Antes era reservado y sonreía poco. Luego, una experiencia increíble lo transformó.
Nos vimos sólo un minuto en junio de 2013, unos meses después de su sorpresiva elección, y aunque apoyó su mano sobre mi brazo todo el tiempo, no dijo ni una palabra. Mi esposa piensa que fue debido a que soy locuaz y no lo dejé hablar.
Sin embargo, el líder de los 1,200 millones de católicos que hay en el mundo normalmente no habla mucho, si no tiene nada que decir en particular; además, ese día estaba muy agotado. Jadeaba al respirar —secuela de una operación pulmonar que le hicieron a los 21 años y que lo tuvo al borde de la muerte—, y el sudor perlaba su frente. A sus 76 años, acababa de pasar dos horas bajo el sol en la Plaza de San Pedro, saludando y abrazando a quienes él llama el pueblo fiel de Dios. En ocasiones se muestra tan compasivo —como la vez que abrazó a un hombre terriblemente desfigurado por la neurofibromatosis—, que los periódicos publican sus fotos en primera plana, lo que no siempre hacen con los pontífices.
El punto es que, en estos días, las personas que tienen pases para las audiencias de los miércoles como yo no son la prioridad del papa Francisco. Lo son los discapacitados, los enfermos, los ancianos y los indigentes, como dicta el Evangelio. No obstante, el Papa estuvo absolutamente presente para mí durante ese minuto, escuchando con atención cada palabra que le decía. Y eso bastó para que tuviera yo un atisbo de lo que la gente que lo conoce aprecia en él, de una cualidad única que posee.
El arzobispo de Canterbury, Justin Welby, percibió ese don cuando lo conoció, unos días después que yo. Describió al Papa como “un hombre de extraordinaria humanidad, con el fuego del Espíritu de Cristo”. Así es. Si la alegría fuera una llama, uno debería estar hecho de asbesto para que el papa Francisco no lo quemara.
En Buenos Aires, la ciudad natal del papa Francisco, esta alegría asombra incluso a las personas que mejor lo conocen. Su sonrisa siempre ha sido encantadora, es cierto, pero no salió a relucir mucho durante sus 12 años como cardenal. No le gustaban las cámaras, apenas daba entrevistas y era famoso por su austeridad y timidez. Era imposible verlo asistir a una cena, y aunque los habitantes de los barrios bajos y los grupos antinarcotráfico lo conocían bien, podía subir y bajar de los autobuses públicos y del metro sin que nadie lo reconociera. Sus palabras eran siempre elegantes y profundas, aunque pronunciadas con un tono de voz muy bajo, casi lúgubre. Y ahora, en Buenos Aires nadie lo puede creer. El Papa es todo elocuencia y alegría.
He aquí lo que ocurrió. No es un secreto, ya que él mismo se lo ha contado a algunas personas, entre ellas al pastor evangélico de Buenos Aires, quien me lo contó a mí, pero no muchos lo saben. La noche del 13 de marzo de 2013, bajo los enormes frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, los cardenales lo eligieron como nuevo papa. Tras haber obtenido los 77 votos necesarios, le preguntaron si aceptaba. “Sí, aunque soy un gran pecador”, contestó. En una pregunta posterior, dijo que adoptaría el nombre de Francisco en honor al santo de Asís. En la ceremonia de nombramiento no mostró ni el menor titubeo, ya que sabía que ésa sería su nueva tarea, su misión.
Sin embargo, luego de enfundarse en la sotana papal blanca y de empezar a caminar por el largo pasillo que conduce al balcón central de la Basílica de San Pedro para presentarse ante el mundo, de repente se sintió asaltado por dudas oscuras. Afortunadamente, su predecesor, Benedicto XVI, había modificado los procedimientos para permitir que el nuevo pontífice pudiera orar en la Capilla Paulina antes de salir al balcón.
En ese lugar, acompañado por su amigo el cardenal brasileño Cláudio Hummes, quien oraba de rodillas junto a él, Jorge Mario Bergoglio tuvo una luminosa experiencia espiritual que disipó sus sentimientos sombríos y que no lo ha abandonado en ningún momento desde entonces.
El director de Vaticano TV, quien seguía al Papa con una cámara, ha confirmado todo esto. Monseñor Dario Viganò contó que cuando el pontífice entró a la Capilla Paulina parecía llevar todo el peso del mundo sobre sus hombros, pero cuando salió era un hombre diferente, el hombre que es ahora. “Son los gajes del oficio”, les contesta el papa Francisco a sus amigos argentinos cuando le preguntan por qué ha cambiado.
