El niño extraviado que no podía pedir auxilio porque era autista

Robert Arthur Wood, hijo, es un torbellino de chispeantes ojos azules. Tiene ocho años, pesa 32 kilos, mide 1.36 metros de estatura, y cuando pelea por un juguete con su hermano Ryan (un año menor que él), no da tregua.

Sin embargo, Robert no puede hablar, ir al baño solo, nadar o sentarse a ver una película. tiene autismo profundo.

Ryan, quien padece el mismo mal pero en forma más leve, abraza y besa a su hermano. Robert no es tan afectuoso, pero, al igual que muchos otros niños autistas, es intrépido.

Antes de entrar al kínder, le gustaba trepar encima del televisor y el refrigerador. También le agrada deambular. En el supermercado, su madre, Barbara Locker, lo sigue sentando en el carrito de las compras. Si un adulto no lo sujeta de la mano o de la camisa, puede echar a correr y escaparse.

Eso ocurrió el 23 de octubre de 2011, una soleada tarde de domingo. Después de almorzar, el padre de los niños, Robert Wood, de 34 años, y su novia (Barbara y él están separados) llevaron a los chicos a dar un paseo en el Parque North Anna Battlefield, de 32 hectáreas, situado a 15 minutos del hogar de los niños, en Ruther Glen, Virginia.

No era una caminata fácil

Las agrestes tierras del centro de Virginia, donde en 1864 los generales Ulysses Grant y Robert Lee libraron una épica batalla por la cercana ciudad de Richmond, están cubiertas de matojos, enredaderas y plantas con espinas que rasgan la piel, y en ellos abundan barrancos y pantanos donde medran coyotes, gatos monteses, mosquitos y serpientes.

Dentro del parque, angostos senderos se internan en tupidos bosques. Cerca de los restos de una fortificación confederada hay un risco de casi 30 metros de altura, sin barandilla. Abajo, el impetuoso río North Anna se abre paso entre las rocas.

Nada separa los otros límites del parque de una enorme cantera abierta de grava, donde todo el día se oye el traqueteo de camiones de volteo, máquinas excavadoras y trenes de carga, así como el estruendo de explosiones controladas. Es un reino de aventuras para cualquier niño, sea autista o no.

Hacia las 2:30 de la tarde, mientras los cuatro caminantes descansaban tras haber recorrido un kilómetro y medio, Robert echó a correr por un sendero sin que su padre ni la novia se dieran cuenta. Como iba vestido con una camisa roja de manga larga y pantalones y zapatos tenis azules, no habría sido difícil localizarlo, pero en un instante desapareció.

Una hora después, la oficina del alguacil estaba recorriendo la zona con perros de rescate. Éstos siguieron el rastro de Robert hacia el río. Como a muchos niños autistas, a Robert lo obsesiona el agua. Estos chicos suelen ser hipersensibles a ciertos estímulos, y algunos expertos suponen que el agua los tranquiliza. Y aunque Robert no sabe nadar, él cree que sí puede hacerlo.

Una vez que echó a correr por el sendero y se alejó, es probable que lo haya atraído cualquier cosa que despertara su curiosidad: rocas para trepar, árboles para examinar, el encanto del silbato de un tren. Si no fuera porque en aquel parque abundan las serpientes, habría sido el lugar perfecto para jugar a las escondidas.

A partir de los cuatro años de edad, los niños por lo general se dan cuenta cuando se extravían y buscan a sus padres. Pero Robert es distinto.

Torcerse un pie o sentir punzadas de hambre no lo hacen llorar. No le dan miedo ni la oscuridad ni los “monstruos”, así que no se asustaría al caer la noche. Por el contrario, si oyera pisadas de personas acercándose en el bosque, bien podría creer que es un juego y buscar un escondite.

Una búsqueda sin pistas

Al pasar las horas sin dar con pistas de Robert, las autoridades pidieron apoyo a los condados aledaños, a la Policía Estatal de Virginia y a grupos locales de búsqueda. También emitieron un mensaje de alerta sobre el niño extraviado a todos los teléfonos fijos de la zona. Los vecinos empezaron a buscar en sus jardines y en las cercanías de sus hogares.

