Esto aprendí de la naturaleza de mi gato tras inscribirlo a un concurso

Abrí los seguros de la jaula transportadora y esperé a que Orwell saliera. Tras nueve horas de andar por las pasarelas —en las que había sido manoseado por los jueces y los espectadores le hablaron como si fuera un bebé— esta caja era lo único en lo que confiaba. Poco después, Janae, mi esposa, lo atrajo formando un caminito con premios y abandonó la jaula con tranquilidad, mareado tras su debut en la exhibición felina.

Te estarás preguntando qué tipo de personas llevan a su mascota hogareña a semejante evento; esa no es la pregunta correcta, sino ¿por qué eligieron a este gato y no a la otra?

El macho es una cruza de siamés; está bizco. Su pelaje es como la cachemira y es irresistiblemente abrazable. De su compañera diremos que es una calicó regordeta, común y corriente. Lo que no tiene de hermosa lo tiene de lista; prueba de ello es cómo nos castiga cada que nos vamos de vacaciones: orina debajo de la cama.

Su revanchismo no es una cualidad deseada en el mundo de los aficionados a los mininos, pero merece respeto y, de vez en cuando, temor. Cuando se agazapa, retrae sus orejas, da latigazos con la cola y sus garras salen de sus patas, 30 millones de años de selección natural se asoman por sus pupilas.

No nos percatamos de eso cuando la adoptamos de cachorra, pero, tal vez, lo implicamos al bautizarla como Darwin. Al macho lo llamamos Orwell porque me gustaba el tema de los personajes históricos valientes, aunque nunca estuvo a la altura. Era evidente cuál podría sobrevivir en un ambiente silvestre y cuál en un concurso de belleza.

Janae y yo transportamos a Orwell en una jaula por la Exhibición de Gatos de Edmonton, Canadá, junto con premios, un arenero y un gran moño azul en el cual pegar todas las calcomanías doradas que seguramente iba a ganar. Nos aventuramos a pasar frente a unas cuantas decenas de pedigríes sofisticados camino a los guetos del inmueble, donde se encontraban los mininos calicó, los atigrados, los careyes y otros que no eran de sangre pura.

La asistencia a las pasarelas felinas es alta gracias a la fascinación por estos animales en Internet, pero en América del Norte la cantidad de expositores siempre ha sido baja. Es un pasatiempo costoso y que pasa de moda; es agotador para los expositores ancianos: deben cargar a las mascotas de un lado a otro de la sala, tarea complicada, durante dos largos días. No obstante, si se ponen en una balanza los 60 a 100 dólares pagados por gato participante contra los 10 dólares que cuesta cada entrada, la categoría de mascotas caseras es rentable.

La gran mayoría de los contendientes de esta división la conforman rescatados inscritos por asociaciones civiles, sin pagar cuota, con la esperanza de que alguien adopte a Norman o a Hamish, una vez que vean de qué están hechos los huérfanos. Saber que mi gato semi-exótico estaría compitiendo contra estos especímenes me dio confianza, no así a Orwell, acobardado tras las rejas.

Janae disentía de mi idea de matricularlo, creía que ya lo había traumatizado lo suficiente la noche anterior: lo sorprendí con un baño y un champú con aroma a mango.

En la rama de mascotas caseras, la higiene y el aliño son esenciales. A los concursantes se les evalúa, sobre todo, por su arreglo, condición, salud y personalidad, criterio que vale 30 puntos y está sujeto al gusto de los jueces.

Agradecimos haber optado por Orwell y no por Darwin al enterarnos de las reglas sobre agresividad propuestas por la Asociación Gatuna Internacional (TICA, por sus siglas en inglés). La timidez se solapa en los aspirantes desamparados, pero son implacables con la agresividad. Tarascar descalifica.

Por suerte, el mecanismo de respuesta de Orwell es quedarse petrificado. “Este es un albondigón siamés”, comentó la primera jueza al público; así se refería a los que tenían sobrepeso. Los espectadores en la pista se conmovieron cuando Orwell tembló en la banca de exhibición. La crítica le levantó la cola, inspeccionó sus orejas y frotó su mentón.

