Fuego en el camino

La camioneta ardía en llamas, y una mujer estaba atrapada dentro de ella…

Parecía que el mundo daba vueltas. Apenas unos segundos antes, Beatrice Roberts iba conduciendo su camioneta por un tramo recto de la carretera que había recorrido durante muchos años. El sol brillaba en el espejo retrovisor mientras regresaba a casa, en Grand Falls-Windsor, una ciudad de 14,000 habitantes situada en la región central de Terranova, Canadá. Inexplicablemente y en un instante, el vehículo cruzó la línea amarilla que divide en dos carriles la carretera, y entonces se salió del camino y cayó de costado en la cuneta. Sujetándose con fuerza, Beatrice vio cómo un reborde rocoso golpeaba el parabrisas y lo hacía mil pedazos.

Esta mujer de 63 años, ex empleada de tienda y cocinera recién jubilada, llevaba 20 años viviendo en Grand Falls-Windsor. Mientras conducía, pensaba en su madre, a quien acababa de visitar en Springdale, a 80 minutos de allí. En el otoño anterior su madre había sufrido una apoplejía, así que ella y su esposo, Terry, la habían alojado en su hogar todo el invierno. Luego, en mayo, decidieron que era mejor internarla en un centro especializado, y Beatrice empezó a viajar cada semana para ir a verla.

Cada vez que visitaba a su madre, conversaba con ella y con otros de los internos en el jardín, o veían juntos la televisión en una sala. Aquel día, domingo 27 de julio de 2014, debía haber sido igual que los otros, pero en esta ocasión Beatrice se encontraba en la orilla de la carretera, pidiendo auxilio a gritos.

Ryan Folkes sentía los rayos del sol en el rostro mientras conducía su camioneta por la Carretera Transcanadiense. Densos bosques de abeto balsámico y pícea negra flanquean los dos carriles de ese tramo del camino, tan recto, plano y bien pavimentado que parece trazado sobre un campo de cultivo. Ryan, cabo de las Fuerzas Armadas de Canadá, de 26 años, estaba pasando una semana de vacaciones y se sentía feliz de estar de nuevo en casa. No había vuelto en casi un año, y comenzaba a apreciar su terruño mucho más que antes de los nueve meses de servicio que pasó en Afganistán en 2012. Cuatro de sus amigos soldados —entre ellos uno jubilado— y la esposa de otro de ellos, lo acompañaban en el viaje, deseosos de ver Terranova por primera vez. Eran unas vacaciones que habían planeado a lo largo de seis meses.

Esa tarde Ryan había pensado llevar al grupo a Leech Brook, donde hay tres cascadas que a la gente de la zona le encanta visitar. Los seis pasarían el resto del día allí y luego irían a la casa de los padres de Ryan a cenar. Una parrillada, quizá, pensó éste mientras continuaban el trayecto.

 

¡La camioneta se está quemando! —les advirtió Rodney Mercer a las personas curiosas que bajaban de sus autos para ver qué ocurría.

Él y su esposa, Jennifer, una ginecóloga que trabajaba en el Centro Regional de Salud de Terranova Central, en Grand Falls-Windsor, habían detenido su vehículo de remolque a la orilla de la carretera al ver que una camioneta roja perdía el control y caía de costado a la cuneta, que era profunda y empinada en ese tramo. En condiciones normales, sus hijos trillizos de 21 meses de edad habrían ido en el asiento de atrás, pero esta vez los habían dejado en la casa de los padres de Rodney. Siempre agotados por la tarea cotidiana de cuidar a los niños, pensaron que solos aprovecharían mejor el día y podrían dar un paseo en su nueva lancha por el lago Badger, situado a media hora de camino.

La pareja saltó al terraplén donde la camioneta roja había caído, sobre el lado del copiloto. Del motor salían columnas de humo, y Jennifer les pidió a los otros conductores y a sus acompañantes que no se acercaran. Rodney, profesor y concejal en Grand Falls-Windsor, corrió a buscar un extinguidor que había guardado en la parte trasera de la lancha. Regresó en un instante y, junto con dos hombres que lo habían seguido, intentó apagar las llamas, que eran cada vez más altas y humeantes. Desde el interior de uno de los coches estacionados, una mujer anunció que estaba llamando al número de emergencias.

—¡Auxilio! —gritó Beatrice, que seguía atrapada en la camioneta y apenas podía respirar.

—Aquí estamos. Intentaremos sacarla —le contestó Jennifer.

Beatrice vio cómo el resplandor del fuego en el techo del vehículo se acercaba cada vez más a ella; tenía el pie derecho atorado detrás de los pedales y el cuerpo aprisionado por la bolsa de aire inflada. Se había desabrochado el cinturón de seguridad justo después de haber caído a la cuneta, una reacción instintiva que sólo la hizo quedar más inmovilizada dentro de la camioneta y en un punto más difícil de alcanzar.

Rodney y los otros dos hombres intentaban mantener el fuego a raya, pero no podían. Cada vez que pensaban que por fin lo habían sofocado, el motor lanzaba más llamas. Sabían que no podrían apagarlo.

Momentos después, Ryan Folkes y sus amigos llegaron corriendo. Se habían detenido a la orilla de la carretera cuando vieron elevarse el humo, y de inmediato se pusieron en acción. Todos habían sido entrenados para sacar personas atrapadas en vehículos y tenían conocimientos avanzados de primeros auxilios; además, al haber prestado servicio juntos en el mismo pelotón durante casi seis años, se coordinaron rápidamente.

