La probabilidad de salir con vida de un accidente aéreo grave es de 76 por ciento; la de ser el único en quedar vivo para contarlo equivale casi a un milagro.
El 30 de junio de 2009, Bahia Bakari, una niña francesa de 12 años de edad, y su madre, Aziza Aboudou, de 33, viajaban en el vuelo 626 de Yemenia con destino a las Comoras, islas situadas frente a la costa oriental de África, para visitar a su familia. Minutos antes de aterrizar, el AirbusA310 se sacudió con violencia a causa del viento; las luces parpadearon, los motores se apagaron y el avión, con 142 pasajeros y 11 tripulantes a bordo, cayó al océano Índico y se hizo pedazos al impactarse en el agua.
Bahia salió disparada del avión. Sin chaleco salvavidas, comida, ni agua potable, permaneció 13 horas asida a un trozo del fuselaje hasta que un tripulante de un barco de rescate privado la sacó del océano. Días después, mientras se recuperaba de las lesiones en un hospital de París, un psicólogo le dio a la niña una noticia increíble: ella era la única sobreviviente del accidente.
Ser el único en salvar la vida es un peso difícil de llevar, dice la cineasta Ky Dickens, de 36 años, cuyo documental El único sobreviviente, de 2013, cuenta la historia de varios supervivientes de accidentes aéreos. “Sienten muchísima presión”, afirma Dickens, quien en su adolescencia sobrevivió a un accidente automovilístico en el que perecieron varios de sus amigos. Impulsada en parte por esa experiencia, se puso en contacto con George Lamson, pasajero de un avión que se estrelló y en el que murieron todos a bordo, incluido su padre, para que relatara su historia. “Ellos se preguntan: ‘¿Por qué fui el único que salvó la vida? ¿Estoy destinado a hacer algo excepcional?’”
George y otro sobreviviente único, Annette Herfkens, describen aquí lo que significa formar parte de un pequeño grupo al que jamás pidieron pertenecer, pero del que son muy afortunados integrantes.
Sobreviviente: George Lamson
Fecha: 21/ene/1985 Vuelo: 203 de Galaxy Airlines Origen: Reno, Nevada
Destino: Minneapolis, Minnesota Personas a bordo: 71 Pasajeros muertos: 64 Tripulantes muertos: 6
Tras reducir la potencia de los motores, los pilotos perdieron el control del avión, que cayó sobre un lote de venta de remolques cerca del centro de Reno.
Cuando mi padre y yo localizamos nuestros asientos, me acomodé en el mío e intenté dormir. Poco después dos hombres vinieron y nos dijeron que esos asientos eran suyos. No era cierto, pero mi papá dijo “Está bien”, e intercambiamos lugares con ellos. Nuestros nuevos asientos estaban en la primera fila, justo detrás de una mampara.
Luego del despegue, todo iba bien. Después se desató la turbulencia y el avión empezó a inclinarse hacia la derecha. No parecía nada grave, pero por la ventanilla vi que estábamos perdiendo altura rápidamente. Por el altavoz, el piloto anunció que la nave estaba cayendo. Deben de haber pasado 10 segundos antes de que nos estrelláramos contra el suelo. Rebotamos tres veces, y a la tercera el avión cayó sobre un lote de venta de remolques y se hizo pedazos; iba a unos 225 kilómetros por hora. Yo salí despedido más de 12 metros hasta una calle cercana al centro de Reno.
Brotaron llamas por todas partes, y yo busqué entre los restos para ver si había alguien con vida. Un recuerdo que aún me persigue es cuando encontré al hombre que ocupó mi asiento. Estaba tumbado en el suelo, de frente al fuego, y vi que tenía los ojos abiertos. Me acerqué a él para intentar ayudarle, pero entonces me di cuenta de que estaba muerto. Si no hubiéramos intercambiado asientos, el cadáver que yacía allí habría sido el mío.
