Tras saber que estaba enferma, aprendí a tomar decisiones con el corazón.
El nacimiento de mi primer hijo no fue sencillo. Una noche de domingo de octubre de 2012, mi esposo, Chris, me llevó al hospital para que me indujeran el parto. Treinta y tres horas después, un cirujano me hizo una incisión en el vientre y trajo al mundo a Oliver. Chris sostuvo al bebé sobre mi pecho. Lágrimas de alegría y cansancio resbalaban por mis mejillas y humedecían la arrugada piel del niño y los dedos de mi marido.
No volvería a mi trabajo como periodista en tres meses. Me llenaba de azoro que mi bebé ya fuera tan fuerte, pero no lograba entender por qué seguía sintiéndome tan cansada.
Una madrugada, poco después de que terminó mi permiso por maternidad, me incliné junto a la cuna para sacar a Oliver y darle el pecho. Los enormes ojos cafés del bebé me miraban fijamente mientras trataba de levantarlo, pero mis dedos no lograban sujetar su cuerpo. Al final conseguí acunarlo con mi antebrazo y lo llevé a la cama para amamantarlo. No me quedaron fuerzas para devolverlo a la cuna. Chris nos rodeó con sus brazos, y los tres dormimos hasta la siguiente hora de darle el pecho al bebé.
Por la mañana ya podía mover los dedos otra vez, pero sentía como si tuviera torcidas todas las articulaciones de ambas manos. Justo cuando ya casi había aprendido a no hacer caso a las molestias, mi cuerpo empezó a producir señales de alarma de algo más serio. El 13 de marzo de 2013, cuando estaba a punto de cruzar la Avenida 17 de Denver después de una cena familiar, volví la cabeza hacia la derecha y lo que vi me dejó helada: en vez de los tres carriles habituales de tráfico vehicular avanzando hacia mí, veía seis. Me quedé pasmada, hasta que Chris, muy alarmado, me gritó que me apartara de la calle.
Una vez que estuvimos dentro de nuestro auto, mientras nos abrochábamos los cinturones de seguridad, me di cuenta de que no podía fusionar las imágenes en mis ojos; sin embargo, no necesitaba tener una visión perfecta para notar la preocupación en el rostro de mi esposo.
Chris y yo nos conocimos en 1994, en una reunión del consejo estudiantil de nuestra escuela al terminar las clases. Él tenía 16 años, y yo, 14. Chris hablaba con voz serena y era el muchacho más amable y generoso que había conocido yo hasta entonces. Era también un gran observador y podía detectar hasta el más mínimo cambio en mi estado de ánimo. Y yo, más que nadie, lo hacía reír a carcajadas todo el tiempo. La capacidad de hacer reír a la otra persona es clave para entablar una relación amorosa, y eso fue lo que propició la nuestra.
Esa primavera Chris apenas sonrió. Siempre sensato y práctico, me apremió a acudir al médico. Durante la consulta, aprendí sobre el sexto nervio craneal derecho, que controla el movimiento ocular. Algo estaba haciendo que ese nervio no funcionara bien, y una resonancia magnética podía revelar la causa.
Cuando Chris llegó a casa el día que recibí los resultados, yo estaba esperando a la entrada. Él bajó del auto, muy serio, como si ya lo supiera, y corrí a abrazarlo. Entonces se me salieron las lágrimas y le dije:
—Creen que es esclerosis múltiple.
Echamos a andar por nuestra calle mientras yo, entre fuertes sollozos, le contaba todo lo que había investigado sobre la esclerosis múltiple (EM) durante la última hora.
—No voy a morir de esto —le dije—. Unas 350,000 personas en Estados Unidos tienen EM. Quizá quede ciega, o tal vez ya no pueda caminar.
Momentos después Chris se detuvo, y me abrazó con tanta fuerza que podía sentir el latido de su corazón.
—Vamos a salir de esto, vamos a salir de esto —repitió en voz baja, hasta que me soltó un poco y pude mirarlo a los ojos.
Entonces supe que no sólo yo había recibido el diagnóstico. También era el diagnóstico de Chris, y no teníamos ni idea de lo que iba a pasar.
A partir de ese día Chris y yo hicimos lo que solíamos hacer cuando cursábamos el bachillerato: estudiar juntos. Aprendimos que las manchas anormales que había en mi cerebro eran lesiones, las zonas donde mi sistema inmunitario estaba atacando a las neuronas y dañando la vaina de mielina que las protege. Los investigadores aún no saben qué causa la EM ni cómo diagnosticarla con certeza, ni mucho menos cómo curarla.