En la mañana del lunes, cuando estaba en su trabajo como técnica de diálisis, la abuela materna de Robert, Norma Jean Williams, de 58 años, se enteró de que su nieto se había extraviado. Uno de sus compañeros había escuchado la noticia en la radio.

Norma subió a su camioneta Dodge modelo 2003 y condujo hasta el Parque Battlefield. Un agente de policía la detuvo en la entrada. Le dijo que no se permitía el acceso a nadie porque en ese momento el parque se consideraba el escenario de un posible delito.

Como la abuela y los padres del niño podían sufrir una crisis nerviosa y caminar por el parque era peligroso y extenuante, las autoridades no les permitieron sumarse a la búsqueda. Norma estacionó su vehículo y dijo que no se movería de allí hasta que apareciera su nieto.

Al transcurrir las horas, la angustia de la familia fue creciendo. Los condados y la policía estatal enviaron brigadas con perros a los bosques y campos cercanos. Equipos tácticos de buzos se dirigieron al río.

Varios helicópteros sobrevolaban el parque, provistos de cámaras infrarrojas para detectar calor corporal a través del humo y la niebla. ¡ —audibles a tres o más kilómetros a la redonda— con la esperanza de atraer a Robert.

El martes por la mañana, el frustrado alguacil que dirigía la búsqueda tuvo que cederle el control a un experto: Billy Chrimes, del Departamento de Manejo de Emergencias de Virginia.

“Dadas las circunstancias, creí que encontraríamos al niño antes de que anocheciera”, cuenta este hombre franco y optimista habituado a los rigores de la naturaleza. Después de todo, contaban con tecnología avanzada, perros, helicópteros y centenares de personas buscando, además de alpinistas y equipos a caballo y en kayak.

A las 2:30 de la tarde, Robert ya llevaba 48 horas extraviado. En casa le daban medicamentos para que durmiera en un horario regular. “Solía despertar a las 3 de la madrugada y se ponía a jugar como si fuera el mediodía”, dice su madre.

Eso significaba que el niño deambularía de noche en el bosque y probablemente varias horas del día, así que podrían avistarlo si estuviera moviéndose.

Las brigadas creyeron haber dado con una pista cuando Matt Crist, el adiestrador de perros de la oficina del alguacil, encontró huellas de pisadas a 800 metros al este del sitio donde Robert fue visto por última vez, en un banco de arena cerca del río. Él y su hermano usaban el mismo tipo de zapatos tenis Nike, con pequeños cuadros en la suela. Aquellas huellas eran del tamaño correcto, pero mostraban rayas y ranuras en vez de cuadros. No podían ser de Robert.

Cuando un niño se extravía, las comunidades de esta zona se unen a la búsqueda. El miércoles, antes del amanecer, la gente empezó a registrarse en el centro de voluntarios. Otros vecinos bien intencionados recorrieron el parque y el río a pie, en vehículos todoterreno, a caballo y hasta en tablas de surf. Ese día se desplegaron 940 voluntarios en total, lo cual fue tanto una bendición como un problema: por un lado, el gran número de voluntarios permite buscar en una zona más extensa; por el otro, el exceso de personas borra las huellas de pisadas y contamina las fuentes de olor que los perros de rescate deben encontrar.

A lo largo de la mañana, cientos de voluntarios caminaron kilómetros a través de bosques tupidos y salpicados de pantanos, muchos de ellos oprimiendo botellas de plástico vacías y haciendo un ruido gutural que a Robert le gustaba. Se desplegaron en anchas filas por los maizales, buscaron en trincheras de la Guerra Civil y revisaron a gatas bajo los porches de las casas de todas las fincas.

Muchos de los voluntarios también tenían hijos autistas. Uno de ellos, un empresario de Dallas, decidió no tomar su vuelo de regreso tras una junta de negocios en Richmond, compró unos pantalones de mezclilla y unas botas, y se unió a la búsqueda.

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