Cuando llegaron las ambulancias, me llevaron al hospital junto con otro sobreviviente que tenía quemaduras de tercer grado por todo el cuerpo y la piel achicharrada. Le dije: “No puedo creer que por fin haya encontrado a alguien. Aquí estamos, seguimos vivos y conversando”. Su respuesta fue: “No hay nadie aquí”. No pensé que estuviera tan grave, pero en cuanto los socorristas empezaron a curarlo, lo oí dar gritos de dolor. Supe que murió unos días después.
Para mí era muy difícil explicar a la gente lo terriblemente triste que fue todo lo ocurrido. Cuando hablé por primera vez con algunas personas después del accidente, dieron por sentado que yo era alguien especial. Me decían: “Eres increíble; fuiste capaz de sobrevivir a eso”. A menos que uno haya pasado por una experiencia así, no puede entenderla verdaderamente. Luego de ver a tanta gente perder la vida, uno se pregunta: ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué todas esas personas murieron y yo no?
Cuando me dieron de alta volví a casa. Terminé el bachillerato y entré a la universidad. Siempre había imaginado que obtendría un título, y que tal vez me convirtiera en piloto y me uniera a las Fuerzas Aéreas. Al llegar las vacaciones del primer semestre de la universidad me di cuenta de que las cosas nunca volverían a ser iguales, porque mi padre ya no estaba. Pasé las vacaciones lo mejor que pude y luego regresé a clases. Pero entonces ocurrió el desastre del transbordador Challenger y me sumí en la depresión. Abandoné la universidad, y después me mudé a Reno. Hoy día trabajo como crupier en un casino.
Al pensar en los planes que tenía, parece como si me hubiera quedado corto en la vida. Me imaginaba que los familiares de las personas que murieron en el accidente decían: “Vean a este tipo: recibió una segunda oportunidad en la vida. ¿Por qué sigue vivo? No está haciendo nada extraordinario con su vida. Estoy seguro de que mi papá (o un esposo o un hermano) sí habría hecho algo excepcional”. Intenté reprimir la mayor parte de esos sentimientos, pero volvían una y otra vez y me provocaban depresión o me llenaban de ira.
En julio de 2010 viajé a Minnesota para conocer a los familiares de tres de los pasajeros del vuelo fatídico. Me sentía físicamente mal cuando me dirigí en auto a la casa de la primera familia. Sarah había perdido a sus padres y a sus abuelos en ese vuelo. Tenía seis años de edad cuando ocurrió el accidente. Pensé en lo traumático que debía de haber sido para ella.
Cuando llegué a la casa, le di un abrazo a Sarah y hablamos un poco; luego fuimos a la cocina y allí me enseñó una foto de sus padres. En ese momento todo cambió. Por extraño que parezca, sentí la presencia de sus padres en la habitación; sentí que estaban junto a Sarah, sonriendo, y que me perdonaban por no haber hecho nada extraordinario con mi vida. Sarah estaba feliz de verme, y yo de verla a ella. Me mostró una foto suya de cuando tenía seis años, y entonces la miré a ella, a sus treinta y tantos años, y me eché a llorar. Sentí que era parte de su familia. Fue un sentimiento auténtico y maravilloso de alivio y amor. Me sentí realmente bien.
Después de mudarse a Reno en los años 90, George Lamson se casó y tuvo una hija, que en la actualidad tiene 18 años de edad. Padre e hija siguen viviendo en Reno.
Sobreviviente: Annette Herfkens
Fecha: 14/nov/1992 Vuelo: 474 de Vietnam Airlines Origen: Ciudad Ho Chi Minh, Vietnam
Destino: Cam Ranh, Vietnam Personas a bordo: 31 Pasajeros muertos: 24 Tripulantes muertos: 6
En medio de una fuerte tormenta tropical, los pilotos perdieron el control del avión trimotor y chocaron contra la cresta de una montaña.
Habían transcurrido 49 de los 55 minutos que duraba el vuelo cuando el avión se sacudió con violencia. “No te preocupes. Es sólo una bolsa de aire”, le dije a mi novio, Pasje. Luego la nave dio otro bandazo tremendo y la gente a bordo empezó a gritar. Sujeté la mano de Pasje. Es lo último que recuerdo.