El estrés, el calor y condiciones como la disminución hormonal posparto pueden exacerbar los síntomas de EM, que fue lo que me ocurrió ese marzo. Me iba a llevar casi dos meses recuperar la visión normal, y no podría restablecerme del todo antes de que transcurriera un año.
Volví a trabajar lo más pronto que pude. Incluso fui a tomar una clase de yoga para convencerme de que estaba mejorando. Desenrollé mi tapete, hice varias respiraciones profundas y enderecé el torso para adoptar la postura del árbol. No sentía los pies ni podía controlar la rodilla izquierda, que parecía hecha de gelatina. Sentía muy pesada la cabeza y apenas podía moverme. Al final de la clase, mientras todos estábamos tendidos en los tapetes, me eché a llorar.
Aparecieron luego otros síntomas. Comencé a arrastrar el pie izquierdo, lo que hacía que me tropezara con tanta fuerza que en dos ocasiones me arranqué la uña del dedo gordo. Tenía intensos dolores de cabeza, como si alguien me estuviera martillando el cráneo. No podía escribir reportajes —una de mis principales tareas como periodista— porque el dolor que me provocaba leer me hacía llorar. Finalmente, solicité permiso para faltar al trabajo por enfermedad.
Mis amigos y conocidos se quedaron boquiabiertos cuando les dije que estaba enferma, y ellos se echaron a llorar, aunque hubo algunos que intentaron tomar en broma la noticia. Entonces comencé a enviarles mensajes electrónicos para que todos pudieran poner en orden sus sentimientos antes de expresármelos.
Otros reaccionaron con una amabilidad inesperada, como mis compañeros de trabajo, que empezaron a hacer envíos de comida a la puerta de mi casa todos los días.
Estaba más enojada que nunca. Me ponía furiosa no poder leer, caminar ni ver. Esperaba que Chris me cuidara a los 83 años, no a los 33.
No podría haber habido un mejor momento para que me diagnosticaran EM que 2013. Ese año la Administración de Alimentos y Medicinas de Estados Unidos aprobó el dimetilfumarato, un fármaco de uso oral contra la EM que desde hacía décadas se recetaba para tratar la psoriasis. El problema es que aunque ayuda a prevenir ataques, no repara el daño existente. Soy afortunada de poder trabajar en casa algunos días, porque sin esos respiros dudo que pudiera hacerlo la jornada completa.
Sentar a Oliver en su silla para auto a veces me cansa tanto, que después de abrochar las correas me quedo en el asiento trasero junto a él y cierro los ojos cinco minutos. Esas pausas me parecen una cruel bendición. La enfermedad me obliga a detenerme, pero esto me permite sentarme y escuchar a mi hijo cantar. Para él, estoy más presente ahora.
Esos momentos también hacen que recuerde con preocupación que me voy a convertir en una carga. Mientras lo escribo, puedo ver a Chris negándolo. Me diría que esto es lo que él eligió hace casi 20 años, y sé que está convencido de ello.
En febrero de 2014 me hicieron una nueva prueba de resonancia magnética. Mientras me deslizaba dentro de la máquina, pensé en qué había cambiado desde la última vez que estuve metida en ese tubo. Ahora, después de acostar al niño, le decía a Chris qué me dolía, qué partes de mi cuerpo estaban mejor y cuáles entumecidas. Juntos analizábamos los síntomas y pensábamos en formas de mantenerme lo más sana posible.
Estoy aprendiendo también a tomar decisiones con el corazón, a dedicar más tiempo a mi familia y a reír con ella, a concentrarme en las personas y las cosas que me hacen sentir feliz y fuerte, y a alejarme de las que no.
Por fortuna, la resonancia magnética no reveló nada nuevo. Las lesiones seguían allí, pero la medicación parecía estar funcionando.
Tras recibir los resultados, salimos a dar un paseo. Oliver insistió en dejar su cochecito e intentar caminar. Le señalé una parte dispareja del suelo para que no fuera a tropezar. Eso es algo que Chris habitualmente hace conmigo. Fue entonces cuando el niño alzó la mano y, por primera vez, buscó la mía para apoyarse.
El tiempo se detuvo, y miré a Chris, quien sonreía. Estábamos en el mismo lugar por el que habíamos caminado el día que recibí el diagnóstico. Ahora era yo quien sostenía la mano de mi hijo para ayudarlo a caminar. De repente me di cuenta de que tenerlos a mi lado me hacía sentir fuerte otra vez, y eso significaba que éramos, y seguimos siendo, una familia fuerte.
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