Llevaba casi una semana sola en nuestro pequeño y frío apartamento en Eundeok, el pueblo de Corea del Norte donde nací. Mis padres habían vendido la mayor parte de nuestros muebles para comprar comida. Hasta las alfombras se habían ido, de manera que dormía sobre el piso de cemento en un saco hecho con ropa vieja. No había nada en las paredes, salvo dos retratos enmarcados, uno de Kim Il Sung, nuestro “Presidente Eterno”, y el otro de Kim Jong Il, el “Querido Líder”, su hijo y sucesor. Vender esos retratos se habría considerado un sacrilegio, sancionable con la muerte.
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No había electricidad ni calefacción en el apartamento, pero apenas sentía el frío porque estaba completamente exhausta luego de varios días sin comer. Pensaba que la tierra se iba a abrir y que me tragaría. Estaba segura de que iba a morir de hambre. Ya no tenía miedo, pero no quería dejar el mundo así, sin dejar rastro.
Entonces empecé a escribir mi “testamento”. Era diciembre de 1997, y yo tenía 11 años. Mi madre y mi hermana mayor, Keumsun, me habían dejado sola seis días antes para ir a Rajin-Sonbong, una ciudad cercana, a buscar comida. Quería que mi madre supiera que había esperado su regreso y que me sentía abandonada. Sentada en la penumbra, abrí mi cuaderno y escribí: “Mamá, estoy esperándote. Llevo seis días sin moverme de aquí. Siento que voy a morir pronto. ¿Por qué no has vuelto todavía?”
Me eché a llorar mientras la oscuridad de la noche me envolvía. Me acosté y cerré los ojos. Estaba segura de que ya no iba a despertar.
De pequeña jamás imaginé que mi vida iba a cambiar tan rápida y drásticamente. Hasta los nueve años, fui una niña feliz. Eundeok está situado en las montañas del noreste de Corea del Norte, a menos de 15 kilómetros del río Tumen, que separa al país de China y de Rusia. Durante el invierno es frío, tanto, que algunas veces me iba a la escuela caminando a través de una fuerte nevada. Yo cumplo años en el verano, en la misma fecha que se celebra el día en que Corea fue liberada de la ocupación japonesa en 1945. Mi cumpleaños siempre había sido un momento feliz.
Aunque estaba rodeado de fábricas, mi pueblo no era grande. El Ejército tenía varias bases cerca, como en muchos otros sitios del país. A lo lejos, en los montes, se alcanzaban a ver algunas franjas con árboles, pero los cerros del pueblo estaban desnudos porque los bosques habían sido arrasados para hacer leña.
“Apenas sentía el frío porque estaba completamente exhausta luego de varios días sin comer”
Por el centro de Eundeok fluye un río, y un puente comunica ambos lados. Los edificios más grandes del pueblo estaban hechos de cemento, y ninguno de ellos tenía más de cinco pisos. No había anuncios en las calles. Los muros estaban desnudos, o bien, tapizados de propaganda que alababa a nuestro “Querido Líder” Kim Jong Il y el “paraíso socialista” que había creado en Corea del Norte.
El edificio donde vivíamos era de tres plantas y tenía las paredes agrietadas; sin embargo, yo vivía contenta en él. Mi padre, que trabajaba en una fábrica de armas, iba a recogerme a la escuela después de clases. A veces nos deteníamos a comprarle un poco de naengmyeon (fideos fríos) a algún vendedor ambulante, o íbamos al cine con boletos que papá conseguía mediante sus contactos de la fábrica. Mi madre trabajaba en el hospital, y a veces nos llevaba comida de la cafetería, así que no pasábamos hambre.
Me gustaba ir a la escuela. Mamá nos despertaba antes del amanecer. Yo me aseaba y me ponía una falda azul marino, una blusa blanca y un pañuelito rojo alrededor del cuello: el uniforme oficial de la Liga Infantil. Me reunía con mis amigas y marchábamos juntas hacia la escuela entonando canciones de alabanza a los dirigentes de nuestro país. Después de que los maestros revisaban nuestros uniformes, leíamos sobre la vida de Kim Jong Il. Estudiar la biografía de nuestros dirigentes era una de las materias más importantes, además de matemáticas, lengua y literatura coreanas y ética comunista.