Ryan y Lee Westelaken saltaron encima de la camioneta roja y lograron abrir la portezuela tirando de ella con las manos. El menos robusto de los dos, Lee, se metió en la cabina y asió la mano de Beatrice. Antes de bajar a ayudar a Lee, Ryan echó una mirada rápida para sopesar los riesgos.

—No dejes que se avive el fuego —le dijo a otro de sus amigos, Ryan Elliott, de 25 años, quien tenía experiencia en extinción de incendios.

Mientras tanto, impulsados por el instinto y por la adrenalina, la veintena de curiosos que se habían detenido a ver el accidente se sumaron a las tareas de auxilio. La esposa de Elliott se puso a dirigir el tránsito en los dos carriles de la carretera, y ahuyentó a los mirones que trataban de sacar fotos de la camioneta en llamas con sus teléfonos celulares.

Alguien más arrancó una señal de tránsito del arcén y la llevó hasta el vehículo para que la usaran como camilla. Los hombres intentaban alcanzar a Beatrice antes de que lo hiciera el fuego, esquivando las chispas que seguían saliendo por debajo de la abollada cubierta del motor.

—Necesito saber cuánto tiempo nos queda —le preguntó Ryan a Elliott.

Para no alarmar a Beatrice, éste le respondió con calma:

—Tenemos que apresurarnos.

Las personas reunidas allí les pasaban los extinguidores que llevaban en sus autos, pero no eran suficientes. Hasta que llegaran los bomberos, no podrían hacer nada más.

Ryan se deslizó al asiento trasero de la camioneta y, con ayuda de Lee, echó hacia atrás los asientos delanteros para dar más espacio a Beatrice, cuyo pie izquierdo estaba casi cercenado. La mujer tenía cortaduras en ambas piernas, tan profundas en la izquierda que el tejido graso le asomaba por debajo de la piel.

—¿Cómo se llama? —le preguntó Ryan a Beatrice, decidido a evitar que sucumbiera al pánico.

Estaba acostumbrado a dar primeros auxilios en el campo de batalla, pero nunca se había visto en una situación así tan cerca de su casa.

—¿De dónde es usted? —le dijo a Beatrice, y ella le respondió llorando pero sin perder la lucidez.

Los amigos actuaron rápidamente, y en cuestión de minutos lograron levantar un poco a la mujer y sacarla cuidadosamente por la portezuela. La pasaron a los hombres que estaban apostados encima de la camioneta, y luego ellos dos salieron también. Muy despacio colocaron a Beatrice sobre la señal de tránsito que alguien había arrancado del arcén; sujetaron la lámina por los extremos, y pidieron a otros que se pusieran detrás y evitaran que las piernas de la mujer se balancearan. Luego el grupo llevó a Beatrice al otro lado de la carretera, a unos 40 metros de su vehículo.

En ese momento Elliott advirtió que las llamas habían avanzado y que la camioneta estaba a punto de estallar; les gritó a todos que se alejaran. Tres minutos después el vehículo hizo explosión, y quedó envuelto en una cortina de llamas que separó a Elliott del grupo, en el lado sur del camino. Repentinamente solo, el joven se dio media vuelta y miró a lo largo de la carretera: las filas de vehículos detenidos en ambas direcciones se perdían de vista en el horizonte.

 

Una vez que Beatrice estuvo a salvo, los amigos soldados, Jennifer y dos paseantes que resultaron ser enfermeras empezaron a curarle las heridas. Una de las personas que se detuvieron a ayudar les llevó un paquete vacío de latas de refresco para que le inmovilizaran las piernas a Beatrice con el cartón doblado como si fuera una férula, y alguien más fue a recoger mantas de los autos más cercanos para mantener abrigada a la mujer herida. Algunas personas sacaron gasas y vendas de sus guanteras y las llevaron al grupo que estaba auxiliando a Beatrice.

—¿Cómo se siente? —le preguntó Ryan a ésta—. ¿Adónde iba?

Siguió haciéndole preguntas para mantenerla consciente, hablando y tranquila. Doce minutos después, llegaron los socorristas del Centro Regional de Salud de Terranova Central. “Cuando llegó la ambulancia todos soltamos un suspiro de alivio”, cuenta Rodney. Jennifer se mantuvo al lado de Beatrice mientras la subían a una camilla y la llevaban al hospital. 

“Tuvo suerte de salir con vida”, dice Rodney. “No importa si había allí o no personal médico y soldados entrenados; todos contribuyeron para salvarle la vida a esta mujer. Nos enorgullece haber sido parte de ese grupo”. 

Una vez que los médicos de la sala de urgencias se hicieron cargo de Beatrice, los Mercer volvieron a su casa y corrieron a abrazar a sus hijos.

Los cinco amigos soldados nunca llegaron a las cascadas, ni fueron a la casa de los padres de Ryan a cenar. En vez de eso, se metieron en sus vehículos, dieron media vuelta y regresaron a Gagetown, Nuevo Brunswick, donde estaba su cuartel y sus hogares. “Abrimos unas cervezas y asamos carne”, recuerda Ryan. “Luego de lo ocurrido, sólo queríamos relajarnos”.

 

Beatrice Roberts pasó tres meses en el centro de salud, con un pulmón perforado y la columna vertebral rota. El 23 de octubre de 2014 la trasladaron a un hospital de Grand Falls-Windsor, donde siguió recuperándose de las lesiones. Después del accidente le habían reimplantado el pie izquierdo, pero a comienzos de octubre se lo tuvieron que amputar. En enero pasado por fin volvió a su casa, y ahora camina con ayuda de una prótesis. 

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