Charmaine Robbertse se sentía cansada pero muy contenta. Faltaba una semana para la Navidad, y esta ex agente de seguros de 46 años por fin se había instalado con su numerosa familia en el hogar de sus sueños: una finca de 60 hectáreas de sabana arbolada situada cerca de la ciudad de Lephalale, en el norte de Pretoria, Sudáfrica.
Ella y su esposo, Bertus, supervisor en una fábrica de productos químicos, tenían siete hijos de matrimonios anteriores, tres nietos y un cambiante grupo de hijos de crianza a los que trataban con paciencia y amor. Pero entre todos los niños había uno muy especial: Mikayla, una pequeña de cinco años y chispeantes ojos cafés, hija de Lampie, el hijo de 25 años de Bertus.
La madre de la niña se separó de Lampie antes de dar a luz, pero cuando Mikayla nació y supo que tenía el síndrome alcohólico fetal, se negó a cuidarla. Lampie solía hacer viajes de trabajo, así que Charmaine y Bertus se hicieron cargo de la niña, y poco después se volvieron sus padres de crianza oficialmente.
A las 9 de la noche de ese lunes de 2011, el alegre parloteo de Mikayla sobre su nuevo hogar “con animales salvajes” había cesado tras quedarse dormida en el sofá, cerca de Lampie y su perro pequinés, Jimmy. Bertus la alzó en brazos, y Charmaine lo acompañó al cuarto de la niña. Levantó las mantas para hacer la revisión habitual en busca de bichos, y entonces Bertus acostó a Mikayla. Sonriendo, la pareja miró a la pequeña por un momento, y luego salió de la habitación.
Eran las 11:30 de la noche cuando unos alaridos rompieron el silencio que reinaba en la casa.
—¡Una serpiente mordió a Mikayla! —gritó Lampie, angustiado al descubrir una herida por punción en el dedo medio de la mano izquierda de su hija, y otra en el codo.
Mientras Lampie buscaba a la serpiente en el cuarto, Bertus envolvió a la niña en una manta y la subió a su camioneta. Charmaine la acunó en su regazo, y entonces Bertus se dirigió a toda prisa hacia el Hospital Ellisras, a unos 40 minutos de trayecto.
Al llegar allí recibieron una llamada de Lampie: había encontrado una cobra escupidora de Mozambique de un metro de largo detrás de un armario en el cuarto de Mikayla.
La serpiente, una de las más peligrosas de África, es capaz de escupir veneno y cegar a sus víctimas con una precisión letal. Lampie la mató a palazos, pues sólo atinaba a pensar en su hija.
Los médicos del hospital le pusieron una mascarilla de aire a la niña y le inyectaron dos dosis de suero antiofídico polivalente en el brazo.
—¿Con eso bastará? —preguntó Charmaine llena de ansiedad.
Le contestaron que sí, y que la niña estaría bien por la mañana.
Pero al amanecer Mikayla apenas podía respirar. Le dijeron a Charmaine que había que transferir a la niña al cercano Hospital Privado Marapong. Los médicos que la examinaron allí dijeron que Mikayla requería cuidados más especializados y que debían trasladarla al Hospital Académico Steve Biko, en Pretoria, pero estaba a 300 kilómetros de distancia y no había ambulancias disponibles.
Como Bertus tenía que trabajar, Lampie le pidió a un amigo suyo que llevara a Charmaine y a la niña a Pretoria. Como preparación para el viaje, los médicos del Marapong le enseñaron a Charmaine a dar reanimación cardiopulmonar, y uno de ellos le dijo:
—Mantenga la calma. La vida de la niña depende de eso.
Charmaine se repitió esas palabras sin cesar mientras sostenía a Mikayla en brazos en el asiento trasero del auto del amigo de Lampie.
La pequeña dejó de respirar tres veces, pero Charmaine logró reanimarla. Cuando llegaron a la ciudad de Bela-Bela, la niña estaba inconsciente y aún faltaban 100 kilómetros para llegar a Pretoria.
Se dio aviso a un vehículo de emergencias, que salió disparado al encuentro del auto. Cuando Charmaine vio parpadear las luces rojas del vehículo, sintió un alivio inmenso. Los socorristas lograron estabilizar a la niña, pero estaba tan débil que, en vez de llevarla al Hospital Steve Biko, la trasladaron a uno privado más cercano: el Netcare Montana.
Aunque los Robbertse no tenían dinero suficiente para pagar los gastos en ese hospital, Mikayla pasó tres días en la unidad de terapia intensiva; tenía insuficiencia renal y pulmonar, dijeron los médicos.