En clases, se esperaba que permaneciéramos sentados y en silencio. Hasta el menor ruido se castigaba con la humillación pública. Yo nunca me metía en líos, pero la maestra podía darnos azotes con una vara delante del grupo para disciplinarnos.
También era yo una buena alumna, pero eso no me eximía de las sesiones de autocrítica obligatorias para todos en el país, desde los trabajadores de las fábricas hasta los niños de escuela. Al final de la jornada, cada alumno tenía que confesar sus faltas delante de todo el grupo. Recuerdo que un día hice un comentario crítico mientras trabajaba en el jardín de la maestra, una tarea que se asignaba a los “buenos estudiantes”.
—¿Qué sentido tiene que cosechemos todo este maíz si no podremos comerlo? —dije en tono de queja.
Una de mis compañeras de clase me denunció, así que la maestra me reprendió severamente.
—¡Esa actitud individualista es inaceptable en la sociedad socialista de Corea del Norte! —me gritó.
Una de mis canciones favoritas era Mil millas de aprendizaje, que contaba la odisea del joven Kim Il Sung por las montañas de China tras haber luchado contra los japoneses. Yo no tenía ningún deseo de criticar la dictadura de nuestros líderes; sin embargo, algo que ocurrió cuando cursaba la primaria empezó a sembrar en mí dudas serias acerca de nuestro país. Una mañana la maestra nos dijo que íbamos a asistir a un acto importante para nuestra educación: la ejecución de un hombre declarado culpable de cometer “crímenes graves”.
Las maestras nos llevaron al centro del pueblo. Había una multitud reunida en un terreno baldío, justo al lado del puente principal. Como éramos pequeños, nos colocaron arriba del puente. Desde allí podríamos ver con claridad y no nos perderíamos la importante lección pedagógica.
“¿Qué sentido tiene que cosechemos todo este maíz si no podremos comerlo?”
Apareció un auto con vidrios polarizados. Los policías sacaron a rastras a varios hombres que tenían la cabeza y el rostro cubiertos con pañoletas. La multitud se estremeció. Tras un interrogatorio simbólico, los acusados confesaron sus fechorías. Después, los ataron a postes de madera clavados a la orilla del río. Yo no entendía cómo se las arreglaban para permanecer tan impasibles cuando sabían que estaban a punto de morir.
De pronto oímos un ruido ensordecedor. Salté, asustada. Los disparos parecían durar una eternidad. Luego, todo quedó en silencio. A través de la columna de humo pude distinguir trozos de carne sobre unos charcos de sangre. Fue allí donde aprendí a tener compasión por los demás; sentí una conmiseración inmensa, un sentimiento de fraternidad hacia aquellos hombres que habían sido fusilados con tanta crueldad.
Después de esa terrible primera prueba, me acostumbré a las ejecuciones públicas, aunque siempre me causaban pesar. Recuerdo a un hombre al que fusilaron por haber “ofendido al Gran Líder”. Había arrancado algunas letras de bronce de una inscripción oficial de Kim Jong Il. Sin duda, lo único que quería era vender el metal a los chinos para no morir de hambre, pero su acto era un delito y estaba penado con la muerte.
Aunque mi cuerpo era delgado como una vara, esa noche me sentía como si pesara una tonelada. Me había desplomado en el duro piso de cemento mientras la oscuridad me envolvía. Ya no tenía fuerzas para luchar. Mi madre me había abandonado. Me mantuve totalmente inmóvil al oír pasos en la escalera. Aquella fría noche de diciembre de 1997, a mis 11 años, supe que iba a morir sin siquiera haber llegado a la adolescencia.
