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Galletas en la sala A-4

Me agaché para abrazar a una mjuer que lloraba porque creía que su vuelo había sido cancelado, y necesitaba llegar a una cita para someterse a un tratamiento médico al día siguiente.

Deambulaba en el aeropuerto de Albuquerque, Nuevo México, debido a un retraso en mi vuelo, cuando una voz anunció: “Si alguien cerca de la sala A-4 entiende árabe, por favor, venga de inmediato”. Ésa era mi sala de salida, así que fui.

Una mujer mayor estaba sentada en el suelo, llorando. Con su vestido bordado tradicional palestino, me recordó a mi abuela. 

—Hable con ella —me pidió el agente de vuelo—. Le dijimos que el vuelo estaba retrasado, y se echó al suelo a llorar.

Me agaché para abrazarla, y ella empezó a hablar en su lengua y dejó de llorar. Creía que el vuelo se había cancelado, y necesitaba llegar a El Paso para someterse a un tratamiento médico al día siguiente.

—Va a llegar —le dije—, aunque un poco tarde. ¿Quién la va a recoger? Le avisaremos por teléfono.

Llamamos a su hijo, y en inglés le expliqué que me quedaría con su madre hasta subir al avión. La mujer habló con él, y después llamamos a sus otros hijos sólo por diversión. Telefoneamos luego a mi padre, y ellos dos charlaron un rato en árabe; descubrieron que tenían 10 amigos en común. También llamé a algunos poetas palestinos que conozco para que platicaran un poco con ella.

Para entonces, la mujer reía y reía; me acariciaba la rodilla y contestaba preguntas. De su bolso sacó un paquete de galletas caseras —unos bizcochitos rellenos de dátiles y nueces y espolvoreados de azúcar— y las ofreció a las mujeres que estaban en la sala. Para sorpresa mía, ninguna de ellas las rechazó: la turista argentina, la mamá de California, la bella mujer de Laredo. Todas sonreíamos, cubiertas con el mismo azúcar. 

Miré a mi alrededor y pensé: Éste es el mundo en el que quiero vivir. Un mundo sin temor. 

Y antes de subir al avión, me dije: Esto puede ocurrir en cualquier lugar. No todo está perdido.

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