Familia

El perro que salvó a mi familia

Queríamos un perro guardián, pero no teníamos idea de hasta qué punto nos protegería ese perro llamado Max.

Conocimos a Max en la zona de carga de Alaska Airlines. Este caniche nació el Día de San Valentín de 2002; llegó a nosotros en una pequeña jaula azul. Lo adoptamos de un criador de otro estado y solo queríamos que fuera un perro tranquilo que soportara los abrazos y estrujones de nuestros hijos de ocho y seis años, Sophie y Jake.

Mi esposo, los niños y yo formábamos una pequeña y adorable familia. Sin embargo, durante años sentí que no estaríamos realmente completos hasta que tuviéramos un perro. Además, mi esposo viajaba unos 200 días al año por su trabajo y yo sabía que me sentiría más segura con un animal grande al lado de la puerta.

Cuando abrimos la jaula, la última pieza del rompecabezas cayó en su lugar. Max era hermoso: tenía unos rizos negros y esos ojos inteligentes. Era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano; sus largas patas colgaban a los lados. Estaba asustado. Al acercármelo al pecho, sentí el latido de su corazón y me pregunté si había estado bien separarlo de su madre. Demasiado tarde. Mis hijos ya estaban peleándose por alzarlo en brazos.

En los meses siguientes, pasamos horas enteras viendo a Max retozar con su juguete favorito o dando vueltas sobre la alfombra. Como la mayoría de los caniches, era muy listo. Aprendió rápidamente a hacer sus necesidades afuera y nunca mordió los muebles ni los zapatos.

Mostraba poco interés por la comida de perro o por traer la pelota. Su olfato le decía que ese juego era… para perros. Él se sentía uno de nosotros.

Algunas veces, después de la escuela, encontraba a Jake acurrucado con Max dentro de la jaula. Cuando le sugería a mi hijo que saliera de ahí, Jake gritaba: “¡Max quiere que esté aquí! ¡Somos hermanos!”.

Para cuando cumplió un año, Max se había convertido en un celoso perro guardián de 23 kilos. Vigilaba la puerta principal como un militar: ladraba ferozmente a los terriers y chihuahuas que pasaban. En las noches, se ubicaba de forma que podía ver los tres dormitorios y la puerta de atrás. Me sentía segura con él en casa, sobre todo si mi esposo estaba de viaje. Cuando extrañaba mucho a mi marido, abrazaba a Max. Me sosegaba mientras yo añoraba al hombre que me hacía reír, el hombre al que adoraba.

Pasaron los años. Los niños crecieron y entraron al bachillerato. De pronto, poco antes de que Sophie concluyera, nuestro mundo se derrumbó. Mi hija descubrió una cuenta de correo electrónico llena de mensajes entre mi esposo y una amiga mía. Eran amantes desde hacía tiempo.

Mi marido pidió el divorcio. Sufrí tanto que sentí como si hubiera enviudado. Intenté mantener un ambiente de normalidad por Sophie y Jake: cocinaba y pagaba las cuentas, para que supieran que yo seguía ahí para ellos. Pero al ver mi estado, no se atrevieron a apoyarse en mí. Recurrieron a Max.

Jake estaba particularmente desolado. Era un muchacho de 15 años en un hogar sin papá, batallando por convertirse en hombre. Algunas veces lo vi llorar mientras se vestía para jugar futbol. Sin que se lo pidiera, Max le lamía la mano. No le importaba que no tuviera un corte o un raspón. Presentía que sus heridas eran mucho más profundas.

Sophie se fue a la universidad. Le encantó, y en su primer semestre ya estaba en el cuadro de honor. Pero cuando regresó en el otoño de su segundo año, parecía una vagabunda. Tenía el pelo apelmazado y estaba envuelta en una cobija. Me aterré. ¿Dónde había quedado mi niña hermosa?

No volvió a la escuela. Se quedó en casa durmiendo todo el día, acurrucada con Max. Como él se bajaba a cada rato de su estrecha cama, mi hija puso una colchoneta para dormir en la sala. Se pasaba ahí, aferrada a Max, de 15 a 20 horas diarias. Todo ese tiempo, mientras yo batallaba por conseguirle ayuda e intentaba descifrar qué le había pasado, Max permanecía a su lado. Ahora me doy cuenta de que la estaba manteniendo viva. Unos meses después de haber vuelto, nos contó lo que había sucedido: la habían violado en la universidad.

Mientras mi hija se refugiaba en el alcohol para mitigar su dolor, la casa se llenaba de angustia. Jake empezó a fumar marihuana para relajarse. En los días buenos, llevaba a Max de excursión por las colinas cercanas a la casa. Max se abalanzaba ante la oportunidad de salir. Pero siempre regresaba al lado de Sophie.

La verdad es que, en ese entonces, Max era la fuerza que nos estabilizaba. Recurríamos a él cuando no encontrábamos apoyo en nadie más.

Por aquellos días contraté una “sanadora de casas” con la esperanza de eliminar la energía negativa que había quedado del divorcio. La mujer me echó y solo permitió que Max la acompañara. Recorrió toda la casa para “limpiarla”. Al terminar me dijo: “Sí sabes que este es un perro muy especial, ¿verdad?”.

Asentí.

“Tiene un papel muy importante en tu familia,” agregó.

Después, poco a poco, las cosas mejoraron. Logré internar a Sophie en un centro residencial de tratamiento. Vendimos la casa y nos mudamos a una más bonita, sin tantos recuerdos tristes. Jake se fue a la universidad.

Y, de pronto, me quedé sola. Amaba a mi familia con locura, a todos, y se habían ido. Excepto Max. Me seguía de un cuarto a otro, mirándome como si yo fuera lo máximo, tan cerca de mí que estuve a punto de tropezarme con él varias veces. Cuando veía a este elegante animal mirarme de esa manera, empecé a comprender. Tal vez sí merecía que me quisieran.

Con el tiempo, Max quedó sordo y ciego. Sus articulaciones rechinaban. Iba menos animado en nuestras caminatas. A veces lo miraba y le decía: “Ni se te ocurra”. Había perdido tanto que no soportaría perderlo a él.

Un día lo encontré con las patas traseras paralizadas. Pocos días después le dio una insuficiencia cardiaca congestiva. Jake regresó a casa para estar con él cuando nos despidiéramos. Para entonces, Max ya no podía comer ni beber. Solo se quedaba echado en el piso. Así que Jake sacó la colchoneta, la que Sophie había usado ese año terrible, y pasó la noche al lado de Max. Tomé una foto: un niño y su perro. Un niño y su hermano.

Cuando lo llevamos al veterinario, le agradecí por todo lo que había hecho por nuestra familia. Jake lo abrazó y le dijo: “Gracias por estar ahí cuando creía que me había quedado solo. Fuiste mi mejor amigo”.

Y Max murió. En todo ese tiempo él supo lo que nosotros recién empezábamos a comprender: aun sin él, ya estábamos completos.

Juan Carlos Ramirez

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