Un leve ruido llegó a mis oídos de repente. ¿Estaba soñando? Entreabrí un ojo. Una silueta apareció ante mí; la sombra se fue agrandando. Asustada, levanté la cabeza y entonces reconocí aquella figura: era mi madre, y Keumsun estaba detrás de ella. Sentí que una oleada de adrenalina me recorría el cuerpo, y mi angustia empezó a disiparse. Nunca había sentido una felicidad tan grande como la que experimenté en ese instante.
Cuando más segura estaba de que iba a morir, mamá y mi hermana habían vuelto a casa. Pero mi alegría se desvaneció al darme cuenta de que habían regresado con las manos vacías. Mi madre se veía muy cansada y afligida. Bebió un vaso de agua mientras sus ojos recorrían la habitación desnuda y en penumbra.
—Lo único que nos queda por hacer aquí es morirnos —dijo en un tono de derrota.
En silencio, se acostó sobre otro saco de dormir improvisado en un rincón. Keumsun y yo nos acurrucamos a su lado. Poco a poco me fue venciendo el sueño. Estábamos hambrientas e indefensas, pero al menos no me iba a morir sola.
Por la mañana nos despertó el ruido de la calle, pero no nos movimos. Mamá estaba quieta como una estatua. Ella era nuestra última esperanza contra el flagelo que asolaba a nuestro país y que empeoraba cada vez más: la hambruna.
Desde 1995, los miembros de mi familia habían muerto uno tras otro; las siguientes seríamos nosotras tres. En un lapso de menos de dos años, mamá había perdido a su madre, y después a su padre. Luego, hacía apenas un mes, le llegó el turno a mi papá. Su frágil cuerpo se había debilitado mucho desde que las fábricas habían dejado de repartir raciones de comida. Cada día estaba más demacrado. Una noche, mientras llevaba a casa una carga de carbón, se desplomó de agotamiento delante de nosotras.
Poco después cayó de nuevo, y ya no volvió a levantarse. Ni siquiera tuvimos dinero para darle un entierro digno. Su tumba no fue más que un hoyo cavado en el lodo, y su lápida, una tabla de madera con su nombre escrito, para que no fuera olvidado. Unas semanas más tarde alguien robó la tabla, quizá para usarla como leña; la gente estaba dispuesta a hacer lo que fuera con tal de sobrevivir.
Mamá yacía inmóvil sobre el saco de dormir. El viaje a Rajin-Sonbong había sido nuestra última esperanza. Ella había pensado que podría volver con comida o un poco de dinero y salvarnos a las tres, pero había fallado.De pronto, por alguna razón, presentí que mi madre estaba concibiendo un plan. Afuera, ya brillaba el sol. Entonces mamá se levantó con una expresión resuelta en los ojos. Había decidido entrar en acción.
“Yo no entendía cómo se las arreglaban para permanecer tan impasibles cuando sabían que estaban a punto de morir”
Se acercó a la pared donde colgaban los retratos de nuestros dirigentes, Kim Il Sung y Kim Jong Il; se puso de puntillas y los bajó. Luego, con cuidado, separó los marcos de las fotografías. Los dos líderes nos habían observado día y noche desde nuestra más tierna infancia, como en todos los hogares de Corea del Norte. Los marcos de madera eran los últimos objetos que nos quedaban por vender, pero al quitarlos mi madre había cometido un delito penado con la muerte. Desarmó los marcos para asegurarse de que nadie supiera de dónde habían salido esos listones de madera, y luego quemó las fotos.
Mamá vendió los trozos de madera en el mercado, y con el dinero por fin pudimos comprar un poco de comida. Por primera vez en tres días tenía algo que llevarme a la boca. Sin embargo, todo seguía siendo incierto. ¿Cómo podríamos sobrevivir?
El invierno avanzaba lentamente y mi madre no se permitía descansar. Solía haber temperaturas de menos de 15 grados Celsius bajo cero a la intemperie y no teníamos calefacción en el apartamento. Nuestra hambre era desesperante. Los vecinos decían que el fantasma de mi padre pronto vendría a llevarse a mi madre.
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Fue entonces cuando mamá comenzó a pensar en lo inimaginable: huir del país. Empezó a hacer planes para escapar de Corea del Norte hacia tierras desconocidas para salvarse ella y salvar a sus dos hijas. Nos dirigiríamos hacia China.
