Cierta vez que fui a visitarla a su casa, mi madre se dio cuenta de que no había encendido ni un solo cigarrillo.
—¿Estás tratando de dejar el hábito? —me preguntó.
—No —contesté—, estoy resfriado y no fumo cuando no me siento bien.
—¿Sabes? —me dijo muy seria—, quizá vivirías más tiempo si te enfermaras más a menudo.
Ian A. Hammel, Canadá
Al ver un caracol enorme comiéndose mis plantas, “sin querer” lo arrojé al jardín de mis vecinos. Voló por los aires seguido por mi pulsera, que se me zafó de la muñeca.
La busqué por todo el jardín sin éxito, así que supuse que había caído en la casa de al lado. Llena de vergüenza, tuve que ir con los vecinos y confesarles todo, haciendo hincapié en que había lanzado el caracol “en dirección” y no “a” su jardín.
Fuimos a buscar entre sus plantas, pero no hallamos nada. Sin embargo, dos días después, el vecino me dijo a través de la cerca:
—¿Qué cree? No encontramos su pulsera, pero sí al caracol, ¡así que se lo lanzamos de vuelta!
Diane Turner, Reino Unido
Una vecina mía trataba de darle a su perro tabletas antiparasitarias. Aunque probó varios métodos, como esconderlas dentro de unos apetitosos panecillos, no conseguía que el animal las tragara.
Se dio cuenta de que necesitaba la ayuda de su esposo, así que dejó los panecillos sobre la mesa de la cocina hasta que él volviera del trabajo. Desafortunadamente, el marido llegó temprano ese día y se comió algunos de los panecillos. Al poco rato también consumió varios rollos de papel higiénico. A partir de ese día siempre le pregunta a su mujer antes de comer cualquier cosa que encuentra en la cocina.
Ann Wilson, Reino Unido
Hace poco, mientras pasábamos las vacaciones en España, mi esposa me dijo que quería un whisky con hielo, así que me dirigí al bar.
—Un whisky con hielo, por favor —le dije al cantinero.
—Sí, señor —respondió.
Luego decidí que yo también quería beber uno, y añadí:
—Que sean dos, por favor.
Cuando el cantinero volvió, puso un solo vaso de whisky con hielo en la barra y se fue a atender a otro cliente.
—Disculpe —le dije una vez que volvió—, pedí que fueran dos.
—Sí, señor —contestó, señalando el vaso—. Allí está un hielo y, mire bien, aquí está el otro. ¡Son dos hielos, señor!
P. Swift, Reino Unido
De camino a casa me detuve en un puesto de frutas y verduras en el que no parecía haber nadie, excepto un pastor alemán dormido. Pasé por encima del perro, tomé unas mazorcas de maíz y luego abrí la caja del dinero para pagar. Pegada al interior de la tapa había una nota que decía: “El perro sabe contar”.
Carleen Crummett, Canadá
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