Los migrantes que huyen de África a Europa tienen un amigo en el Vaticano: un eritreo exiliado que ha brindado ayuda a miles de personas desesperadas. 

En un apartamente del Vaticano suena un teléfono celular. El padre Mussie Zerai contesta la llamada, y al instante reconoce la voz de un compatriota suyo al otro lado de la línea.

—¿Padre Mussie? —pregunta Yonas Debesay, de 19 años, quien le dice que se halla a bordo de un barco pesquero que está a punto de hundirse en medio del Mediterráneo.

El fornido sacerdote, de 33 años de edad, percibe pánico en la voz del joven, así que se apresura a hacerle una serie de preguntas que ya se ha acostumbrado a formular:

—¿Cuántas personas hay a bordo?

Son 200, entre ellas mujeres embarazadas y niños, en un barco construido para transportar a 80.

—¿Cómo está el mar?

—Terrible, padre. Nos estamos hundiendo cada vez más.

—Necesito conocer la ubicación exacta del barco. Dime la lectura del GPS de tu teléfono.

El número telefónico de Mussie Zerai es bien conocido: está escrito en los muros de los campos de refugiados de todo el norte de África, y se ha encontrado inscrito en las barandillas de los barcos que en 2014 trasladaron a 170,000 refugiados a las costas de Italia (cuatro veces más que en 2013), la mayoría de ellos de Eritrea y Siria. Y la oleada continúa: en mayo pasado, en un lapso de 24 horas, más de 4,200 migrantes que intentaban llegar a Europa fueron rescatados de embarcaciones en el Mediterráneo. 

El dato más escalofriante de todos es que, desde el comienzo del siglo, en el Mediterráneo han muerto más de 30,000 personas que huían de la guerra y la tiranía en sus países. Se calcula que, de enero a abril de este año, 1,770 migrantes se ahogaron mientras trataban de llegar a Europa.

Cuando el desesperado Yonas hizo aquella llamada telefónica, en 2008, Zerai decidió que ni el joven ni sus compañeros refugiados se sumarían a las víctimas. Telefoneó a la oficina central de la Guardia Costera italiana en Roma, y en menos de una hora una nave de esa dependencia encontró a los refugiados, cuyo barco se dirigía a la pequeña isla de Lampedusa, situada al sur de Sicilia.

Zerai ha salvado miles de vidas de esta forma. También es un personaje muy conocido en Lampedusa y en otros puntos de ingreso a Europa por ofrecer consuelo y ayuda práctica a quienes buscan asilo. Muchos migrantes han visto morir ahogados a sus compatriotas cuando los vetustos barcos de traficantes en los que viajaban se hundieron. En medio del terror y la confusión, Zerai es una voz serena que habla en un idioma que los migrantes entienden.

Por su labor pastoral y humanitaria, es candidato al Premio Nobel de la Paz 2015. Uno de los más influyentes impulsores de Zerai para ganar este premio es Kristian Berg Harpviken, director del Instituto de Estudios sobre la Paz de Oslo. “La migración a través del Mediterráneo es un desastre humano cada vez más grave”, señala. “Que se concediera el Nobel de la Paz a una persona por su valentía e integridad sería particularmente oportuno este año”. Al parecer, el padre Zerai comprende profundamente la penosa situación de los refugiados porque en otro tiempo él también fue un extraño sin un centavo en el bolsillo en una tierra desconocida.

 

Mussie Zerai nació en Asmara, la capital de Eritrea, en 1975, y es el quinto de ocho hermanos. Se crió en un territorio asolado por conflictos que Etiopía, su vecino marxista, se había anexado ilegalmente. Los primeros años de vida de Mussie transcurrieron en el marco de una cruenta guerra por la independencia que duró 30 años y que los eritreos finalmente ganaron, en 1991. 

Zerai aún recuerda cómo se sacudían las paredes de su casa al estallar las bombas. “Tenía apenas cinco años, pero no he olvidado el aterrador estruendo de los aviones, los tanques y los proyectiles mientras corría con mi familia hasta un refugio subterráneo”, cuenta. Pero la vida cotidiana seguía su curso, y desde pequeño Mussie empezó a aprender italiano. “Eritrea alguna vez fue una colonia italiana, y muchos adultos en mi familia aprendieron italiano; cuando querían discutir algo en privado, usaban esa lengua. Yo siempre fui muy curioso. ¡Quería saber de qué hablaban!”

