El reporte matutino

Sé que llegará el día en que ya no pueda escribir los reportes, y tendremos que encontrar otras formas de cuidarlo.

Cuando mi madre murió, hace algunos años, mi padre, un hombre octogenario, se quedó solo en la espaciosa casa donde vivieron durante medio siglo, en el oeste de Estados Unidos. Al no tener más una esposa que cuidara de él, a papá le preocupaba quién lo encontraría y ayudaría si “algo malo llegaba a pasar”.

Mi hermana y yo vivimos en otros estados del país, de manera que se nos ocurrió que papá podría enviarnos un mensaje electrónico todas las mañanas, cuando se despertara, para decirnos cómo estaba. Así nació “el reporte matutino”.

Como mi padre normalmente se levanta antes de que claree el día, su media docena de frases me está esperando en la bandeja de entrada de mi computadora cuando despierto, a pesar de las dos horas de diferencia que hay entre el estado donde él reside y el mío. Si no hay ningún mensaje suyo en la bandeja, le llamo por teléfono —o mi hermana lo hace— para asegurarnos de que está bien (a veces papá tiene problemas con su computadora, o decide seguir durmiendo unas horas más).

Leer su reporte matutino se ha convertido en algo más que una tarea de revisión para nosotros: sus mensajes son una especie de diario, una herramienta de planificación, un catalizador de conversaciones más largas y una fuente de conocimiento acerca de su vida. A través de ellos, papá nos habla de sus actividades diarias: de que se dispone a ir a la tienda por plátanos, o a su clase de ejercicios de rehabilitación cardiaca, o a almorzar con sus amigos… A mí me tranquiliza lo sistemático de sus actividades: un grupo de discusión sobre temas de actualidad los martes, el club rotario los miércoles y el desayuno con sus amigos los domingos, después de ir a la iglesia.

A veces incluye frases crípticas en su reporte. Por ejemplo, hace poco escribió: “¡Ya voy a la mitad del monte Washington!” Teniendo en cuenta su edad y la enorme distancia que hay entre su casa y ese monte, era improbable que anduviera de excursión. Estuve pensando en este asunto un día o dos, hasta que papá me recordó que estaba tejiendo un tapete con gancho que incluía una imagen de esa montaña.

Cada mensaje suyo termina así: “Con todo mi amor, papá”. Cuando mi madre vivía, ese sentimiento normalmente estaba reservado para ella. Ahora que mamá se ha ido, él comparte su cariño y sus experiencias con nosotros. Para mí, lo que empezó como una simple medida de seguridad ha propiciado una cercanía familiar más profunda.

Me siento agradecido de que papá aún sea capaz de usar la computadora e Internet. Sé que llegará el día en que ya no pueda escribir los reportes, y tendremos que encontrar otras formas de cuidarlo. Pero, mientras tanto, sus mensajes son nuestra manera de saber que otro día normal ha comenzado.

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