“Un verdadero siamés regordete”, exclamó. “¡Ya no se ven como estos a menudo!”. Aunque los gatos occidentales han sido criados por décadas con el propósito de tener caras afiladas, la evaluadora se rindió al encanto de sus nostálgicas facciones faciales.

Tras exhibir a las 14 mascotas caseras contendientes, empezó a colocar listones en cada una de las jaulas transportadoras, yendo del décimo al primer lugar y regalando una breve apreciación de cada ejemplar.

“Para la gatita que perdió su oreja por congelamiento… ¡el décimo lugar! Lily es muy elegante, la gata más adorable… ¡sexto lugar!”.

Al irnos acercando a los tres primeros lugares, Janae me miró con los ojos muy abiertos. “Este pequeñín”, dijo la jueza, mientras volteaba a ver a Orwell, “es un clásico siamés. Qué bonitas facciones oscuras. Y no es uno de esos minigatos flacuchos. Un siamés con la coloración típica de su raza… ¡tercer lugar!”.

A Orwell todavía le faltaban siete pruebas ese día y ocho al día siguiente, así que, si había logrado un bronce en la primera, se iría a casa con algunos oros.

Nuestro hogar en Edmonton se puede dividir en dos eras: antes y después de Orwell. Desde que la conocimos en la convención Humane Society 2009, Darwin quiso que la cargáramos como si fuera una bebé: así la hemos tratado siempre. En la noche se colaba en la cama y lamía mi incipiente barba con rigurosidad. Algunas noches le impedíamos entrar a la habitación hasta que sus persistentes maullidos hacían que fuera más tolerable no dormir un poco, en lo que su lengua áspera como lija arrancaba capas de piel de mi cara.

Orwell llegó un año más tarde, y, de inmediato, Darwin dio indicios de su instinto depredador; lo asediaba y le daba zarpazos si se acercaba de más. Pero nuestra nueva bola de pelos era un amor y seguía a su amiga-enemiga ciegamente, sin importar que bufara.

Cuando Darwin llegó a los terribles dos años, el equivalente a su adolescencia, se volvió más retraída, pero la adultez la apaciguó. Era frecuente encontrar a los dos acurrucados. Darwin siempre era la que acicalaba a Orwell. Si bien podría pasar como un gesto de afecto, según un libro sobre el tema, esto es una señal de dominación. Cuando le daba lengüetazos a mi vello facial, lo que me estaba diciendo era: “Soy tu dueña”. Lo mismo le decía a Orwell en sus siestas, como si fuera un juguete bajo su control.

Orwell legó a la cima de su carrera al obtener un cuarto, séptimo y décimo lugar en los siguientes retos. La última jueza expresó sus preferencias. “En mi pista quiero gatos que se la estén pasando bien”, decía mientras jugaba haciendo círculos con una pluma sobre la cabeza desafiante de Orwell. Sus resultados empeoraron incluso después de que el presentador anunció que Hamish, un gato rescatado que estaba arrasando con los oros, se iba a casa con sus nuevos padres adoptivos.

Le fue muy bien para ser un novato, aunque carecía de lo que poseen los Hamishes del mundo: Pamela Barret lo llama “madera de estrella”.

Más tarde, Pamela, mujer mayor con una elegante cabellera rubia y corta, fue galardonada con el Premio al Juez del Año de la TICA, la máxima distinción para los jueces de concurso; cualquiera que se haya sometido a su escrutinio, sabrá por qué. La exinvestigadora de fraudes es experta en reconocer patrones y notar anomalías. Es, además, una gran oradora. Le habla al público y explica todos los rasgos de cada gato con unas manos tan tranquilas que el animal le permite levantar sus patas delanteras para forzarlo a caminar.

Me dijo que es normal que los dueños de las mascotas caseras concursantes se tomen las derrotas muy a pecho. Los criadores profesionales observan a su espécimen y ven calidad de orejas, ojos, pelaje y patas. ¿Qué pasa con gente como yo? “Solo ven amor. Les parte el alma; me duele a mí, aun siendo una profesional consumada. Pero venimos a competir. Tienes que superarlo, descubrir qué está mal y corregirlo”.