Eundeok está situado a una hora en auto de la frontera con China, pero nunca imaginamos el riesgo que íbamos a correr. Cruzar ilegalmente esa frontera, que era vigilada por guardias armados, parecía una locura; sin embargo, nuestras probabilidades de sobrevivir en Corea del Norte eran muy pocas. Además, algunos amigos nos habían contado historias de familias que habían huido a China y les estaba yendo bien allí.
Mi madre estaba decidida. A fin de cuentas, no teníamos nada que perder. Nos convertiríamos en desertoras, traidoras a la patria. A esas alturas, nuestra motivación estaba lejos de ser política. Nos impulsaba el instinto de supervivencia, no la idea de rebelarnos contra el régimen. Nuestro único objetivo era hallar comida y sobrevivir. Fue sólo después, al final de nuestro largo y peligroso viaje en busca de la libertad, cuando entendí lo sometidas que vivíamos en Corea del Norte y empecé a percatarme de los horrores de ese gobierno inhumano.
Estaba anocheciendo en Eundeok. La primavera se acercaba, pero yo seguía tiritando de frío. Keumsun, mi madre y yo salimos con sigilo. Mamá cerró la puerta de nuestro apartamento, esta vez para siempre.
En una mochila pequeña llevaba yo mis recuerdos más preciados, entre ellos una foto de mi padre. Mi madre llevaba un hacha y una sierra que había pedido prestadas a un amigo, arguyendo que iba partir un poco de leña. No pensaba devolverlas; nos iban a servir para conseguir comida durante la travesía.
Era noche cerrada cuando llegamos a la frontera china, luego de una hora de viaje en la parte trasera de un camión destartalado. Nos escondimos en los matorrales, y alcancé a ver un letrero que decía “Río Tumen”. Más allá del río estaba China. La libertad y lo que más deseaba yo —arroz— nos esperaban al otro lado.
Nos quedamos quietas y en silencio durante varias horas. Mamá se puso a calcular de cuánto tiempo dispondríamos entre cada ronda de los centinelas. Cerca de la medianoche, justo cuando un guardia acababa de pasar, mamá nos dio la señal. Se dirigió hacia la arena, y Keumsun y yo la seguimos. Cuando llegamos al río, mis pies se hundieron en el agua helada. No sabía yo nadar, pero mi madre me sujetó con fuerza.
Al principio el agua nos llegaba a las rodillas; luego, hasta el cuello. Yo estaba muy asustada. Cuando mamá se percató de que el río era demasiado profundo, nos hizo regresar a la orilla del lado norcoreano. Nos dijo que la esperáramos allí mientras ella cruzaba el río sola e intentaba encontrar un camino seguro para nosotras. Poco a poco su silueta se fue desdibujando. Los dientes me castañeteaban mientras la veía perderse en la oscuridad. Temía que pudiera ahogarse y que nunca más la viéramos. El corazón se me salía del pecho.
De pronto mi madre reapareció, escurriendo agua. Todo el cuerpo le temblaba y apenas podía caminar. Nos contó que, a unos cuantos metros de alcanzar el lado chino, se había resbalado y caído al agua.
Me sentí impotente. En la oscuridad, dos jovencitas trataban de cuidar a su madre, empapada y helándose por haber caído al río.
—Se acabó. Vamos a hablar con los guardias —dijo mamá, derrotada.
El jefe de policía fue a vernos a la estación de patrullaje. Mamá le dijo que habíamos salido de casa a cortar leña para venderla y comprar comida, que por eso teníamos el hacha y la sierra y estábamos cerca del río. No nos creyó en lo más mínimo, pero nos llevó unas tortitas hechas con harina de maíz y un poco de leche en polvo, y nos dejó dormir en el suelo.
“Nos impulsaba el instinto de supervivencia, no la idea de rebelarnos contra el régimen”
Habíamos tenido suerte. A la mañana siguiente, el capitán de la guardia fronteriza nos dejó ir sin hacernos más preguntas, pero nuestra situación era aún precaria. Mamá había descartado regresar a Eundeok. Los vecinos sin duda ya sabrían de nuestro intento de escape y, además, no había comida para nosotras allí.
