El niño de la bicicleta
En Ruanda, país destrozado por la guerra, Steve Madden conoció a un chico que tenía mil motivos para odiar.
Trabaja con la energía, la dedicación y, quizá, la habilidad de un mecánico del doble de su edad.
Mantiene agachada la cabeza, hablando para sus adentros, mientras se concentra en su tarea: colocar pedales engrasados a una de 120 bicicletas que vamos a ensamblar aquí para donarlas a una organización caritativa de Ruanda, con el fin de que las personas que las reciban puedan transportarse a su trabajo, a la escuela o a un pozo de agua limpia.
Parece tener la misma edad que mis hijos gemelos, quienes cursan el tercer grado de primaria.
Llevamos una hora trabajando juntos en un pequeño auditorio dentro de un complejo tapiado en las afueras de Kigali, la capital del país. Un coro ensaya en algún lugar del exterior, y la etérea música acompasa el descenso de las nubes por los barrancos verdes de los montes que definen Ruanda.
Aunque él no habla inglés ni yo hablo kiñaruanda, nos comunicamos con la señal universal de pulgares arriba, asentimientos con la cabeza y la frase “No hay problema”. Trabajamos en equipo.
El niño tiene una sonrisa como ninguna que haya yo visto en más de seis años de trabajar con organizaciones africanas de ayuda, ensamblando bicicletas para donarlas a grupos altruistas.
He conocido muchas personas muy trabajadoras, en verdad admirables, pero hay algo especial en este chico que me ha cautivado el corazón, más que los otros niños que trabajan con los voluntarios en el complejo.
Tal vez sea porque me hace pensar en mis tres hijos, quienes están a un mundo de distancia en un suburbio en Estados Unidos. Quizá sea su calidez, que demuestra sin el menor artificio.
Los ojos le brillan, al igual que los dientes, y mi fatiga por el cambio de huso horario se disipa cuando este chico, cuyo nombre no sé ni logro averiguar, se llena de orgullo y alegría cuando por fin le coloca los pedales a la bicicleta.
Alzo los pulgares y de nuevo él sonríe. A lo largo de esta húmeda mañana ensamblaremos unas 15 bicicletas, la mitad de las que podría yo armar trabajando solo.
Cada vez que me detengo para explicarle algo, me toma de la mano. Cuando hacemos una pausa para tomar un poco de té, vuelve a asirme de la mano, y yo le doy unos caramelos.
Una mujer vestida con un atuendo tradicional se acerca y, sin mirarme, reprende al chico y le pega en la mano para que suelte los dulces. Me quedo atónito, pero los métodos de crianza en África central son diferentes de los que usamos en Nueva Jersey.
Así que permanezco callado mientras él lucha por contener las lágrimas. Luego me toma de la mano y me lleva de nuevo hasta las bicicletas. Dos minutos después, vuelve a mostrar su sonrisa, y esta vez soy yo quien trata de reprimir el llanto.
Sigue armando bicicletas con la misma dedicación de toda la mañana; con cada una aumenta la calidad y rapidez de su trabajo. Cuando decido hacer una pausa, al filo de las 3 de la tarde, y le indico a señas que se acerque a beber té y comer caramelos, sólo sonríe y sigue en su tarea, aunque la bomba para inflar las ruedas todavía lo confunde.
Pedirle a un niño (e incluso a un adulto) que ensamble bicicletas todo el día sin montar una de ellas equivale a torturarlo. Así que hacia las 5 de la tarde lo llevo afuera con una bicicleta y le hago señas para que la monte y dé una vuelta.
Como no entiende las señas, le pido a un traductor que le diga lo que quiero. Al oír la noticia, al chico se le iluminan los ojos, y aunque la bicicleta está hecha para un conductor mucho más alto que él, sin titubear lanza una pierna por encima del asiento, se acomoda en él y se va bamboleando por un callejón hasta doblar la esquina.
Mientras espero allí, con una llave de tuercas en la mano, me invade una sensación de cansancio. Me viene a la mente la tibia tarde de un domingo de septiembre de hace unos años, cuando mi hijo Luke me pidió que le quitara a su bicicleta las rueditas de entrenamiento.
De inmediato dominó la bicicleta sin las rueditas y se alejó por la calle. En una de las grandes paradojas de la paternidad, acababa yo de darle los medios para irse de mi lado. Fue como si le hubiera dicho: “Te quiero tanto, que te enseñaré a dejarme. Porque si hice bien mi trabajo, siempre regresarás a mí”.
Tal vez sea la fatiga por el cambio de huso horario, o quizá me esté pasando el efecto del té, pero los ojos se me humedecen. Me los seco y miro el callejón, en espera del niño. Pero no lo veo regresar. Lo imagino dirigiéndose a un lugar donde su amor sea correspondido, y su calidez, valorada. Yéndose para siempre.
De pronto, una bicicleta pega contra mi pierna derecha y dejo caer la llave. Allí está el niño, tras haber recorrido todo el complejo. Riendo a carcajadas, con los pies firmes en el suelo, me toma de la mano y me lanza su mejor sonrisa.