El deseo de llenar de oxígeno puro mis pulmones me llevó a un solitario acantilado en Tasmania.
¿Tiene el estado australiano de Tasmania el aire más limpio del mundo? Decidí recorrer la mitad del planeta para averiguarlo. El avión desciende entre una capa de nubes y sobrevuela el estrecho de Bass, una fría extensión de océano que separa Australia continental de Tasmania, su estado más meridional. Aterrizamos en Hobart, la capital de Tasmania, y al bajar del avión tomo una bocanada de aire tibio perfumado de eucalipto. He viajado hasta aquí para buscar algo que resulta cada vez más raro.
Se me ocurrió hacer esta búsqueda cuando un mesero en Chicago me llevó una botella de agua mineral que, según la etiqueta, había sido envasada en el cabo Grim, Tasmania, “lugar donde se encuentran el aire y el agua más limpios del mundo”. ¿Cómo podía alguien jactarse de algo así?
Me documenté un poco: cuando los vientos soplan del suroeste, el aire de cabo Grim contiene unas 600 partículas por centímetro cúbico o menos, mientras que el aire de las grandes urbes contiene decenas de miles. Eso resolvía mis dudas. Decidí ir en busca de un poco de oxígeno puro. Mi plan era ir de Hobart al cabo Grim, y ex-plorar la agreste costa y los bosques vírgenes en el trayecto.
Tras una noche de lluvia, la luz matutina de Hobart tiene una calidad especial que realza las líneas e infun-de calidez a sus viejos edificios de arenisca (la ciudad fue fundada en 1804). Paseo por los callejones disfrutando el aroma del mar, y llego al popular mercado Salamanca, que pone sus puestos los fines de semana. Hay canastas llenas de chabacanos [albaricoques] y cerezas. Elijo un pepino tan largo como mi brazo. Una mujer ofrece muestras de queso bañado en vino blanco. El sonido de una risa me conduce hasta un vendedor vestido con una camisa de rayas rojas.
—¡Señora, pruebe gratis mi chicle de regaliz! —le dice a una viandante—. ¡Le devolverá la juventud!
Un vendedor de caramelos llamado Peter Terry parece ser la persona indicada para contestar una pregunta que bulle en mi cabeza:
—En su opinión, ¿qué hace de Tasmania un lugar especial?
—Su naturalidad —responde sin titubear—. La gente aquí tiene un encanto especial.
Y la isla tiene todo lo que ofrece el país en un espacio mucho menor. En el concurrido mercado veo a una mujer indonesia inclinada junto a un puesto de hierbas y especias, inhalando los aromas de la lima persa, la Stevia y el estragón. Una pareja bien vestida con acento británico pasa junto a mí. Aunque algunos consideran Tasmania un sitio aislado y atrasado, el mundo empieza a descubrir la isla más grande de Australia.
Vica Bayley, un alegre joven pelirrojo que trabaja para la organización The Wilderness Society, me lleva en auto a la Reserva Natural Styx, situada al oeste de Hobart. Pasamos por pastizales salpicados de ovejas y por un pueblo cuyo nombre resuena en mi corazón: Plenty (“abundancia”).
Tras la puesta del sol nos detenemos a la orilla del río Styx, y seguimos a pie con linternas. Vica me guía entre troncos de árboles caídos cubiertos de musgo. Las frondas de unos helechos enormes se alzan por arriba de nuestras cabezas. De pronto, un ave nocturna baja del cielo como un fantasma y se posa en una rama.
Vica desaparece, y poco después lo oigo llamarme. Siguiendo su voz, me interno en la oscuridad. Estamos dentro del tronco ahuecado de un árbol gigantesco, un espacio tan grande que 15 personas podrían caber en él sin tocarse unas a otras.
—Y todavía hay más —me dice el guía, y se esfuma otra vez.
Salgo corriendo tras él, pero en seguida me detengo: un pilar enorme me cierra el paso. Es un tronco de árbol de unos 60 metros de circunferencia. Silbo en señal de asombro.
—Lo llamamos el Bastón de Gandalf, por el mago de El Señor de los Anillos —señala Vica—. Es un Eucalyptus regnans de 85 metros de altura, una de las especies de árboles perennifolios más altas del mundo.
Hace unos años, cuando se decidió someter los bosques de Tasmania a explotación comercial, los activistas —entre ellos Vica— hicieron plantones de protesta alrededor del Bastón de Gandalf y en algunos campamentos. Los árboles más altos están protegidos en la actualidad, y los bosques del valle de Styx hace poco fueron declarados Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.
—Es esencial conservar los bosques para quienes buscan aire puro, como tú —me dice el guía.
Me dirijo al norte por la costa este de la isla y me detengo en el pueblo de Bicheno. Me reúno allí con unos pescadores de langostas de roca, un importante producto de exportación. Un solitario barco langostero atraca junto al muelle, y un niño lanza una cuerda hacia la cubierta. Le pregunto de quién es el barco.
—De mi papá —responde Connor Bailey, un chico de mejillas sonrosadas y semblante serio.
Cuando llega su padre, Andrew, el niño sonríe.
—En cuanto pudo ponerse un chaleco salvavidas, salió conmigo al mar —me dice Andrew con evidente orgullo—. Connor tenía tres años.
Padre e hijo pescan hasta 50 langostas al día, cuya carne se vende en unos 60 dólares el kilo. Le pregunto a Andrew por qué es tan cara.
—Es imposible encontrar aguas más limpias —contesta—. En un día tranquilo puedes ver hasta a 20 metros de profundidad. Sin esa agua cristalina, las langostas no tendrían tan buen sabor.
Es hora de que me dirija al cabo Grim, en la costa noroeste. Tras cuatro horas de recorrido en auto, llego a una playa de arenas blancas. Me detengo junto a una finca y le pido señas a un hombre vestido con una camiseta. Me dice que lo siga.
Laurence Good (a quien llaman “Poss”) me conduce hasta una vieja cabaña, y al entrar en ella me quedo perplejo: la ha convertido en un bar. Junto al barril de cerveza está el maniquí de una joven rubia.
—Ella es Mónica —dice Poss—. Nunca se queja.
Clavada a una pared hay una sierra de leñador, y de las vigas del techo cuelgan unas botas de alpinista, un casco de la Primera Guerra Mundial y un fuelle de herrero.
—Yo rescato a los turistas que se extravían por aquí y les ofrezco comida, ducha y cama para pasar la noche —afirma Poss—. Es parte de la manera de ser de los tasmanos.
Poss dejó la escuela a los 12 años de edad para hacerse leñador. Dice que los conservacionistas y los empresarios del país tienen que ponerse de acuerdo. “Los tasmanos no podemos vivir sólo del turismo”, señala.
Al día siguiente me dispongo a ir a la Estación de Control de Calidad del Aire, situada en el cabo Grim, donde —según me dijeron— un simple olor a fijador de pelo o a perfume puede alterar la perfecta calibración de los espectrómetros de masas y los cromatógrafos de gases. El directivo a cargo, Sam Cleland, me ha pedido que nos reunamos en el pueblo de Smithton, un lugar cercano a la estación.
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