El último día de Osama Bin Laden

Justo después de la medianoche del lunes 2 de mayo de 2011, los ocupantes del complejo residencial de Osama Bin Laden en Abbottabad, Pakistán, se despertaron sobresaltados al oír cerca ruidos de explosiones. La hija de Bin Laden, Miriam, de 20 años de edad, subió corriendo al dormitorio de la tercera planta del edificio principal y le preguntó a su padre qué estaba ocurriendo.

—Ve abajo y vuelve a la cama —le respondió el líder de Al Qaeda.

Bin Laden llevaba más de cinco años escondido en su complejo, de 4,000 metros cuadrados de superficie. Dormía con la más joven de sus esposas, una yemení de 28 años llamada Amal. Las dos esposas mayores, Jairiya y Siham, ocupaban sus propias habitaciones en las plantas de abajo, junto con varios de los hijos de Bin Laden. En otro edificio del complejo vivían dos de los más antiguos y cercanos asesores del cabecilla.

Sobre la repisa del dormitorio de Bin Laden se encontraban sus dos compañeras inseparables: un fusil AK-47 y una pistola Makarov semi-automática. Pero no tuvo tiempo de levantarse para tomar las armas. Se volvió hacia Amal y le dijo:

—No enciendas la luz.

Fue una advertencia inútil. Alguien —aún no se sabe con certeza quién— había cortado el suministro eléctrico de la zona para dar una mayor ventaja a los miembros de los Equipos Mar, Aire y Tierra (SEAL, por sus siglas en inglés) de la Armada estadounidense mientras se acercaban al refugio de Bin Laden aquella noche sin luna. De hecho, esas palabras fueron las últimas que pronunció el líder.

 

Una decisión crucial

Estados Unidos llevaba 10 años persiguiendo a Bin Laden. A principios de 2011, fuentes de inteligencia militar notificaron que el líder de Al Qaeda vivía desde hacía varios años en un complejo residencial fortificado en Abbottabad. Tenían una certeza de entre 60 y 80 por ciento de que Bin Laden se escondía en ese sitio.

En una junta celebrada en la Casa Blanca el 28 de abril de 2011, el principal asesor militar de Barack Obama, el almirante Michael Mullen, le presentó al Presidente un plan para asaltar el complejo. Explicó que había asistido a un simulacro completo del asalto y que sus hombres estaban listos para ejecutarlo. Sin embargo, el vicepresidente Joseph Biden no estaba a favor de realizar la incursión.

—Necesitamos estar mucho más seguros de que Bin Laden se esconde allí —le dijo a Obama.

La secretaria de Estado, Hillary Clinton, hizo una larga exposición de los pros y contras del asalto. Como conclusión, señaló:

—El plan es muy arriesgado, pero yo diría que lo lleven a cabo.

El director de la CIA, Leon Panetta, también se mostró a favor.

—Yo siempre tengo en mente una pregunta clave: ¿Qué opinaría el estadounidense medio si le dijéramos que tenemos la oportunidad de atrapar al terrorista responsable de los atentados del 9/11? —comentó—. Pienso que diría: “Vayan por él”.

El Presidente escuchó a sus asesores, pero se reservó su propia opinión. “Obviamente”, declaró después, “yo sabía que si la operación fracasaba, no sólo cabía la posibilidad de perder vidas —las de los valientes miembros de los SEAL que realizarían el asalto—, sino que también habría graves consecuencias geopolíticas”.

Un día después, en la mañana, tuvo otra reunión con sus asesores militares en la Casa Blanca.

—¿Hay alguna novedad? —les preguntó el Presidente.

Le respondieron que ninguna. Entonces Obama dijo:

—Ya lo he pensado bien y mi decisión es ésta: háganlo.

 

Asuntos de rutina

Alrededor de las 8 de la mañana del domingo 1 de mayo, empezaron a llegar a la Casa Blanca los principales asesores de seguridad. Tuvieron cuidado de comportarse como si fueran a tener una junta para tratar asuntos de rutina. El presidente Obama incluso se marchó a su acostumbrada partida de golf dominical.

La mayor preocupación del grupo de asesores era el lugar donde se encontraba el complejo residencial de Bin Laden. Abbottabad es una ciudad de unos 500,000 habitantes, situada en las estribaciones del Himalaya, y alberga numerosas escuelas de prestigio, entre ellas la principal academia militar de Pakistán. Los estadounidenses se disponían a realizar una operación militar secreta en ese país, un aliado nominal. ¿Qué ocurriría si los soldados paquistaníes descubrían la operación? Podría desatarse un tiroteo con los norteamericanos, y eso no era nada bueno.

A la una de la tarde en punto, hora de Washington, mientras caía la noche en Pakistán, a 11,200 kilómetros de distancia, los asesores del presidente Obama se reunieron en la Sala de Situaciones de la Casa Blanca. A las 13:22 el director de la CIA, Panetta, dio la orden al almirante William McRaven —quien iba a dirigir el ataque contra Bin Laden desde Jalalabad, en el este de Afganistán— para que comenzara el asalto.

—Vayan allí y atrapen a Bin Laden —le dijo—, y si no está escondido en ese sitio, ¡lárguense!

A las 2 de la tarde, Obama volvió de su partida de golf y fue directamente a la Sala de Situaciones.

Acababan de dar las 11 de la noche en Abbottabad, y en el refugio de Bin Laden todos estaban durmiendo. El líder de Al Qaeda era el monarca absoluto de su familia, y les exigía a todos que llevaran una vida austera. Mataban a las cabras que criaban para obtener carne. La leche procedía de sus propias vacas; los huevos, de sus gallinas, y las verduras, de su huerto casero. El complejo estaba rodeado por un camino de tierra. Las bardas, de 3.60 metros de altura, el alambre de púas y las cámaras de vigilancia lo hacían parecer una prisión de seguridad mínima.

El dormitorio de Bin Laden en el tercer piso tenía ventanas sólo por un lado, algunas rendijas en la pared a nivel de los ojos y una ventana grande que daba a una pequeña terraza con muro alto. El techo del cuarto era bajo, de no más de dos metros de altura, lo que obligaba al espigado Bin Laden a encorvarse un poco al entrar o salir de la habitación. El pequeño baño, en un lado, tenía sólo un escusado rudimentario y una ducha de plástico barata. En ese baño, Bin Laden solía teñirse el cabello y la barba en un intento por mantener una apariencia juvenil a sus cincuenta y tantos años.

Casi con toda certeza, Bin Laden conservaba las prácticas religiosas de su juventud: se levantaba antes del amanecer y oraba siete veces al día, dos veces más de lo exigido por el islam tradicional. Se pasaba los días envuelto en una manta para soportar el frío de la montaña, viendo una y otra vez videos protagonizados por él mismo, vigilando las emisiones televisivas de Al Jazeera y las de radio de la BBC, y leyendo libros antiestadounidenses. Lo atendían tres de sus cuatro esposas; la primera de ellas, Najwa, había regresado a Siria, su país natal, en el verano de 2001.

Debido a su edad —62 años— y a su carácter firme, Jairiya, maestra de niños sordomudos antes de casarse con Bin Laden, en 1985, ocupaba el primer sitio en la escala jerárquica de las esposas. La seguía Siham, de la misma edad que su marido, 54 años, quien se había doctorado en gramática del Corán cuando vivía con el líder de Al Qaeda en Sudán, a mediados de los años 90; por lo común ella se encargaba de corregir los escritos de su esposo. No había muchas rencillas entre las mujeres de Bin Laden. Todas se habían casado sabiendo que sería un matrimonio polígamo y, según ellas, aceptado por Dios.

 

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