Su infancia se vio alterada por dos sucesos devastadores. Su padre, Zerisenay, un destacado ingeniero civil, fue hecho prisionero por los etíopes, que estaban reclutando profesionales de Eritrea. “Mi padre se las arregló para sobornar a sus captores y salir de prisión en 1979”, refiere. “Al igual que los refugiados de hoy, escapó a pie y consiguió llegar a Sudán, después a Arabia Saudí y finalmente a Roma, donde había estudiado la universidad”. Luego, en 1982, cuando Mussie tenía siete años, murió su madre, Silas, y su abuela viuda, Kudusan, quedó a cargo de los ocho hermanos (cinco varones y tres niñas). “Era una mujer muy fuerte, apasionada, luchadora. Era católica. Iba a misa a diario, y ella me hizo conocer el poder de la fe religiosa”, dice.

La mitad de los eritreos son cristianos, en su mayoría ortodoxos: sólo 5 de cada 100 son católicos. Al verse sin sus padres, Mussie se refugió en la iglesia. “Los frailes franciscanos y los demás feligreses se convirtieron en mi familia”, cuenta. “Jugaba futbol con mis amigos y hacía lo que hacen todos los muchachos normales, pero quería ser parte de una comunidad más grande para poder aportar algo y ayudar a la gente”.

A los 14 años de edad Zerai anunció a su abuela que quería ser sacerdote. Tres años después, alentado por el obispo de su ciudad, solicitó visa para viajar a Roma y cumplir su deseo. Pero cuando llegó allí, en 1992, su padre ya se había trasladado a Nigeria. Completamente solo, Zerai quedó al cuidado del padre Peter Bones, un sacerdote británico que ayudaba a jóvenes sin hogar desde una oficina que tenía en la estación central de trenes.

Bones lo ayudó a conseguir un permiso de residencia. A cambio, Zerai hacía de intérprete para otros migrantes que llegaban de Eritrea y Etiopía. Encontró un empleo de medio tiempo en un puesto de frutas en un mercado público de Roma (“Allí aprendí a hablar italiano con las manos”, dice), y luego trabajó como recepcionista en un teatro. También hacía trabajo voluntario en varias parroquias y daba asesoría a migrantes eritreos y etíopes; los ayudaba a encontrar un lugar donde vivir, les repartía comida y les explicaba los peculiares entresijos de la burocracia italiana con los que tendrían que lidiar para demostrar su condición de refugiados.

En Eritrea, quienes en otro tiempo habían sido venerados por luchar por la libertad del país ahora estaban en el gobierno, pero se habían vuelto cada vez más autoritarios; habían impuesto el servicio militar indefinido, y encarcelaban y torturaban a quienes se negaban a cumplirlo. Para 2011, pese al riesgo de ser abatidos por los guardias fronterizos, quienes tenían órdenes de disparar a matar, 222,000 eritreos (cerca del cinco por ciento de la población) habían huido del país.

Zerai no había abandonado su deseo de hacerse sacerdote, pero no quería estar confinado al púlpito, sino trabajar con la gente. Un párroco italiano le recomendó una orden de sacerdotes y monjes católicos fundada por el beato Juan Bautista Scalabrini en 1887, la cual velaba por el bienestar de los migrantes. Fue así como, al comienzo del nuevo milenio, Mussie Zerai se unió a los Misioneros de San Carlos Scalabrinianos.

Diez años después se ordenó en la Iglesia de San Esteban de los Abisinios, el templo más antiguo que hay en la Ciudad del Vaticano, asignado a los eritreos y etíopes católicos por el papa Sixto IV en el siglo XV. Fue un momento de gran alegría para Zerai, aunque no exento de tristeza. “Lo que más me duele es que mi abuela no haya podido acompañarme. Murió en 2007, a los 99 años. ¡Fueron tantas las cosas que me enseñó!”, dice. Con todo, ese día llevó en la mano un anillo de oro que ella le había dado la última vez que se vieron. A cambio, él le dio el número de su teléfono celular, y le dijo: “Dáselo a quienes necesiten mi ayuda”. No imaginaba lo mucho que iba a significar para tantas personas ese número.

 

Son los primeros días de marzo de 2015, y el padre Zerai se está poniendo una casulla bordada en colores crema y dorado para celebrar la misa en la Iglesia de San Francisco, un moderno templo ubicado en Kriens, cerca de Lucerna, Suiza. Si bien reside en Roma, donde fundó una organización benéfica llamada Agenzia Habeshia, que promueve la integración de los inmigrantes en Italia, Zerai viaja a Suiza todos los fines de semana (con dinero de su bolsillo) a oficiar servicios religiosos para algunos de los 6,500 eritreos católicos que viven en el país, y, dice, “para ser un puente entre mis coterráneos y las autoridades”. 

