El derrumbe del cerro sepultó el caserío donde vivía Kris Langton, y su familia estaba allí…

Durante todo marzo de 2014 el caserío de Oso, en el estado de Washington, recibió el doble de la precipitación habitual. El invierno y la primavera siempre son muy lluviosos en el valle del río Stillaguamish, en la vertiente oeste de los montes Cascade, pero esta vez llovió como nunca.

Por eso, cuando el sábado 22 de marzo el sol por fin resplandeció en un cielo azul, los tres hijos mayores de Kris y LoAnna Langton salieron a jugar felices con unos amigos que se habían quedado a dormir en su casa, en el camino C-Post, cerca de la carretera 530. Dentro, LoAnna le daba el pecho al menor, Kristian, de cuatro meses, mientras la madre y la tía abuela de ella estaban sentadas en el sofá.

De pronto, LoAnna oyó algo más fuerte que la risa de los niños: parecía el rugido de un Boeing 747. Las luces empezaron a parpadear. Dejando al bebé al cuidado de la abuela, LoAnna salió corriendo y observó el cielo. Nada. El estruendo procedía de detrás de la casa. Dio media vuelta y vio hincharse la tierra en el cerro arbolado de 183 metros de altura que se erguía a lo lejos, para luego hundirse como empujada por una excavadora gigante. Ante sus ojos, un furioso tsunami de lodo, arena y desechos, de 800 metros de ancho, se precipitaba hacia ellos con un ruido atronador, derribando a su paso cientos de árboles como si fueran palillos de dientes.

Los niños lanzaron gritos de terror. Sin perder tiempo, LoAnna los reunió a todos en el dormitorio más alejado de la ladera derrumbada y, abrazándolos, se dispuso a morir.

 

Kris Langton, carpintero de 31 años alto, curtido y de barba roja, y su suegro habían salido temprano para llevar una carga de basura al oeste, al vertedero de Arlington. Mientras esperaban a que les vaciaran la camioneta, Kris recibió una llamada de su esposa, quien le anunció, histérica, que el cerro se había desgajado y estaba arrasando casas. La gente pedía auxilio a gritos. Suegro y yerno tomaron a toda velocidad la carretera 530 de regreso a casa.

 

Quinn Nations, fornido maderero de 33 años, meneó la cabeza al ver la maltrecha camioneta agrícola que su amigo Isaac Hall acababa de comprar, pero accedió a ayudarlo a llevarla a casa de Hall, en Darrington, al este de Oso. Remolcado por él en otra camioneta, Quinn conducía la tartana por la carretera 530. No tardó en oír sirenas detrás de ellos. Un auto de la policía estatal los rebasó como un rayo. Se oían más sirenas a lo lejos. Algo grave debía de haber pasado.

El tráfico en la 530 se paralizó. Kris dejó a su suegro en la camioneta y echó a correr por el camino. Cuando le preguntaban qué ocurría, gritaba “¡Un derrumbe!” y seguía adelante.

La policía estatal cortó la electricidad. Más allá de los vehículos de emergencia, la carretera y la zona contigua de ambos lados estaban cubiertas de un lodo espeso y gris compuesto por arena, tierra, árboles tronchados y pedazos de casas. Un techo descansaba a la mitad de donde pasaba el camino.

Kris se metió en el barrizal para buscar a su familia. Conocedores de los riesgos de aventurarse en la zona, los agentes que la habían acordonado le gritaron que se detuviera. Todavía se ignoraba la profundidad del lodo; en cualquier momento podía haber otro derrumbe, y el río, bloqueado por el lodazal, estaba creciendo.

—Si me detienen, tendrán problemas —bramó Kris y siguió adelante.

Casi de inmediato el nivel del lodo le llegó a las rodillas. Saltó un árbol caído y midió sus pasos con cuidado sobre troncos, trozos de paredes falsas y otros restos irreconocibles. El avance era muy lento. Oyó gritar a una mujer pidiendo auxilio, y al dirigirse hacia ella, con el lodo hasta la cintura, vio burbujas y pequeños chorros de agua terrosa que subían a 15 centímetros de la superficie. El río estaba creciendo debajo del fango.