En vez de volver al pueblo, nos dirigimos hacia Rajin-Sonbong. Estaba lloviendo y no sabíamos dónde íbamos a dormir; estábamos muy afligidas. Lo peor para mí era que la foto de mi padre se había arruinado; no había sobrevivido al intento de cruce del río Tumen. La tinta se había corrido, y la imagen del rostro de papá se había borrado sin remedio.
Conseguimos llegar al puerto de Rajin, donde los pescadores descargan sus capturas de cangrejo. Vendimos las herramientas y compramos algunos cangrejos; luego, devoramos la carne sin pensar en el futuro.
No había quien nos ayudara en Rajin, así que decidimos ir a la ciudad de Chongjin, donde teníamos algunos parientes. Nos colamos a un vagón de tren y viajamos durante dos días, agazapadas en los rincones para evitar a los revisores y a los ladrones.
Cuando la hermana de mi madre nos abrió la puerta de su casa, se quedó sin habla; parecíamos indigentes. Muy pronto comprendimos que no éramos bienvenidas. No había comida, su esposo no nos quería cerca y, dos horas después, nos pidieron que nos marcháramos. Volvimos a la estación y tomamos el atestado tren que iba al norte, a la desolación de Rajin-Sonbong.
Y así, avergonzadas, comenzamos nuestra vida sin hogar. Cada noche teníamos que encontrar un nuevo refugio donde dormir y guarecernos de la lluvia. Cuando los comerciantes se iban, nos deslizábamos debajo de algún toldo en el mercado. A menudo llegaban policías a echarnos. Entonces nos refugiábamos en las escaleras de los edificios cercanos. Pasamos semanas sin poder bañarnos. Teníamos la cabeza infestada de piojos y no parábamos de rascarnos.
Cuando el tiempo mejoró y las lluvias cesaron, mi madre nos llevó al bosque a dormir bajo las estrellas. Nos bañábamos en los arroyos, y recogíamos leña para venderla por unas cuantas monedas en la ciudad.
El tiempo dictaba nuestra vida cotidiana. Después de una tormenta, íbamos a la playa a recolectar las algas que el mar arrojaba y hacíamos sopa para venderla en el mercado. En el puerto, yo recogía el pescado que los pescadores desechaban. Cierta tarde encontré una caja llena de manzanas, muchas de ellas podridas, que los comerciantes chinos habían abandonado. Saqué las frutas que aún estaban buenas y las comimos.
Esa forma de vida era agotadora. Así transcurrió la primavera y el verano. Al llegar el otoño, mi madre se dio cuenta de que no teníamos futuro en nuestro país. Habían comenzado las primeras heladas y pronto haría demasiado frío para sobrevivir en las calles. Pero el frío nos ofrecía otra oportunidad: el río Tumen se congelaría y estaría lo bastante firme para poder cruzarlo andando.
Aquella helada noche de febrero de 1999, un fulgor tenue se cernía sobre los árboles. El fuerte viento me azotaba la cara. En lo alto de un cerro, se elevaba una voluta de humo gris. Como necesitábamos entrar en calor, nos acercamos al humo.
Alrededor de una hoguera había dos figuras agazapadas: un hombre y una niña pequeña. Al ver lo desesperados que parecían, pensé que tal vez intentaban hacer lo mismo que nosotras: escapar del país. Mi madre empezó a conversar con el hombre, quien confirmó mi sospecha: se disponían a arriesgarlo todo para poder huir de Corea del Norte.
—El hielo está bastante firme. He visto a personas cruzar —dijo—. Pero es mejor esperar a que amanezca. A esa hora hay menos guardias.
Desde el cerro se veía el otro lado del río Tumen; era un sitio perfecto para observar los movimientos de los guardias armados. Justo frente a nosotros, en la oscuridad, estaba China, nuestra última esperanza.