El veneno de la cobra escupidora de Mozambique contiene unas enzimas que destruyen la carne al diseminarse, y como ya habían llegado al hígado de la niña, también lo estaban afectando. Además, la mano izquierda de Mikayla estaba terriblemente hinchada y se ennegrecía poco a poco. Los médicos lo lamentaban mucho, sobre todo porque era zurda, pero era probable que tuvieran que amputarle el dedo medio y quizá todo el brazo para salvarla.
Al ver cómo crecía su cuenta en el hospital, los Robbertse aceptaron que se transfiriera a la niña al Hospital Steve Biko, de propiedad estatal. En el camino Charmaine, desesperada, marcó el número telefónico que un socorrista del Netcare le había dado. Era el número de Arno Naudé, un experto en identificación de serpientes y tratamiento de mordeduras que daba conferencias a estudiantes de medicina en la Universidad de Pretoria.
Cuando Charmaine le dijo a Arno que era probable que le amputaran el brazo a Mikayla, él respondió:
—¡Válgame! Algunos médicos deciden amputar muy pronto. Y aconsejó que esperaran a que el veneno siguiera su curso.
Al final, los Robbertse no tuvieron que tomar la decisión. El hígado de la niña, insuficientemente desarrollado a causa del síndrome alcohólico fetal, estaba ya tan afectado por el veneno de la cobra, que no iba a poder sobrevivir a la amputación.
Dos días antes de la Navidad, la pequeña tenía la cara y el cuerpo tremendamente hinchados, y la piel amarillenta.
Los médicos les dijeron a los Robbertse que la niña quizá no sobreviviera a la noche y les aconsejaron reunir al resto de la familia.
Arno se unió a ellos mientras hacían guardia junto a la cama de Mikayla. Le dijo a Charmaine que la niña debía haber recibido al menos ocho dosis de suero antiofídico, cuatro veces más que las que le administraron. Explicó que los pacientes más pequeños necesitan tanto suero como los adultos. No quedaba nada más por hacer que esperar y rezar.
Charmaine y Bertus oraron con fervor, y cuando amaneció Mikayla se había estabilizado. El día de Navidad estuvo consciente, y a pesar de las náuseas recibió muy sonriente los regalos que le llevaron sus familiares; preguntó por Jimmy, su adorado perro.
La pequeña siguió recuperándose, y el 28 de diciembre la llevaron al quirófano, no para que los médicos le amputaran la mano, sino para que le abrieran la ampolla gigantesca que tenía en ella y evaluaran el daño. Éste resultó mayor de lo que suponían: el veneno había alcanzado el tejido subcutáneo y lo había destruido hasta la mitad del antebrazo.
El cirujano plástico Anton Brewis explicó que tendrían que extirpar el tejido infectado; luego, confiaba en poder salvarle el brazo a Mikayla inmovilizándole la mano temporalmente: se la fijaría a un pliegue de piel de la ingle.
El 13 de enero le limpiaron la herida a Mikayla por enésima vez hasta dejar expuesto el hueso, y le inmovilizaron la mano durante dos semanas para que el tejido se regenerara. Sorprendentemente, a la niña apenas le dolía la herida, pero la limpieza era una tortura, y su hígado resintió mucho el efecto de los fármacos. Con todo, la valiente chica nunca se quejó. El 27 de enero le dejaron libre la mano otra vez, y le cubrieron la parte dañada del antebrazo con injertos de piel extraída de un muslo.
El 31 de enero Mikayla regresó a Lephalale. Los vecinos la recibieron con carteles de bienvenida y globos, pero lo único que ella quería era jugar con Jimmy y sus juguetes, entre ellos una serpiente de estambre tejida. “Algunas serpientes son horribles, pero otras son muy bonitas”, dijo.
En noviembre de 2012 Mikayla se sometió a una liposucción para reducir la hinchazón de la mano afectada y permitir que su dedo medio creciera derecho. El doctor Brewis también le transfirió los tendones del antebrazo a la mano para mejorar la extensión de los dedos. El plan era ayudarla a que aprendiera a usar la mano derecha para escribir y dibujar, y dejar atrás su zurdera natural. Comenzó a asistir a una escuela especial, donde hizo progresos rápidos y se convirtió en la mejor alumna de su grupo.
Hoy día de 10 años, Mikayla muestra con orgullo su “mano rara” en charlas educativas que un experto en serpientes y ella dan en escuelas primarias, y demuestra que, además de escribir, puede hacer muchas cosas con ella, como sostener un vaso de jugo. Las serpientes no la asustan. “Al contrario, ¡le encantan!”, dice Charmaine.
De hecho, Jimmy ahora tiene un rival: una pitón llamada Fudge que el experto en serpientes le regaló a la niña. “No nos sentimos muy cómodos con el reptil en la casa”, admite Charmaine. Pero Mikayla disiente. “Fudge es tierna, no muerde”, afirma. La gente debería saber qué serpientes muerden, ¡y tener mucho cuidado!”
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