Tuvo que moverse a rastras sobre los escombros para llegar al lugar de donde procedían los gritos, a unos 90 metros del camino. A juzgar por la masa de desechos, “parecía como si la casa hubiera rodado”, dice Kris. Al principio no vio más que un brazo que asomaba de entre los desechos. Tras quitar unas ramas pequeñas y un cojín de sofá, la encontró por fin: una joven de pelo oscuro, sepultada entre trozos de paredes, muebles y árboles. Tenía heridas sangrantes en la cabeza, un ojo y un brazo.

Y en sus brazos lloraba un bebé pequeño.

 

Mientras Quinn y su amigo Isaac esperaban a que se despejara el tráfico en la carretera 530, otro maderero, Kody Wesson, llegó corriendo para advertirles del derrumbe.

—¡Hay gente atrapada que pide auxilio a gritos! —les dijo.

Fueron corriendo hasta la zona acordonada, y la policía amenazó con arrestarlos si intentaban pasar. Entonces Quinn oyó llorar un bebé.

—Vamos a pasar —anunció.

Algunas otras personas bajaron de sus vehículos y los siguieron. El lodo ya les llegaba al pecho. Kris arrancaba y apartaba frenéticamente los escombros que tenían atrapada a la mujer. Se llamaba Amanda, le dijo ella, y su hijo, Duke. El bebé tenía cinco meses de edad y su aspecto no era bueno.

Amanda señaló que no sentía las piernas, lo que era otra mala señal. Kris la entretuvo hablándole mientras quitaba la madera, el metal y los resortes de sofá que aprisionaban a la mujer y al niño.

Por fin pudo sacar a Duke. Kody ya se encontraba a su lado. Kris se quitó la camiseta, la puso al revés, envolvió al niño con ella, se lo entregó a Kody y siguió quitándole escombros de encima a Amanda.

Detrás de Kody, Quinn y varios más tendieron tablas, troncos, trozos de paredes y techos falsos y todo lo que encontraron para hacer un puente y llevar a las víctimas a las ambulancias que esperaban cerca.

Al recorrer los pocos metros que lo separaban de Quinn, Kody se hundió casi hasta el cuello sosteniendo a Duke sobre su cabeza. “Me dio al bebé”, dice Quinn, “y yo se lo pasé a quien me seguía en la cadena”. El niño estaba inconsciente. No había tiempo que perder. De mano en mano, Duke llegó a un socorrista. Había dejado de respirar, pero bastaron unas cuantas compresiones de pecho para que llorara a todo pulmón. Un helicóptero se lo llevó a toda prisa.

Isaac Hall vio a un niño pequeño hundido hasta la cintura a unos 70 metros, y fue a ayudarlo.

Una vez que Duke estuvo a salvo, “volví a acercarme para ayudar a la madre”, refiere Quinn.

Al ver que el maderero y otros se encargaban de liberar a Amanda, Kris pudo irse a buscar a su familia. Le faltaba más de un kilómetro y medio para llegar al camino C-Post.

 

Cuando un bombero se acercó con una motosierra, Quinn se puso a trabajar. Se pasaba la vida trepando árboles con la sierra en la mano para cortar las ramas y permitir a sus compañeros derribar los troncos.

Le dijo a Amanda que fuera valiente, que iba a cortar muy cerca de su cuerpo. La estoica joven se cubrió la cara y le dijo:

—Adelante.

Al cabo de 15 minutos de cortar la mayor cantidad posible de escombros, Quinn vio que Amanda tenía las piernas fracturadas. Dejó la sierra a un lado. Los pies de ella seguían atrapados, pero él no podía arriesgarse a cortar más. Otros dos socorristas (un bombero y un civil) coincidieron con Quinn en que había que tirar de Amanda para sacarla.

—Señora, le va a doler —le advirtió el civil, y Amanda asintió resignadamente con la cabeza.

Mientras los otros dos hombres la sujetaban por las axilas, Quinn se estiró cuanto pudo debajo de los escombros y le aferró las piernas cerca de los tobillos. Todos tiraron a la vez. Ella lanzó un grito de dolor… pero por fin estaba libre.

Los tres la llevaron hasta el lugar donde los socorristas de un helicóptero que se mantenía en el aire la envolvieron y la izaron en una camilla. Otro miembro del equipo bajó en una eslinga. Isaac Hall le entregó al niño Jacob Spillers, de cuatro años, y subió al helicóptero detrás de él.

