El Tajín, donde los hombres vuelan
La vida no está completa si no visitas Veracruz por lo menos una vez, esa tierra portuaria rica en cultura, dueña de mar, montañas y una selva esmeralda.
La vida no está completa si no visitas Veracruz por lo menos una vez, esa tierra portuaria rica en cultura y actividades, dueña de mar, montañas y una selva verde esmeralda.
El bello estado tiene de todo y para todos; un fin de semana alcanza para mucho: turismo de naturaleza y aventura, de sol y playa, deportivo y romántico, pero nada como el cultural, aquel motivado por el interés en conocer un pueblo indígena que te llevará a descubrir la cultura totonaca a través de su ciudad sagrada, El Tajín, y de Papantla, con su increíble gastronomía y la milenaria ceremonia de Los Voladores.
El Totonacapan, que significa “Tres corazones” en lengua totonaca, es una vasta región conformada por varios municipios de los estados de Puebla y Veracruz; en este último, en medio de la selva, se erige El Tajín, una ciudad prehispánica construida por los totonacos que aún guarda la grandeza que tuvo en la época precolombina.
Para llegar a esta ciudad prehispánica, declarada Patrimonio Mundial por la Unesco en 1992, puedes emprender el viaje desde cuatro puntos: el sureste (la ciudad de Veracruz es el origen), el norte (desde Tampico, Tamaulipas), el sur (saliendo de Xalapa) y el oeste (desde la Ciudad de México). Luego toma la carretera estatal hacia la comunidad conocida como El Chote. A 10 kilómetros de ahí está la entrada a El Tajín.
Esta enorme zona arqueológica, la más visitada de Veracruz, abarca unas 12 hectáreas y la integran 168 estructuras —en su mayoría templos, altares, palacios y juegos de pelota— que dan cuenta del esplendor alcanzado por uno de los centros político-religiosos más importantes que existieron en el mundo antiguo.
Aprecia la cosmovisión totonaca en el museo de sitio; también sorpréndete con el juego de pelota, uno de los elementos característicos a los que les debe su fama el lugar: en El Tajín hay 20 de estas estructuras, más que en ningún otro sitio arqueológico prehispánico de Mesoamérica.
Desde el año 2000, cada que llega la primavera, Papantla es la anfitriona de la Cumbre Tajín, un festival cultural cuyo propósito es preservar y difundir la riqueza totonaca. Este es un evento de dimensiones épicas: recibe visitantes de todo el mundo y ofrece más de 5,000 actividades artísticas y culturales en unos cuantos días.
La Cumbre —que incluye danzas autóctonas, terapias alternativas, talleres de canto, actividades deportivas y conciertos musicales— tiene como sedes, además de Papantla, la zona arqueológica de El Tajín y el parque temático Takilhsukut.
Veracruz es una explosión de sabores y aromas. Huele a café, pero, sobre todo, a vainilla, y no a cualquiera, sino a una de las mejores que existen. Es tan buena que Veracruz puede presumir la única en el mundo que cuenta con denominación de origen: la vainilla de Papantla.
Sin embargo, este no es el único elemento que ha hecho famoso al Pueblo Mágico: su gastronomía ancestral, su cocina de humo y sus alimentos del monte, del campo y de la milpa también han sido una parte fundamental para lograrlo.
Martha Soledad Gómez Atzín fue criada por las mujeres de humo, esas que lejos de oler a perfume, huelen a la leña que calienta y alimenta sus hogares. Es nieta de una de las panaderas más conocidas del Totonacapan, quien le reveló los secretos ancestrales del arte culinario de la región.
Esa cocina de humo, además de alimentar, también sana el cuerpo y el alma, e intercede ante los dioses. Para pedir por una buena cosecha, esta cocinera tradicional prepara pulagkle o pulacle: un tamal relleno de pollo, calabacitas, pipián molido, jitomate, chiltepín y cilantro, que es cocido al vapor dentro de una hoja de plátano de Castilla. Este alimento ritual suele ser acompañado con un atole de camote endulzado con piloncillo.
Los platillos de la tradición gastronómica curativa del Totonacapan se valen de ingredientes que se pueden encontrar en Papantla: frijoles en alchuchut, atole dulce con chile, enchiladas de semilla de mamey, pipián de flor de izote, tamal de puerco con cilantro, torta de pescado con huevo, atole de tortilla quemada, de camote, o postre de chicozapote.
Pero para que tu visita a Papantla sea perfecta, debes probar el atole morado, que se elabora con maíz de ese color. Puedes beberlo endulzado con piloncillo y a la temperatura que gustes: frío o caliente. “Si no lo tomas, es como si no hubieras venido a Papantla”, dice Martha, quien agasaja a propios y extraños con esos alimentos en la Casa de la Cocina Tradicional del Centro de Artes Indígenas, en el parque temático Takilhsukut.
Los jóvenes suben por el tronco de un árbol de hasta 40 metros de altura, y desde ahí ejecutan la ceremonia ritual de los Voladores. Deben acercarse lo más posible al cielo para que los dioses escuchen sus plegarias. Así ha sido desde el 600 a. C., cuando los ancianos enviaron mensajeros-sacerdotes a brindar ofrendas a las deidades y pedirles lluvia para acabar con la sequía y hambruna que los azotaba.
Este no es ningún juego, entretenimiento de alto riesgo o prueba de valor: es un ritual que permite que los seres humanos se comuniquen con los dioses para solicitarles, sobre todo,
la fertilidad de la tierra. Hay que destacar que también se celebra en Centroamérica y que fue de las pocas liturgias que sobrevivió a la mano inquisidora de los conquistadores españoles.
En esta ceremonia, tras haber implorado el perdón del dios de la montaña (pues este grupo indígena cree que los humanos no son dueños de la naturaleza, sino parte de ella, y que, para lograr una convivencia armónica debe haber respeto), cuatro jóvenes trepan por un poste hecho con un árbol recién cortado del bosque.
Hasta arriba, en la punta del mástil, hay una plataforma en donde descansa un quinto hombre, el caporal, quien desde ahí dedica melodías al Sol, los vientos y los cuatro puntos cardinales con una flauta de carrizo y un pequeño tambor.
Tras las súplicas, los danzantes se arrojan al vacío y giran como pájaros mientras la cuerda que los sostiene se desenrolla y los hace descender, lentamente, a la tierra. Aunque el vuelo es la parte más atractiva para los turistas, es un proceso largo y complejo.
Gracias a que, en 2009, la Unesco otorgó a este ritual la denominación de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, ha habido un incremento en el número de voladores, más plazas de trabajo disputadas y la aparición de gestores e instituciones culturales interesadas en perpetuar esta ceremonia: así nació la Escuela de Niños Voladores, donde los más pequeños fomentan el espíritu volador de sus antepasados.
Si quieres conocer la Escuela de Niños Voladores, dirígete al Centro de las Artes Indígenas: un lugar único, vital y cambiante, creado para luchar contra el olvido de las raíces totonacas. Entre sones, fandango y color podrás empaparte de las enseñanzas, valores, arte y cultura de ese pueblo.
La visita se convertirá, sin duda, en una experiencia para recordar.