Cuando Sally Pratley vio la foto del niño extraviado, no dudó en acudir al rescate…
Eran las 9 de la noche de un martes de octubre de 2012, a la mitad de las vacaciones escolares. Mientras sus hijos veían una película en la tele, Sally Pratley, de 38 años, encendió su teléfono inteligente para ver si alguien había respondido al anuncio de venta de una podadora de césped que había publicado esa mañana en un sitio web. Aún no había interesados en comprarla.
Mientras desplegaba entradas vio la foto de un niño pequeño con una sonrisa traviesa. La nota decía que Riley Martin, de cuatro años, se había extraviado alrededor del mediodía en Nambucca Heads, pueblo situado a unos 60 kilómetros al norte de la casa de Sally, en
Collombatti, en la costa norte de Nueva Gales del Sur. Al fijarse en los rasgos del chico, Sally se dio cuenta de que tenía síndrome de Down.
Sally llevaba siete años trabajando en la escuela local como maestra asistente de niños discapacitados; además, dirigía un grupo de baile extraescolar integrado por niños con síndrome de Asperger, parálisis cerebral y síndrome de Down. Con frecuencia se llevaba a su casa a los chicos para darles un respiro a sus familias.
Sally entró a la página de Facebook de la policía de Nueva Gales del Sur y leyó que Riley seguía extraviado. Había desaparecido nueve horas antes, con los tres perros de su familia. Esa tarde habían encontrado en la playa el pantalón de su piyama.
Si ese niño fuera mi hijo, desearía que todo el mundo lo estuviera buscando, pensó Sally. Sabía que tenía que ayudar a localizar a Riley. Metió varias mantas y almohadas en el maletero de su auto, y entonces ella, su hijo, Bronson, de 12 años, su pareja, Leif O’Brien, y el hijo de éste, Lachlan, de 11 años, partieron hacia Nambucca Heads.
Poco antes de las 11:30 de la mañana, Bianca Graham, la madre de Riley, había dejado al niño sentado a la mesa de la cocina comiendo un bo-cadillo mientras ella se duchaba.
Para Bianca, de 32 años, la vida había sido difícil desde que nació Riley. Vivía en un apartamento independiente en la parte posterior de la casa de su padre, junto con su nueva pareja, Andrew, el hijo de ambos, Seth, Riley, y los dos hermanos mayores de éste, Chloe, de 10 años, e Isaac, de seis.
Riley no sabía decir más que unas cuantas palabras, como “mamá”, “sí” y “no”, así que se comunicaba principalmente señalando con el dedo lo que quería. Le gustaban el baile y la música, pero lo que lo hacía más feliz era jugar con Bruno y Nitro, los dos fox terrier de la familia, y Missy, una cría de kelpie australiano. Sin importar lo bruscos que fueran los juegos, los perros eran muy pacientes con Riley, y él iba tras ellos todo el tiempo.
Bianca seguía en la ducha cuando Andrew notó que la puerta principal de la casa estaba abierta. Salió al jardín y buscó a Riley; ni él ni los perros se encontraban allí. Se lo dijo a Bianca, quien se apresuró a vestirse. Salió corriendo a la calle, descalza, y llamó a gritos a su hijo. Detuvo a los autos que pasaban por allí y les preguntó a los conductores si habían visto a un niño pequeño. Revisó la casa de al lado, que estaba desocupada, y luego se dirigió a la playa, a la que se llegaba caminando en unos cinco minutos.
Luego de una hora de buscar desesperadamente en todos los lugares que se les ocurrieron, Bianca y Andrew llamaron a la policía.
Los agentes que acudieron revisaron todo el apartamento, empezando por la cocina. También buscaron en la casa principal. Por la tarde, la policía, el Servicio Rural de Bomberos, el Servicio Estatal de Emergencias, la Asociación de Voluntarios de Rescate, el Servicio de Helicópteros de Rescate Westpac y miembros del Club de Surf y Salvavidas local estaban peinando la zona. Los medios informativos locales empezaron a emitir alertas, y el abuelastro de Riley publicó una foto del niño en Facebook. Pronto, cientos de voluntarios se habían sumado a la búsqueda.
