En cierta ocasión mi sobrino, que entonces tenía cinco años, llegó a su casa del kínder llorando a mares. En tono inapelable declaró que no iría a la escuela al día siguiente.
Después de que su mamá logró tranquilizarlo y le preguntó qué pasaba, el niño le dijo que su maestra quería partirlo en dos.
Confundida y preocupada, mi hermana al otro día fue a hablar con la maestra. Ésta le explicó que había planeado un día muy divertido; iba a dividir al grupo en dos: la mitad iría a la clase de música y la otra a la de educación física… Y aclaró que no pensaba partir en dos a ningún niño.
Vicky McCoy, Reino Unido
A mi hijo Isaac lo habían operado varias veces antes de cumplir los cuatro años, así que ya lo veía como algo normal. Un día, cuando llevamos a nuestro gatito al consultorio del veterinario para que lo examinara, el niño de pronto apartó la vista de los juguetes con los que se entretenía en el piso y por primera vez pareció reparar en lo que lo rodeaba.
—Mamá —me dijo delante de una decena de personas que sostenían a sus mascotas—, ¿vinimos aquí para que me reparen?
Carole Nicholson, Canadá
Un domingo por la tarde, Sara, nuestra nieta de cuatro años, nos llamó por teléfono para invitarnos a cenar a su casa. Al preguntarle qué iban a servir, respondió que comida china. Cuando le comenté que a su abuelito no le gustaba ese tipo de comida, hizo una breve pausa y luego la oí gritar:
—¡Oye, mamá, a mi abuelito no le gusta la comida china! ¿De qué otra manera puedo llamarla?
Helen Nichol, Canadá
Un día después de que nació el bebé de unos amigos míos, unos conocidos suyos fueron a verlos al hospital, acompañados por Holly, su hija de tres años.
La niña preguntó si podía tocar al recién nacido, y sus papás le contestaron que no era posible porque el bebé estaba en la incubadora, un lugar —dijeron— “donde ponen a los bebés para mantenerlos tibios”.
Holly se quedó pensativa un momento, y después preguntó:
—¿Y va a sonar una campanita cuando el bebé esté listo?
Charlene McNabb, Canadá
Mariann, nuestra hija, por fin cedió a las insistentes súplicas de su hijo Cameron, de 12 años, y su hija Courtney, de 10, y aceptó comprarles un perrito. De inmediato, Mariann inscribió al cachorro en un curso de obediencia, y les advirtió a los niños que a ellos les correspondería llevarlo a las clases.
—¿Qué es una escuela de obediencia? —quiso saber Cameron.
Cuando su mamá terminó de explicarles lo que era, el niño dijo:
—¿Es para nosotros o para el perro?
Naden Hewko, Canadá
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