 

Vadeando de nuevo en el lodazal, Kris vio más adelante dos casas que habían chocado. De una de ellas ya sólo quedaba la mitad, que estaba volcada sobre un costado. De repente el carpintero oyó gemidos que venían de allí. Entonces tuvo la certeza de que LoAnna estaba bien. Como se había comunicado con él después del derrumbe, no podía estar atrapada. Quienquiera que estuviera lanzando los gemidos, lo necesitaba más que ella, así que acudió en su ayuda. “Di dos pasos, salté y me hundí en el lodo hasta los omóplatos”, recuerda.

Al verse inmovilizado de brazos y piernas, creyó que iba a morir, pero se dio cuenta de que si contoneaba el torso podía avanzar, y poco a poco salió del lodo y pudo seguir avanzando hacia los restos de la casa.

Dentro encontró a un hombre mayor, sepultado por escombros y ramas. Pesaba al menos el doble que Kris, y sin duda el derrumbe lo había sorprendido en la ducha porque estaba desnudo. Dijo llamarse Tim Ward, y estaba aprisionado. Mientras esperaban a que llegaran más socorristas. Kris le preguntó si había alguien más en la casa, y el hombre le contestó que su esposa. Kris fue a buscarla, llamándola por su nombre. La respuesta que oyó fue el gemido, no de una mujer, sino de otro hombre, procedente de los escombros de la otra casa.

Guiándose por el gemido, quitó un microondas, restos de paredes falsas y neumáticos de repuesto, pero el hombre estaba atrapado a gran profundidad y Kris no alcanzaba a verlo.

Al oír helicópteros arriba, Kris trepó al tejado, se presentó a un miembro de la brigada de búsqueda y rescate y lo condujo adonde estaba Tim; luego siguió trabajando para liberar al otro hombre. No tardó en darse cuenta de que éste estaba sepultado boca abajo dentro de un sofá. Langton desenterró una pierna, luego un pie y siguió escarbando. “Descubrí la nuca y después un brazo”, recuerda. El hombre le dijo que se llamaba Larry.

Finalmente Kris consiguió ponerlo boca arriba. “Entonces vi que el hombre tenía la cara cubierta de trapos de cocina ensangrentados, y el dorso de las manos despellejado”, cuenta.

Una vez que Tim estuvo en el helicóptero, la brigada regresó para liberar a Larry. Era hora de que Kris fuera a buscar a su familia. 

 

Horas después Kris por fin llegó a su casa. El alud se detuvo a poca distancia de ella. Se habían llevado su camioneta luego de sacar de ella sus herramientas de carpintería… a fin de hacer espacio para las nueve personas que había en la casa, comprendió él. LoAnna los había evacuado a todos.

Kris se cambió de ropa, revisó los autos y las casas de las cercanías en busca de sobrevivientes; luego fue a la carretera 530 en medio de la crecida y pidió que lo llevaran al centro de control de la brigada de búsqueda y rescate, cerca de Darrington.

LoAnna había llevado a todos a casa de uno de los niños que estaban con sus hijos. Un policía llamó para decirle que habían hallado a su esposo. Estaba en el centro de control.

El carpintero no cabía en sí de gusto cuando vio acercarse la camioneta por el camino. LoAnna se detuvo a la orilla, bajó de un salto y fue corriendo a su encuentro. Él la estrechó entre sus brazos un largo rato y después le dijo en un susurro:

—Vamos a casa, LoAnna. He visto demasiado. Llévame a casa.

 

La crecida del río Stillaguamish inundó la casa de los Langton hasta un nivel de un metro. La familia ahora vive en la ciudad de Arlington, a 19 kilómetros al oeste de Oso.

Sólo nueve sobrevivientes fueron sacados del lodo, todos el mismo día. Es muy probable que cinco de ellos le deban la vida a Kris, Quinn, Kody, Isaac y los demás civiles que desobedecieron las órdenes de la policía.

Por varias semanas Quinn se dedicó a buscar los cuerpos de las 43 personas que murieron. La última víctima, Kris Regelbrugge, de 44 años, fue sacada de los escombros el 22 de julio.

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