Aunque el pelaje y los glaciales ojos azules de Orwell cautivaban a los jueces, le faltaba personalidad; por desgracia, la posibilidad de mejorar ese aspecto se truncó. A la mitad del primer día, Janae, acunando a nuestro tembloroso minino, emitió un decreto que impedía, terminantemente, volver a presentar a nuestras mascotas a un concurso.

La intuición felina de Janae, enfermera de salud mental, sorprende. Casi un año después del evento, se sentó conmigo y me preguntó con gravedad: “¿Crees que Darwin esté deprimida?”.

Me desternillé ante el absurdo de atribuir emociones humanas a los animales, antes de sobarle la pancita a Darwin y hablarle como si fuera un bebé. “¿Quién es una nena linda? Sí, tú”.

Un día Janae me llamó, histérica. “Algo está mal con Darwin”, gritó. “¡Está como loca! ¡Quiere matar a Orwell!”.

Un gato callejero entró al estacionamiento mientras Janae y nuestros gatos estaban en el balcón. Últimamente, los intrusos eran cada vez más frecuentes, pero, por alguna razón, este en especial desencadenó algo en Darwin.

Ella gruñía y maullaba; luego se volvió hacia Orwell y no vio a su compañero de toda la vida, sino al diablo. Cuando Janae trató de protegerlo, Darwin arremetió contra ella y le causó heridas profundas en brazos y piernas.

Le prohibimos a Darwin el acceso al balcón, pero tras dos meses sin airarse y con los felinos acurrucándose de nuevo, pensé que merecía recuperar el privilegio. Instantes después de abrir la puerta, Darwin acorraló a Orwell. Cuando lo levanté, nos atacó a ambos. En ese momento me di cuenta de que no había llevado a un bebé peludo a casa, sino a un animal salvaje.

Los veterinarios lo llaman “agresión redirigida”, una especie de trastorno mental de los gatitos que desencadena arrebatos de violencia en los ejemplares territoriales. Los borrachos sueltan puñetazos a las paredes; los felinos rasgan el fino pelaje de los que alguna vez fueron sus amigos. Las investigaciones muestran que este padecimiento es casi exclusivo de los mininos que viven encerrados en hogares pequeños con dos humanos o menos. El veterinario nos explicó que sus hormonas de agresión —segregadas ante la presencia de los gatos callejeros, las nuevas mascotas de los vecinos en los balcones cercanos y, tal vez, por el olor que Orwell tenía tras haber convivido con cientos de sus congéneres en el concurso— estaban al máximo. Era inevitable que estallara.

Los gatos no buscan hacer amigos, y las exhibiciones no pueden contrarrestar sus tendencias primigenias. “En la actualidad, los felinos tienen, esencialmente, los mismos sentidos, los mismos cerebros y el mismo repertorio emocional que sus ancestros silvestres”, afirma un libro sobre su comportamiento. “Hasta donde sabemos, lo único que ha cambiado en sus cerebros es la habilidad de crear apego con la gente”.

Esa podrá ser su naturaleza, pero Janae y yo no podíamos aceptarla. Aún después de que nuestros amigos consideraron la posibilidad de adoptar a nuestra niña salvaje por el bien físico y emocional de ambos animales, no queríamos renunciar a Darwin. Le hemos suministrado ansiolíticos. Hemos invertido en latas de Feliway, feromona sintética que imita la hormona tranquilizante que sus mamás excretan en la leche para mantener a sus cachorritos sosegados.

El veterinario descubrió que tenía caries y lesiones en sus encías, así que le extrajo cinco dientes con la esperanza de que el dolor físico, y no el emocional, fuera la causa de su mal humor. Regresó a casa con la cara inflamada y con una serenidad inédita… hasta que el efecto de la morfina desapareció.

Hoy en día, la agresión redirigida de Darwin aún estalla, aunque ya no de manera tan extrema, ni durante tanto tiempo. Algo ha cambiado, y no estoy tan seguro de que haya sido ella. Resulta que Orwell por fin se ha empezado a defender. Cuando ella gruñe, él gruñe. Cuando ella le propina un zarpazo, él se lo devuelve. Él se mantiene firme y ella cede. Nuestro niño, al fin, le hace honor a su nombre.

Juan Carlos Ramirez

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