Enterrado en maíz

Nadie sabía que Arick Baker estaba atrapado dentro de un silo, y que se estaba asfixiando poco a poco… 

Desde que Arick Baker era pequeño su padre le había advertido: “Si te caes en el maíz, no saldrás nunca”.

Los enormes silos de granos que pueblan el paisaje rural de Iowa guardan suficiente maíz seco como para tragarse un cuerpo entero, exprimiéndole el aliento y la vida a la persona en cuestión de segundos. Los accidentes en esos graneros ocurren, y las consecuencias a menudo son letales. Tan sólo en 2010, 26 estadounidenses murieron en accidentes en silos. Para los bomberos de Iowa, un viaje a un granero la mayoría de las veces no es una operación de rescate, sino de recuperación de un cadáver.

Un miércoles de junio de 2013, sin embargo, Arick, de 23 años, fue a trabajar al silo sin pensar en ese riesgo. Como su padre, Rick, estaba envejeciendo y el único peón de la granja sobrepasaba los 70 años, tenía cada vez más responsabilidades y se ocupaba de las tareas más pesadas. La primera vez que limpió un silo se había tardado dos días en eliminar todo el polvo, y en esta ocasión no creía terminar en menos tiempo.

Esa mañana, mientras su padre y otro conductor se turnaban para transportar cargamentos de maíz en camiones y regresar al silo, Arick se encontraba dentro del contenedor, de 2,113,000 litros de capacidad, usando un tubo largo de PVC para tratar de romper los trozos de maíz podrido que estaban bloqueando el flujo del grano hacia los camiones. Era un día caluroso, y en el interior del gigantesco cilindro de acero la temperatura alcanzaba los 58 °C.

Arick tiene asma, de modo que se había puesto una mascarilla de ventilación activada por pilas, unas gafas protectoras y un pañuelo atado a la barbilla. La mascarilla no le suministraba oxígeno, pero al menos filtraba todo el polvo que levantaba dentro del silo mientras trabajaba metido en el maíz hasta los tobillos.

Alrededor de las 10:30 de la mañana, Rick dejó su puesto en el techo del granero, lugar desde el cual había estado vigilando a su hijo, para ir a apagar la “barrena”, un dispositivo en forma de tornillo que daba vueltas en la base del silo para empujar los granos de maíz hacia el camión. Con la carga completa, Rick se puso al volante y partió. Apenas unos segundos después, Arick sintió cómo sus pies se hundían en el maíz.

Arick no lo sabía, pero había partido con el tubo un trozo de maíz que separaba el grano seco de una bolsa de aire que se había formado debajo de él. Esa oquedad se estaba llenando rápidamente de maíz, succionando a Arick hasta que el grano le llegó a las rodillas y luego a la cintura. Tenía una cuerda alrededor del brazo derecho, y se aferró a ella con tanta fuerza como pudo, pero no le sirvió de nada. El maíz era como arena movediza: lo arrastraba hacia abajo, y Arick sólo vio con impotencia cómo la cuerda se deslizaba entre sus manos enguantadas. “¡Papá!”, gritó una vez. Luego, tomó una bocanada de aire y todo se hizo oscuridad y silencio… estaba enterrado en el maíz.

Había quedado inmovilizado totalmente en aquella trampa, con el brazo izquierdo apuntando hacia arriba y los dedos sobresaliendo apenas del maíz. La presión sobre su cuerpo era enorme. Sentía como si mil boas lo estuvieran apretando al mismo tiempo. Trató de mover la pierna derecha unos centímetros, pero el maíz rápidamente llenaba el hueco que abría y lo apretaba con más fuerza aún. Cada respiración era agotadora. Estaba comenzando a jadear. La mascarilla de ventilación parecía estar haciendo su trabajo, pero, ¿cuánto tiempo más durarían las pilas?

Mi papá ya debe de saber que estoy aquí, pensó. Supuso que Rick ya se había dado cuenta de lo que pasaba, pero otro pensamiento le heló la sangre: ¿Y si el otro conductor regresa y enciende la barrena? El tornillo se encontraba a unos cuantos centímetros de su pie derecho. El mecanismo lo succionaría y lo atraparía.

Los minutos transcurrían lentamente, y Arick intentaba mantener la calma y la cordura pensando en todo lo que se iba a perder si no salía de allí. Apenas el fin de semana anterior había ido de excursión con sus amigos al lago de Ozarks, en Missouri; alquilaron una lancha y fueron a divertirse a una caleta. Había sido uno de los mejores fines de semana de su vida. Entonces pensó que podría morir sepultado allí y no volver a hablar nunca con sus amigos. Jamás sabría qué fue de esa chica a la que conoció en el lago, la misma joven que, mientras él se asfixiaba poco a poco en la montaña de maíz, le estaba enviando un mensaje de texto que decía: “¿Te moriste, o es sólo que no quieres hablar conmigo hoy?”

En cierto momento Arick se resignó a morir. Llenar de aire sus pulmones le exigía más fuerza de la que tenía, y hasta la menor dilatación del pecho le producía un agobio enorme y una angustia profunda. Estaba cansado de luchar por escapar de allí, y comenzó a perder y a recuperar la conciencia de manera intermitente.

