Historias de Vida

Gitanos luchan por su dignidad y un respeto en Europa

Los gitanos afrontan el rechazo en toda la Unión Europea, pero en ningún lugar de forma tan sistemática como en Francia.

Amona Burdet se abraza las rodillas tras acuclillarse en el suelo y se mece de adelante atrás sobre sus chanclas desgastadas. Su esposo, Benjamin, está sentado en una silla junto a ella, tratando de asimilar la noticia de que un juez ordenó a su familia desalojar en unos días un garaje abandonado en Aubagne, una tranquila ciudad de 47,000 habitantes situada al este de Marsella.

Es mediados de abril de 2015, y los Burdet llevan un mes y medio viviendo allí, en un asentamiento irregular donde el número de residentes cambia todos los días. Están acostumbrados a trasladarse, a ir un paso por delante de la ley, pero esta vez Benjamin, de 32 años, que ha intentado en vano conseguir un empleo, ya está harto y no quiere irse. “Nuestros hijos van a la escuela y no los vamos a sacar de allí”, afirma desafiante. “Viviremos en nuestro coche hasta el verano”.

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Ramona, de 29 años, que está esperando al séptimo hijo que ha concebido junto con Benjamin, sabe que su auto, un viejo sedán de cuatro plazas, no es una opción realista, pero permanecer en la diminuta habitación que ocupan significa poner en riesgo su futuro en este país. No quieren volver a Rumania, aunque en Francia, si llegaran a detenerlos, la probabilidad de que los deporten es muy alta. “Por lo menos dentro del coche no habrá ratas”, dice Ramona con ironía. 

Al igual que esta pareja, hoy día otros 20,000 gitanos viven al margen de la sociedad francesa en fábricas abandonadas, bajo los puentes y en terrenos baldíos. Son inmigrantes en busca de mejores oportunidades de trabajo, servicios de salud de primera clase y educación para sus hijos. No están preparados para la reacción extrema de Francia ante su presencia. Mientras que otros países europeos al menos toleran un poco a los grupos de gitanos, las autoridades francesas echan abajo sus viviendas y a ellos los expulsan a la fuerza, incluso aunque tengan pasaporte de la UE.

La policía antidisturbios francesa se presenta en los campamentos gitanos, por lo común sin avisar, con garrotes en mano y mangueras listas para lanzar chorros de agua, y, a menudo con ayuda de excavadoras, destruye todo a su paso: remolques, cobertizos, autos viejos, muebles y enseres.

Una escena

Un chiquillo saca un cochecito de plástico de entre los escombros de un campamento en Sena-Saint-Denis, al norte de París, después de que la policía irrumpió al amanecer y derribó las precarias viviendas de 180 personas, incluidos 30 niños.

Otra

En La Courneuve, una comuna vecina, la policía destruye el campamento del Samaritain, uno de los asentamientos gitanos más antiguos del país, hogar de 80 familias (unas 300 personas), de las que sólo 12 de las más vulnerables han sido reubicadas temporalmente; las demás tienen que sobrevivir como puedan, con casi todas sus pertenencias destruidas, entre ellas sus tarjetas de identidad.

Una más

Unos estudiantes de bachillerato ven horrorizados cómo la policía saca a rastras del autobús a una condiscípula gitana de 15 años durante una excursión escolar a la región de Doubs, en el este de Francia, preludio de lo que vendría después: su deportación y la de su familia a Kosovo.

Amparado por una ley de la UE que permite a los estados miembros expulsar a los extranjeros si representan una carga para la nación, el gobierno francés envía cada año a miles de inmigrantes a sus países de origen, en su mayoría del antiguo bloque del este, como Rumania y Bulgaria. En 2014 hubo 13,500 desplazados, entre deportados y desalojados. En los primeros seis meses de 2015, cerca de 4,000 fueron echados sin contemplaciones de sus casas en 37 asentamientos distintos.

“Es simple ‘antigitanismo’”, dice Saimir Mile, un gitano albanés que se mudó a París en 1996 para cursar un posgrado. Fundador del grupo La Voix des Rroms (“la voz de los gitanos”), cuyo objetivo es defender los derechos de la comunidad cíngara, Mile explica: “Es violencia nacida de la ignorancia y del racismo, lo que es una paradoja porque el gobierno ha hablado de ayudar a quienes emigran de zonas de guerra, como Siria. Por lo que respecta a los gitanos, que son ciudadanos europeos necesitados, está fracasando”.