Zerai sabe que el idioma impide a sus feligreses conseguir trabajo y aceptación, así que hace labor de cabildeo en los cantones (los estados miembros de Suiza federal) para que se les impartan cursos, y alienta a los fieles a asistir a ellos. “La integración es clave”, señala. “A los migrantes se les debe dar la oportunidad de trabajar y aportar algo a su nueva sociedad; de lo contrario, llevarán una vida pasiva basada en la beneficencia, lo que constituye una carga enorme para los suizos que pagan impuestos”. 

Lo que Zerai considera inaceptable es que algunos eritreos vivan en refugios militares subterráneos en desuso. “Los conocí en Ginebra y en Lausana, donde organizaban protestas”, dice. “Clamaban: ‘¡No estamos en guerra! ¡Necesitamos oxígeno!’ Las autoridades me dijeron que los búnkers eran alojamientos provisionales, pero, al cabo de varios meses, los que viven en ellos no piensan lo mismo”.

La congregación del padre Zerai se compone de unos 40 feligreses, la mayoría de ellos adolescentes y jóvenes, pero cantan con tanto fervor y tal potencia de voz que parecen 80. En el transcurso de las dos horas que dura la misa, sus cánticos evocan las tribulaciones del Cuerno de África y el recuerdo de un país al que quizá nunca podrán volver.

—Es importante que se preparen para hacer una aportación a su nuevo país —les dice Zerai—. Cada uno es responsable de su destino.

El padre Mussie afirma que Europa también es responsable del destino de miles de refugiados de Siria, Irak, Somalia, Afganistán y Eritrea. Al comienzo de este año la Armada italiana suspendió Mare Nostrum, una operación de búsqueda y rescate que había salvado la vida de más de 150,000 migrantes y llevado a 330 traficantes de personas ante la justicia. Esa iniciativa había sido objetada por críticos que pensaban que sólo alentaba a más personas a arriesgar la vida para llegar a Europa, y fue reemplazada por una operación mucho más modesta llamada Tritón, a cargo de la Unión Europea, que se concentra en la seguridad de las fronteras.

“La migración sigue en aumento”, dice Zerai, “Ahora la gente está llegando en buques de carga que los traficantes abandonan a su suerte en el mar. No es el imán de Europa lo que atrae a los migrantes; lo que los empuja aquí es el conflicto y el terror en sus países de origen. Si no, ¿por qué se arriesgarían a ser secuestrados y violados, y a ahogarse en el trayecto?”

 

Tras concluir la misa, Zerai se relaja compartiendo con los fieles un pastel y té negro dulce; algunos de los miembros de su grey son migrantes recién llegados que aún no se adaptan a su nuevo país. Se sientan alrededor del padre, y disfrutan su trato cordial y reconfortante.

Uno de los apretones de mano más afectuosos de Zerai es para Yonas Debesay, quien hoy día tiene 25 años, está casado con una compatriota suya y reside en Suiza. Ha traído a su hija de dos años, Katarina, a conocer al padre Mussie. “Es difícil conseguir empleo aquí”, dice Yonas, “pero estudié alemán, y desde 2011 trabajo como cocinero en una pizzería en Lucerna. Soy afortunado. Si no fuera por el padre Mussie, miles de personas más se habrían ahogado”.

“Un país civilizado debe acoger a los refugiados y darles un trato humano”, señala Zerai. “Estas personas han venido aquí en busca de libertad, justicia y dignidad”. El padre ha recurrido a ministros italianos y a la Unión Europea, pero, dice, “no veo ninguna voluntad política para llegar a una solución”. Al menos el papa Francisco sí escucha, y ha advertido a la Unión Europea sobre el riesgo de que el Mediterráneo se convierta en un “gran cementerio de migrantes”.

¿De dónde saca Zerai el temple para no enfurecer ante la intransigencia de los políticos ni caer en la desesperación al ver cada vez más bolsas con cadáveres arrastradas hasta las costas? Con una sonrisa serena, contesta: “De la parábola de Jesús sobre el juez injusto. Una viuda pobre se presenta varias veces ante un juez que carece de toda compasión para clamar justicia contra un adversario. Su insistencia cansa al juez, quien al final decide ayudarla. De eso se trata: del poder de la oración y de no rendirse nunca”.

 

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