A las 10:32 de la mañana, momentos después de partir en el camión, Rick le dejó un mensaje de voz en el celular a su hijo: “Oye, Arick, soy un tonto. Me fui de allí sin asegurarme de que salieras bien. Llámame cuando oigas esto”. Dos horas más tarde, sin haber recibido respuesta, Rick llamó al conductor del otro camión y le pidió que se cerciorara de que su hijo estuviera a salvo antes de encender la barrena otra vez. Cuando el hombre revisó el interior del silo no encontró a Arick; vio sólo la cuerda colgando lánguidamente desde la parte superior del contenedor. Fue entonces cuando le hizo señas a un policía de patrulla que iba pasando por allí.

A las 12:45, personal del Departamento de Bomberos Voluntarios de Iowa Falls llegó a la granja. Tyler Prochaska, bombero con 15 años de experiencia, y Jason Barrick, entraron de inmediato al silo. Todo estaba en calma y en silencio. En medio de un calor sofocante, pasaron unos minutos revisando el oscuro interior del granero sin ver a Arick. Luego, uno de ellos dio la mala noticia por radio: “Si ese joven está aquí, debe de estar muerto porque no lo oigo”.

De pronto, desde el interior de la montaña de granos, justo debajo de sus pies, oyeron un grito:

—¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo! ¡Aquí!

Hundidos hasta las rodillas en el maíz, los dos bomberos empezaron a cavar a toda prisa con las manos. Alcanzaban a oír la voz del joven agricultor, que se había puesto a contar números por alguna razón, y siguieron el sonido. Prochaska estaba sumido hasta los codos cuando tocó la mano extendida de Arick.

Saber que el joven seguía con vida animó a los bomberos que se encontraban afuera, los cuales entraron al contenedor para ayudar a sus compañeros. Cavar con las manos, sin embargo, era una tarea lenta, y la alegría de Arick de que lo hubieran encontrado comenzó a disiparse.

Con la cabeza asomando sobre el maíz, al joven le quedó claro que estaba en el centro de un embudo, con el grano apilado precariamente a su alrededor. Prochaska y Barrick le descubrieron cinco veces la cabeza a Arick, y cinco veces una avalancha de granos se la cubrió de nuevo y lo devolvió a la oscuridad. Los bomberos cavaron una vez más, al ritmo del pitido intermitente que emitían sus mascarillas de ventilación a medida que se agotaban las pilas.

Otros bomberos llevaron al silo un tubo de rescate: un cilindro de metal con paneles desmontables diseñado para contener a una persona atrapada y aliviar un poco la presión sobre su cuerpo. El tubo era una compra reciente, y lo iban a usar por primera vez. Prochaska y Barrick empujaron las secciones del tubo hacia abajo, alrededor de Arick, hasta formar una barrera entre él y el maíz. Luego empezaron a subir el cilindro, con el joven dentro, y a sacar el grano con las manos, los cascos y cuanto objeto ahuecado pudiera servir.

Prochaska usó su cuerpo como puntal para evitar que los paneles del tubo se colapsaran, pero uno de ellos se dobló, se rasgó un poco y dejó entrar granos nuevamente. Prochaska se colocó de espaldas contra él para tratar de tapar el hoyo. Cuando él y Barrick llevaban dos horas y media trabajando en el silo, unos socorristas les pidieron que se tomaran un descanso, pero los bomberos se negaron a alejarse de Arick. Si nos movemos, morirá, pensó Prochaska.

Entre tanto, más de 120 bomberos voluntarios de todo el condado, así como agricultores de la zona, se reu-nieron alrededor del granero, listos para ayudar. Usando sierras y sopletes, hicieron aberturas en la base del silo para vaciar el contenedor, y el grano empezó a salir despacio. Entonces se turnaron para quitar con palas el maíz que se iba acumulando bajo las aberturas. Fue una tarea lenta hasta que el padre de Arick, que ya había llegado, usó el bulldozer de un vecino para quitar los granos.

Hacia las 4 de la tarde, cuando el intento de rescate ya llevaba casi tres horas, Arick pensó que no saldría vivo de allí. Y entonces sucedió: Prochaska y Barrick por fin lograron liberarle las piernas y lo sacaron poco a poco del tubo. Arick se echó a llorar mientras los dos hombres se abrazaban y caían al suelo, demasiado agotados para soportar su propio peso.

Al cabo de un mes, la familia de Arick ofreció una cena a los socorristas. Sorprendentemente, el joven se había recuperado luego de pasar dos días en el hospital. Los médicos le suministraron suero y le sacaron los granos de maíz incrustados en la piel. Su corazón había sido llevado al límite.

“Me dijeron que si hubiera sido cinco años mayor, mi corazón habría explotado”, dice Arick, “y si hubiera sido cinco años más joven, el maíz me habría aplastado”. Durante la cena, él y Prochaska se dieron un abrazo efusivo y, con lágrimas en los ojos, hicieron un recuento del accidente. 

Hoy día Arick ya casi dejó atrás su experiencia en el silo, como si hubiera sido un sueño surrealista y no lo que verdaderamente fue: un encuentro cercano con la muerte. A veces, sin embargo, una sensación de pesadez se apodera de él y siente que está a punto de hundirse en el suelo bajo una presión y una impotencia terribles. Por unos instantes vuelve a estar allí, en la oscuridad y el silencio, enterrado en el maíz.

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