Pasaban las horas y mi ansiedad iba creciendo. Recordé nuestro fracaso anterior. ¿Y si esta vez los soldados nos disparan?, pensé. En silencio, los cinco nos dirigimos ladera abajo hacia el río, a través del bosque. No había guardias a la vista. El hombre pisó el hielo para asegurarse de que estuviera congelado. Parecía firme, cubierto con una fina capa de nieve.
“Me imaginé que en cualquier momento aparecería un soldado y nos dispararía”
Caminamos en fila india, separados varios metros uno de otro para repartir el peso sobre el hielo de modo uniforme. Mi madre iba al frente, seguida por Keumsun, el hombre, la niña y yo. A mis espaldas, la noche era amenazadoramente oscura. Me imaginé que en cualquier momento aparecería un soldado y nos dispararía. Nos faltaban unos 100 metros para cruzar el río, pero parecían 1,000.
El corazón me latía con fuerza. Aceleré el paso. De pronto, perdí el equilibrio y caí sobre el hielo. Cuando me levanté, todos caminamos más despacio, mucho más de lo planeado. Los primeros rayos de luz empezaban a iluminar el cielo.
Teníamos que apresurarnos; nos faltaban sólo unos cuantos metros. Cuando alcancé a los demás pensé que habíamos llegado a la orilla, pero se trataba de un islote. Aún teníamos que cruzar al otro lado, donde el hielo parecía menos firme.
Cambiamos de lugar en la fila. La niña, que pesaba menos, se puso al frente, y yo detrás de ella. Despacio, la pequeña caminó hacia el otro lado del islote; de pronto oímos un crujido: la niña se hundió en el hielo.
Presas del pánico, retrocedimos hacia el centro del islote. La niña, que tenía las piernas hundidas hasta las rodillas, empezó a gritar.
—¿Alcanzas a tocar el fondo? —le preguntó su padre.
—Sí —contestó ella, asustada.
Entonces, a pesar del frío, comenzamos a vadear a través del agua helada. Avanzamos juntos unos cuantos metros más… ¡y nuestros pies tocaron China! Lo habíamos conseguido. Me detuve para recuperar el aliento, pero mi ropa empapada ya estaba empezando a congelarse.
Nos tomamos unos momentos para descansar, pero pronto nos invadió el miedo. Teníamos que alejarnos del río lo más que pudiéramos, porque si la policía china nos encontraba, nos enviaría de regreso a Corea del Norte. No quería yo imaginar siquiera los terribles castigos que recibiríamos si nos mandaban de vuelta.
Había campos de maíz hasta donde alcanzaba la vista. Teníamos que atravesarlos lo más aprisa que pudiéramos para llegar a los cerros e internarnos en el bosque. Yo tenía una pierna entumida y no podía correr. Con las pocas fuerzas que me quedaban, traté de seguir el paso de mi madre. ¡Los cerros me parecían tan lejanos!
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Por fin, unos 10 minutos después, lo logramos. Me dejé caer bajo los árboles cuando el día empezaba a clarear. El sol se asomó. Era mi primera mañana fuera de mi patria, el primer amanecer de mi nueva vida.
Las tres mujeres hallaron refugio temporal en un pueblo chino cercano; luego fueron entregadas a un granjero chino que las obligó a trabajar varios años en su finca hasta que, primero Keumsun y después Eunsun, lograron huir a una ciudad cercana. Allí encontraron empleos mal pagados. Con el tiempo su madre se unió a ellas, y se trasladaron a Shanghai. En 2006 Eunsun y su madre viajaron a Mongolia, donde se asilaron en la embajada de Corea del Sur y luego volaron a Seúl. Keumsun las alcanzó en Corea del Sur dos años después.
En la actualidad Eunsun, de 31 años, vive con su esposo y su pequeña hija en Corea del Sur. Está cursando una maestría y trabaja para una organización no gubernamental que promueve los derechos humanos en la península coreana.
Por Eunsun Kim, con la colaboración de Sébastien Falletti, tomado de corée du nord: 9 ans pour fuir l’enfer
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