Más tarde supe que el avión se había estrellado contra la cresta de una montaña a 480 kilómetros por hora. Un ala se desprendió, y el resto de la nave se impactó en la ladera de la montaña contigua. Cuando desperté, seguía dentro del avión, con un cadáver encima. El asiento de Pasje se había deslizado hacia atrás y él yacía muerto, con una leve sonrisa en los labios. Podía ver la selva por un boquete donde antes estaba la cabina de mando. Tenía heridas profundas en todo el cuerpo. De una pierna me asomaban 10 centímetros de hueso. Cuando intenté moverme, sentí un intenso dolor en las caderas.
No sé cómo me las arreglé para salir del avión. Había cadáveres por todas partes, y personas que gemían. Un vietnamita muy amable me aseguró que pronto llegaría la ayuda. “Soy un hombre muy importante”, dijo. “Vendrán a buscarme”. Durante las horas siguientes, su respiración se fue debilitando. Vi cómo se le iba la vida. Cerró los ojos y murió. No se oía ningún sonido y nada se movía. Nunca me había sentido tan sola.
Permanecí ocho días en el suelo de la selva, esperando. Tenía las manos cubiertas de sanguijuelas; los pies, horrendamente hinchados, y los dedos gordos ennegrecidos. No tenía nada para beber, pero cuando llovía lograba exprimir un poco de agua de mi camiseta mojada y llevármela a la boca. El cuerpo sin vida del hombre que estaba junto a mí empezó a descomponerse, así que me arrastré hasta otro lugar apoyándome en los codos. El impacto del avión había abierto un claro en la espesura, y podía yo ver una montaña a lo lejos. Sentí que me fundía con la belleza del paisaje y la mortandad que me rodeaba.
Finalmente, unos hombres vietnamitas llegaron y me bajaron de la montaña en una manta atada como hamaca a un palo. El viaje fue tan largo que tuvimos que pasar la noche en la selva. Al otro día llegamos a un pueblo, y de allí me llevaron en auto a un hospital de Ciudad Ho Chi Minh. Un día después me trasladaron en avión a un hospital de Singapur. Al cabo de dos semanas me encontraba en Holanda, mi país, donde los médicos me cubrieron la herida de la pierna con injertos de piel del muslo y revisaron los cuatro clavos que me habían puesto en la mandíbula fracturada. El dolor era incesante.
Dos meses y medio después del accidente, regresé a mi trabajo como operadora internacional de bonos y a mi hogar en Madrid. Al verme sola en mi apartamento, me hice plenamente consciente de la ausencia de mi novio. Pasje —mi guía, mi otro yo— se había ido. Día tras día me invadían amargos pensamientos. Estaba enojada con la muerte, con la vida, con todos mis sueños incumplidos.
Tras el accidente, empleé todas mis energías en parecer la misma Annette de siempre, en comportarme como mis colegas. Quizá lo hice para consolar a otros, o para consolarme a mí misma. Me guardé los recuerdos y puse todo mi empeño en seguir adelante y hacer que el mundo olvidara que era yo una sobreviviente.
En 2006 volví a Vietnam. Me dirigí al pueblo adonde me llevaron tras el rescate y me reuní con algunos de los hombres que me bajaron de la montaña hacía tantos años. Al día siguiente nos levantamos antes del amanecer y emprendimos una caminata en grupo. Después de vadear seis ríos, empezamos a escalar. Tardamos más de cinco horas en llegar al sitio del accidente.
Me senté entre los árboles y miré la ladera de la montaña. Me pareció más ominosa de lo que recordaba, y no tan verde ni tan bonita. Miré hacia atrás e intenté imaginarme el fuselaje, con Pasje dentro. Allí fue donde terminó su vida. No sentí su presencia, al menos no más de lo habitual.
Seguí avanzando montaña arriba y me detuve junto a una roca. Busqué en mi mochila un delfín y una foca blanca de madera en miniatura que había comprado, los puse encima de la roca y dije: “Adiós, Pasje”.
Annette Herfkens vive actualmente en la Ciudad de Nueva York con su esposo, Jaime Lupa, y sus dos hijos, Maxi y Joosje.
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