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El río que corre entre nosotros

El arroyo le ofrecía a mi nieto un refugio para alejarse del mundo confuso, era un sitio en donde un niño confundido podía aprender a relajarse.

Estamos parados, empapados casi de pies a cabeza, en el sitio al que hemos llamado El Río. En realidad, es un pequeño caudal. A decir verdad, no deberíamos estar aquí dentro. Es abril y el clima de Pensilvania no es lo suficientemente cálido para una travesura acuática como esta.

Sin embargo, mi nieto Jordan, de ocho años, vino de visita en esta época del año; llegó de Las Vegas, donde vive con su mamá, mi hijastra Jenn, y estas oportunidades no se deben dejar pasar.

Además, El Río es lo que nos define. Es a donde Jordan y yo vamos a fin de convertirnos en ese maravilloso dúo que conforman todos los abuelos y nietos en sus mejores momentos.

Habíamos recibido a Jenn y Jordan en nuestro hogar por un tiempo cuando él tenía apenas dos años; ella necesitaba tomarse un respiro de la relación, al borde del colapso, con el padre de Jordan. El infante, tras ser un indefenso espectador de la turbia separación, llegó con un enojo visceral.

En situaciones estresantes, él señalaba de forma extraña. Apretaba las mandíbulas y los labios, y te apuntaba con el índice derecho. Parecía ser preso de su furia de niño.

Tampoco aceptaba ser reconfortado. Cuando yo intentaba abrazarlo se retorcía; los abrazos que él daba, incluso a Jenn, eran igual de parcos.

Jordan es mi único nieto, así que intenté todas las estrategias existentes para vincularme con él. Le encantaban los dinosaurios de juguete, así que pasamos horas en el piso gruñendo. Nos lanzamos una pelota de beisbol. Pero nada parecía ayudar. Aún se enfadaba mucho y muy a menudo. Seguía señalando y rechazando que lo reconfortaran.

La situación duró casi dos años. Entonces descubrimos El Río

Dimos nuestro primer paseo en el parque cercano un cálido día de primavera. Por puro impulso, fui a la orilla del arroyo y brinqué, con todo y jeans. Jordan, que tenía cuatro años, se me quedó viendo, luego corrió, saltó, aterrizó en una hondonada a mi izquierda y se hundió, revolcándose. Salió tosiendo, escupiendo… y sin poder ocultar cuánto se divertía. Al acercarme con el propósito de rescatarlo, me pidió chocar los cinco; gesto que no pensé estuviera en su repertorio.

Entonces se puso serio. “Abuelito, quédate en el lugar más hondo para que sepa dónde no brincar, ¿sí?”.

El resto de la tarde nos divertimos muchísimo en el agua y erigimos una “civilización” con guijarros, arena y caparazones de caracol. Jamás lo había visto tan entretenido. Luego de varias horas, se acercó a mí con calma y se abrazó a mi pierna, apoyando su cabeza sobre mi cadera.

Ese verano El Río se convirtió en nuestro refugio. Lloviera o relampagueara, íbamos al menos dos veces por semana. Para entonces, Jenn y Jordan vivían solos en nuestra misma calle, así que el chico aparecía en nuestra puerta muy temprano con un balde o cualquier otro implemento que considerara apropiado para sus planes. (Mi hijastra, que trabajaba por las tardes, iba tras él todavía adormilada.)

Algunos días los pasábamos cavando; otros, caminando por el agua; unos más, catalogando el ecosistema: truchas, gansos, garzas y una que otra rata almizclera. Salvo algunos “¡Oye, abuelo!” esporádicos al descubrir algo interesante, no hablábamos mucho.

El Río era un sitio en donde un niño confundido podía aprender a relajarse, y conforme Jordan se relajaba, se acercaba a mí más a menudo. Al final del día venía a mí con los brazos extendidos. Yo lo cargaba y lo llevaba al carro mientras se acurrucaba en mi hombro. En casa, comenzó a aceptar el afecto de todos con más facilidad, incluso lo buscaba. En algún momento, dejó de señalar con el dedo.

La fuerza de nuestro vínculo no se vería con claridad sino hasta el día de su partida a Las Vegas, donde empezaría su nueva vida. Estábamos en el aeropuerto, despidiéndonos entre lágrimas, cuando Jordan se rebeló de repente. Tomó mi mano y volteó hacia atrás para dirigirse a su madre.

“Yo no voy”, anunció. “Me quedaré con el abuelo y la abuela”.

La pobre Jenn dio la impresión de atravesar por todas las emociones incómodas conocidas por el ser humano, pero al final sujetó la mano del pequeño con firmeza y llegó al avión. Ni Kathy, mi esposa, ni yo dijimos una sola palabra al volver al auto.

Eso fue hace cuatro años. Ahora han regresado a visitarnos por primera vez después de esa desgarradora escena. Jordan, de ocho años, y yo intentamos pasar tanto tiempo como sea posible en El Río. En este gélido día de abril, caminamos por el agua y jugamos.

La cola gruesa y escurridiza de una rata almizclera desaparece en un hueco al costado del arroyo. Jordan muestra una gran sonrisa. Sé que el día terminará como siempre: con él exhausto, recostado sobre mi hombro.

Culturalmente, le damos demasiada importancia a los lazos de sangre: el eslabón que conecta generaciones de la misma manera que la corriente del río se une desde donde nace hasta su desembocadura. Sin embargo, la cercanía que siento con este niño es
inédita para mí, ni siquiera la había experimentado con mi propio hijo. Dentro de poco, Jordan y Jenn volverán a Las Vegas, y no habrá amotinamientos de última hora. Él ya entiende mejor la melancolía que sigue a estos efímeros instantes de gozo. Sabe que la gente a la que amas va y viene.

A medida que crezca (casi es un hecho), por ser hombre, se irá alejando de las muestras de cariño que aún manifiesta y las ocultará tras la fachada de la hombría. Se distanciará de sus padres y abuelos, y se acercará a sus amigos y a sus novias.

Pero mi nieto y yo aún tenemos hoy, mañana y un puñado de días de aquí en adelante.

Aquí y ahora, para nosotros, el agua es más importante que la sangre.

Juan Carlos Ramirez

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