Para los nuevos residentes, este lugar es un remanso, pero los antiguos no piensan lo mismo.
No se puede llamar ni enviar mensajes de texto por celular en Green Bank, Virginia Occidental. El Internet inalámbrico está prohibido, así como el sistema bluetooth. Al acercarse a este pueblo por un camino de dos carriles que serpea entre los montes Allegheny, las barras del celular caen como fichas de dominó, y el radio deja de escanear emisoras. Para el visitante, el único medio de comunicación con el exterior es el vetusto teléfono público que hay en el lado norte del pueblo. Es un sitio deliberadamente premoderno, carente de los aparatos y tecnologías que definen la vida actual.
La razón del vacío de radiofrecuencias del pueblo se hace visible al llegar: el Telescopio Robert C. Byrd, o de Green Bank (GBT, por sus siglas en inglés), un resplandeciente plato blanco de 148 metros de altura, el mayor del mundo en su tipo y uno de los nueve que hay en Green Bank, todos propiedad gubernamental y operados por el Observatorio Nacional de Radioastronomía (NRAO).
No son telescopios ópticos, sino radiotelescopios; es decir, no sirven para ver estrellas lejanas, sino para “oírlas”. Astrónomos de todo el orbe esperan turno para usar el GBT, que es tan sensible que puede captar la energía equivalente a la de un copo de nieve al caer al suelo.
Un instrumento de escucha tan sofisticado requiere absoluto silencio tecnológico para funcionar, por lo que en 1958 la Comisión Federal de Comunicaciones estableció en torno a Green Bank una zona nacional de 33,670 kilómetros cuadrados de extensión, donde el silencio electromagnético es obligatorio día y noche y durante todo el año.
A quienes residen dentro de un radio de 16 kilómetros del observatorio de Green Bank se les permite usar teléfonos fijos, así como Internet y televisión por cable, pero los hornos de microondas, los ruteadores inalámbricos y los radios están prohibidos. Se puede tener teléfono celular, pero no hay señal. Últimamente, debido a la gran diferencia entre este estilo de vida y el del resto del país, Green Bank, que tiene 143 habitantes, parece más pequeño que nunca. Para los residentes, la prohibición tecnológica es una molestia enorme; para quienes llegan por razones de salud, el pueblo se ha vuelto un refugio.
Una enfermedad misteriosa
En 2007 Diane Schou, hoy día de 66 años, se mudó con su esposo, Bert, de 69, de Cedar Falls, Iowa, a Green Bank, con la esperanza de que la vida en un lugar sin radiofrecuencias aliviara su incesante dolor de cabeza, que insiste en atribuir a una torre de telefonía celular que había cerca de su antigua casa. Los Schou pertenecen a una creciente comunidad de personas que dicen padecer “hipersensibilidad electromagnética” (HEM), debida a la exposición a las ondas de radio. Entre los síntomas, según los afectados, también se cuentan náuseas, insomnio
y dolores de pecho.
Aunque la medicina oficial no reconoce la existencia del síndrome, los Schou están convencidos de lo contrario. Cuando la mala salud de Diane la obligó a dejar su trabajo como agrocientífica, la pareja recorrió cientos de miles de kilómetros por el país en auto buscando un respiro. Al regresar de una estancia en Suecia (el primer país que reconoció la HEM como un trastorno) en casa de unos familiares, los Schou supieron de la zona
de silencio de Green Bank por un guardabosques de Carolina del Norte. No tardaron en trasladarse allí; Diane vivía en su auto, detrás de un minisúper, para probar el efecto del cambio de aires. ˝La vida no es perfecta aquí”, dice hoy, “pero al menos ya no me paso todo el día acostada en la cama con dolor de cabeza”.
Otros enfermos supieron de Diane, y pronto ella estaba alojando en su casa a quienes buscaban alivio. En 2010, más de 20 personas “electrosensibles” habían hecho de Green Bank su nuevo hogar. Jennifer Wood, que era arquitecta antes de quedar incapacitada por la HEM, recuerda que cuando entró a la casa de los Schou, otros electrosensibles le dieron la bienvenida. “Eran como una familia”, afirma.
Sin embargo, no todos en Green Bank se han mostrado tan deseosos de conocer a los recién llegados. Diane suscitó molestia al tratar de hacer que la iglesia local retirara sus lámparas fluorescentes, que a los electrosensibles les resultan insoportables, y cuando solicitó a los vecinos que dejaran de usar sus teléfonos como cámaras cerca de ella. El centro para personas mayores, uno de los contados sitios de reunión del pueblo, aceptó la solicitud de Diane de cambiar las lámparas fluorescentes en una parte del recinto, pero cuando ella pidió que le llevaran a casa comida de la cocina del centro (para no tener que caminar bajo las lámparas que se conservaron), los vecinos empezaron a protestar.