Esa noche estaba yo subido en el techo de un convento, mirando la Plaza de San Pedro y cubriendo el evento para el canal de televisión británico Sky News. Sin duda habría estado tan sorprendido como los demás reporteros con la elección del nuevo pontífice si no hubiese sido por un comentario filtrado de un cardenal demasiado anciano para votar que había visto surgir a Jorge Mario Bergoglio como “papable” en las reuniones de los cardenales previas al cónclave. “Si es un cónclave corto”, decía el mensaje que recibí, “podría ser Bergoglio”. Así que mientras repasaba yo algunos datos acerca del nuevo pontífice (jesuita de 76 años, sencillo, identificado con los pobres, considerado para ser electo papa en el cónclave anterior, etcétera), seguía pensando: Vaya, acaban de elegir a un argentino.
Conocía yo su país. Veinte años atrás había vivido en Buenos Aires, donde realicé investigaciones para mi tesis sobre la Iglesia y la política. Aprendí a querer a esa ciudad cautivadora y exasperante, a su gente y sus ritmos, su cultura, su historia y su música. Poco a poco mi español se enriqueció con las inflexiones bonaerenses y sus coloridos modismos.
Jorge Mario Bergoglio no tan sólo es argentino, sino un porteño —de la ciudad portuaria de Buenos Aires—, que bebe esa infusión caliente llamada mate en un porongo o calabaza a través de una bombilla o sorbete de metal, y que sigue con pasión al equipo de futbol San Lorenzo de Almagro. Le encantan las milongas, el tango y la nostálgica poesía gauchesca del siglo XIX, con sus lamentos por una frontera que desaparecía. Cuando era miembro activo de la orden jesuita pasó dos años dando clases en una escuela secundaria, y en cierta ocasión se las ingenió para invitar al gran escritor Jorge Luis Borges a la escuela a fin de que les hablara a los alumnos sobre la poesía gauchesca. ¿Hace falta que diga algo más?
El Papa es tan porteño como una pareja que baila al compás del bandoneón en la Avenida Corrientes. Por eso sentí una conexión con la sonriente figura ataviada de blanco que apareció en el balcón aquella noche en Roma, inclinó la cabeza y pidió que oráramos por él. Y esa sensación se intensificó al otro día, cuando escuché el mensaje que dirigió a su tierra natal, a la gente que se congregó fuera de su catedral en la Plaza de Mayo. En el balcón el Papa había hablado en italiano, con un leve acento argentino, pero esta vez afloró el modo de hablar cantarín de los porteños.
Instó a sus compatriotas a cuidarse unos a otros, a no hacerse daño, pero usó un argentinismo coloquial: “No le saquen el cuero a nadie”, que se remonta a los días de las plantas de refrigeración, cuando los gauchos desollaban las reses y dejaban sólo los huesos. Me sorprendió mucho que un papa pudiera hablar así.
Y conforme los días pasaban y el papa Francisco cautivaba al mundo, mi deseo de conocer su pasado se hacía más intenso. Luego llegó junio y esa reunión de un solo minuto; al final supe que podía hacer que la historia del papa argentino fuera comprensible para los angloparlantes.
En octubre de 2013, con un contrato firmado para escribir un libro, volví a Buenos Aires para entrevistar a gente que conocía al Papa: los jesuitas, los párrocos y los obispos; los rabinos, los imanes y los pastores; los filósofos y los políticos; los habitantes de los barrios bajos y los ex combatientes. A veces, cuando tomaba yo la Línea A del metro —que el cardenal Bergoglio utilizaba para trasladarse de la Plaza de Mayo, donde vivía en el edificio de la diócesis, a su natal barrio de Flores—, lo imaginaba sentado frente a mí, con la cabeza inclinada mientras escuchaba a alguien confiarle sus esperanzas o sus temores.
Algunas de las entrevistas más conmovedoras fueron las que hice a sus conocidos más allegados, quienes fueron a despedirlo a principios de 2013. Entre risas, él les dijo que no había riesgos, que ya era demasiado viejo y que estaría de regreso para celebrar la Pascua con ellos.
Nunca regresó, aunque tampoco murió ni desapareció: estaba en miles de millones de pantallas de televisión vestido de blanco. Se había ido, pero no del todo. Es un tipo extraño de dolor: tu amigo, tu guía espiritual, se marchó a Roma para elegir al nuevo papa, y el elegido fue él. Su amiga abogada, Alicia, se encontraba en un bar cuando vio la noticia del nombramiento, y se echó a llorar. “Es mi amigo”, les dijo a los otros clientes a modo de explicación.
El papa Francisco tiene dos premisas. Una es que no se puede erradicar la pobreza si no se ama a los pobres; la otra, que no se puede amar a los pobres si uno se aferra a sus posesiones y a sus ideas, y que si uno no las suelta, no deja que Dios sea Dios. Eso mostró el papa Francisco aquel día en la Plaza de San Pedro. No necesitó decir mucho, y yo no necesité estar más de un minuto con él para sentir el fuego y la alegría de su ser.
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