Entonces, cerca de las 4 de la tarde, corrió la noticia de que habían encontrado en la playa el pantalón de la piyama de Riley, junto con huellas de pisadas de un niño pequeño y de varios perros. Bianca trató de convencerse de que los animales no habrían intentado meterse al agua, ya que estaba muy fría. Pensó que su hijo probablemente se había mojado el pantalón al jugar y se lo había quitado.
Sin embargo, al regresar a su casa, cuando el sol empezaba a ocultarse, vio que ninguno de los perros había vuelto al jardín; era extraño que no hubieran regresado a buscar comida, así que, sin que su angustia disminuyera, pensó que los animales estaban con su hijo. Al caer la noche Bianca vio cómo cientos de habitantes del pueblo recorrían la playa con antorchas en alto y llamando a gritos a Riley.
Cuando Sally, Leif y los niños se detuvieron en el estacionamiento de la playa Shelly, eran las 10:15 de la noche. Los socorristas habían suspendido por un rato la búsqueda, pero aún pasaban autos y había personas con antorchas en la playa. En la oscuridad, Sally apenas distinguía la playa, flanqueada por dunas de arena, rocas y una franja de maleza tupida. Cuando la familia bajó del auto, un aire helado les golpeó la cara.
Leif había crecido en esa zona y la conocía bien. Hacía poco uno de sus perros se había hecho una herida y huido por allí, y él lo había localizado siguiendo el rastro de sangre durante horas. ¿Adónde pudo haber ido Riley?, se preguntó. Tiene que haber un rastro de él en alguna parte.
En toda la playa había huellas, pero Leif, Sally, Bronson y Lachlan empezaron a buscar las de un niño pequeño y sus perros entre las dunas. Alrededor de las 11:30, a Sally le pareció oír un ladrido a lo lejos; luego, mientras recorrían la playa, vieron en la arena huellas de varios perros y las pisadas de un niño pequeño. El rastro conducía a la franja de matorrales. Bronson y Lachlan intentaron escalar un risco para buscar en la parte alta, pero era muy peligroso y desistieron.
Sally alcanzaba a ver la carretera por encima del follaje, y un poste con una señal de curva cerrada. Volvieron todos al auto, condujeron desde allí hasta el poste y trataron de internarse en la espesura desde arriba; sin embargo, la maleza era demasiado tupida y peligrosa en la oscuridad.
—No podremos hacer nada más hasta que haya luz —dijo Leif.
Para entonces ya era la una de la madrugada, y Bronson y Lachlan estaban cansados. Sally los acomodó en el asiento trasero del coche, con las almohadas y las mantas, y entonces Leif siguió conduciendo.
Una media hora después, encontraron un lugar solitario donde estacionarse y dormir. No pienso darme por vencida, pensó Sally mientras clavaba la mirada en el reloj del tablero, deseando que las horas pasaran rápidamente y amaneciera. Los pies se le estaban congelando, y no podía dejar de pensar en que Riley estaba afuera, en algún lugar, vestido sólo con una camiseta. Por favor, sol, date prisa en salir, imploró en silencio.
Bianca tampoco estaba dormida. Al caer la noche empezó a temer lo peor. Pensó que su hijo debía de estar muy asustado y helándose. ¿O se habría ahogado? ¿Se lo habría llevado alguien? ¿Volvería a verlo?
A la una de la madrugada ya había recorrido un estacionamiento de casas rodantes cercano, deseando que su hijo se hubiera refugiado en alguna de ellas. Una hora después la abuela de Riley llegó desde Sydney, y juntas empezaron a buscar al niño cerca de la playa Shelly. A las 4 de la mañana, Bianca tenía tanto frío que apenas podía hablar.
La búsqueda de Riley se iba a reanudar con la primera luz del día. A las 5:30 en punto, la policía dividió en grupos a los voluntarios y asignó una zona de la playa a cada grupo. También se unieron equipos de búsqueda de la Policía Acuática y la Policía Aérea.
El inspector de policía Mick Aldridge estaba preocupado. Sabía que el niño extraviado no podría responder a los gritos de las personas que lo buscaban. Alguna de ellas tendría que tropezarse con él, literalmente.
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