“Ha habido fricciones en el trato de esas personas con otros miembros de la comunidad”, dice con diplomacia David Jonese, alguacil del condado de Pocahontas, cuya oficina ha tenido que mediar en varias ocasiones para zanjar las disputas entre los residentes y los electrosensibles. “Quieren que los dueños de todas las tiendas y los restaurantes cambien sus lámparas, o que apaguen las luces cuando ellos van allí, y eso crea algunos problemas”.
Ecos del pasado
Los roces entre los vecinos viejos y los recién llegados no son nuevos en Green Bank. En 1957, cuando empezó la construcción del primer telescopio, el NRAO tuvo que contratar científicos e ingenieros de diversas zonas del país. Pero los residentes (algunas de cuyas granjas se habían expropiado y sus casas reubicado
en otras partes del pueblo para dar cabida a las instalaciones del observatorio) no recibieron con gusto la inmigración. En 1965 un grupo de agricultores incluso se quejó a sus representantes en el Congreso de que los científicos del observatorio habían provocado una sequía que destruyó los cultivos.
“Recuerdo que alguien dijo que el observatorio podía hacer llover a voluntad”, cuenta Harold Crist, un vecino de 90 años nacido en Green Bank, quien por un tiempo realizó trabajos para el telescopio. Los inmigrantes de ciudades grandes tampoco simpatizaron pronto con los vecinos, pero al final llegó la aceptación. Hoy muchos residentes tienen empleos en el telescopio. La cafetería del observatorio es un lugar favorito del pueblo para almorzar. Algunos científicos también se dedican a la pintura, y sus cuadros se venden en el centro de artes local.
En la Escuela Primaria y Secundaria de Green Bank, ubicada a pocos metros del telescopio, uno esperaría ver niños y adolescentes muy frustrados por carecer de los sofisticados artefactos que ven en la televisión, pero no es así. Según un alumno de primer grado de secundaria, muchos chicos de Green Bank tienen teléfonos inteligentes, y aunque no hay señal, descubrieron que si se conectan a una red wi-fi doméstica (que los protectores de interferencia del telescopio al parecer no han detectado), no necesitan la telefonía celular para hablar con sus amigos: pueden usar las nuevas funciones de mensajes de texto de aplicaciones como Messenger de Facebook y Snapchat. Parece que los adolescentes y la tecnología siempre encuentran soluciones.
¿El final del silencio?
Quizá un factor ajeno al control de los habitantes de Green Bank ponga fin a las rencillas entre vecinos viejos y recién llegados: el destino del telescopio, lo que originó los conflictos en primera instancia. El observatorio está financiado totalmente por la Fundación Nacional para la Ciencia (NSF), y en 2013, cuando hubo una serie de recortes del gasto del gobierno federal, un comité recomendó cerrarlo. A principios de 2015 la NSF no había anunciado aún si aceptaría o no la recomendación. Si Washington optara por el cierre y el observatorio no encontrara financiamiento externo, éste podría dejar de operar en 2017, y la curiosa historia del pueblo sin wi-fi llegaría a su fin.
Algunos dicen que, a la larga, eso podría ser lo mejor para Green Bank. “Un día vamos a estar tan atrasados, que ya no podremos ponernos al corriente”, dice Crist, que crio a sus seis hijos en la zona de silencio y vio irse a algunos de ellos. “Quienes regresan a visitarnos piensan que vivimos en el oscurantismo”. Sin embargo, el
cierre del telescopio sin duda sería una pesadilla para los electrosensibles, que apenas comienzan a ser aceptados por la comunidad.
Tom Grimes, un nativo de Green Bank que posee una finca de 40 hectáreas donde cría ovejas, se casó en el otoño de 2013. Su esposa, Monique, que llegó al pueblo procedente de Florida cuando sus síntomas de HEM la obligaron a dejar su empleo como vocera de un grupo de políticas públicas, ahora le ayuda con las faenas. “Los vecinos me conocen como Mo, no como electrosensible”, señala ella. “Nuestros amigos han llegado al extremo de cambiar las lámparas de sus casas porque quieren que vaya a visitarlos”.
Monique está convencida de que, pase lo que pase con el telescopio, su visión de la ciencia acabará por imponerse y las generaciones futuras verán la locura de los smartphones y las laptops como las anteriores vieron la del asbesto y el cigarrillo. Como le dijo un médico comprensivo: “Naciste un siglo antes de tiempo”.
“O un siglo después”, señala Tom en son de broma, consciente de que su pueblo quizá sea el último lugar tranquilo de la Tierra.
En julio de 2015 el NRAO recibió financiamiento para que el Telescopio de Green Bank siga en operación al menos cinco años más.
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