buena suerte.

Los bollos estaban rellenos de ajonjolí crujiente. El gesto de hospitalidad de la mujer nos alegró el alma.

Nos habían dicho que en la isla hay playas de arena negra, y también de arena roja. Nos dirigimos a una de ellas. No nos molestó que los restaurantes con vista al mar estuvieran vacíos; eso significaba que la playa era toda nuestra. Nuestros pies se hundían en la húmeda arena negra y dejaban hondas huellas.

“Nos pusieron copas con vino tinto dulce en las manos mojadas. Una vez que cesó la lluvia, salimos de la iglesia y nos maravillamos ante la vista de la aldea, al borde del acantilado”

Luego llegó la hora de cenar. No necesitamos hacer reservación. En un restaurante llamado Poseidón, en nuestra tercera noche en la isla (nos quedamos el tiempo planeado y vimos la icónica iglesia de cúpula azul de Fira), esperamos un largo rato a que nos sirvieran lo que pedimos: calamares rellenos de alcachofa y mero a la plancha con salsa de tomate y aceite de oliva.

—Su cena estará lista en unos momentos —nos dijo el mesero con una sonrisa nerviosa—. El chef está ocupado estudiando algo hermoso.

Al ver nuestro desconcierto, el hombre confesó la verdad:

—Salió a fumar un cigarrillo, vio una chica hermosa y empezó a coquetear con ella hasta que el dueño lo llamó a gritos…

En vez de enojarse y protestar, mi hija soltó una carcajada.

Me di cuenta de que Kathleen había tenido un grato cambio de actitud desde que llegamos a la isla. Había adoptado la postura de “dejarse llevar”, y me estaba contagiando. Más tarde me dio una explicación:

—¿Sabes, mamá?, no se puede tener una vida positiva con una mente crítica y negativa. Estoy aprendiendo que los griegos de la actualidad tienen un maravilloso sentido del tiempo y sus prioridades.

Mi hija estaba cambiando realmente. Tras su queja del primer día por el mal tiempo, había ayudado a disipar los nubarrones que oscurecían mis pensamientos y mi estado de ánimo. Su cambio de actitud revelaba una valiosa comprensión de la imprevisibilidad de los viajes y de la vida. Su nueva visión era que trataría de hacer frente con gracia y buena disposición todo lo que se le presentara.

Varios días después, en la isla de Creta, soleada y tibia como esperábamos, seguimos disfrutando los placeres de viajar en temporada baja, con playas, museos y lugares históricos vacíos. Por ejemplo, tardamos sólo media hora en trasladarnos a la moderna ciudad de Heraclión para visitar el Palacio de Cnosos. En esencia, venir a Grecia fue un viaje en el tiempo a alrededor de 1700 a.C., o eso sentimos porque, de nuevo, éramos las únicas que estábamos allí. Bueno, además del guardia de la entrada y cuatro pavorreales de plumas iridiscentes.

—Pellízcame —dijo Kathleen.

Estábamos viendo esta vez un toro de frente… en un fresco antiguo.

—No puedo creer que estemos en el mismo palacio de Grecia que hace años visitaron mis abuelos —añadió—. Estoy feliz de que hayamos viajado a Grecia en temporada baja.

La gracia nos rodea. El reto consiste en dejar ir las ansiedades y las preocupaciones, la tendencia a quejarnos, que puede llegar a envolvernos como la niebla griega. Una disposición alegre, dondequiera que uno esté, puede hacer que esa gracia resplandezca y limpie el aire para todos. Eso, ¡y una chaqueta con capucha!

Elinor Allcott Griffith, Adaptado de The Virtues of Cooking

Staff

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