Las autoridades francesas mantienen su política de destrucción y deportación a pesar de las críticas de organizaciones como la ONU y Amnistía Internacional, que han reprobado esas prácticas por considerarlas excluyentes y racistas.

En los seis años transcurridos desde el comienzo de las deportaciones, durante los gobiernos de Nicolas Sarkozy y su sucesor, el socialista François Hollande, no se ha emprendido ninguna acción legal ante los tribunales ni impuesto sanción alguna; es como si los franceses fueran intocables. Aunque en 2012 Hollande expresó su deseo de que no se destruyera ningún asentamiento gitano sin que sus habitantes fueran reubicados, no ha vuelto a hacer declaraciones sobre el asunto desde entonces.

Sin embargo, su primer ministro, Manuel Valls, ha encabezado el ataque: cuando era ministro del Interior aseguró que a los gitanos no les interesa integrarse a la sociedad francesa porque están en manos de quienes dirigen las redes de prostitución y mendicidad. “No vamos a dar la bienvenida a esa gente”, dijo. “La única solución es desmantelar esos asentamientos poco a poco y deportar a sus ocupantes”.

Esa postura tajante se refleja en las acciones de las autoridades municipales. En 2015 el alcalde de Champlan, pueblo cercano al Aeropuerto de París-Orly, se negó a permitir que un bebé gitano de dos meses fuera enterrado en el cementerio local tras haber sucumbido al síndrome de muerte infantil súbita; dijo que no había espacio suficiente y que se debía dar prioridad a quienes pagan impuestos.

El verano anterior, un tribunal de apelación impuso al alcalde suplente de Cholet, en el oeste de Francia, una cómoda multa de 3,000 euros por comentar que “quizá Hitler no mató suficientes gitanos en la Segunda Guerra Mundial”, en alusión al exterminio de medio millón de gitanos en los campos de concentración nazis.

Algunos ciudadanos franceses han usado bombas Molotov para expulsar a los gitanos de sus vecindarios, y los han amenazado con gases lacrimógenos y armas de fuego. Un chico gitano de 16 años fue hallado inconsciente dentro de un carrito de supermercado en un suburbio al norte de París, molido a palos por los vigilantes.

Los gitanos tienen pocas oportunidades aquí, afirma Fathi Bouaroua, presidente de la oficina regional Provenza-Alpes-Costa Azul de la Fundación Abbé Pierre, organización con sede en París que intenta proporcionar viviendas a las comunidades necesitadas. “Cada ola de inmigrantes que llega se ve forzada a vivir en las afueras, en arrabales o en sitios peores”, dice, en su oficina en Marsella, “pero a los gitanos de Rumania y Bulgaria se les margina aún más, de modo sistemático”.

Para Saimir Mile, la idea de que los gitanos que no esconden sus orígenes se puedan integrar a Francia es pura fantasía. “Los políticos franceses nunca han pretendido integrar a nadie”, dice. “Los únicos regímenes políticos en los que los gitanos tenían un sitio normal en la sociedad eran los estados socialistas de Europa de la posguerra”.

Lo que Mile dice lo escuché una y otra vez durante un viaje que hice a Eslovaquia en 2014 para escribir un reportaje sobre un intento de integrar estudiantes gitanos y eslovacos en una escuela rural. Bajo el socialismo, toda persona tenía una función y un puesto de trabajo en la sociedad. A partir de la caída de la Cortina de Acero en 1989, los gitanos perdieron su estatus y se convirtieron en una colectividad dividida que de nuevo está sufriendo lo peor del racismo en todo el continente, sobre todo en Francia. 

Cuando visito los campamentos gitanos en el sur de Francia, los residentes se muestran recelosos al principio. Podría yo ser policía; su desconfianza es comprensible. Pero hay algunas señales de esperanza y alivio gracias a los esfuerzos de  grupos como la Fundación Abbé Pierre y ADDAP 13, que ofrecen educación y ayuda para la inclusión social, y a ciudadanos franceses que piensan que su gobierno debería tener mejores políticas.

No muy lejos del garaje donde vivían los Burdet se halla un asentamiento poco común: limpio, con baños desinfectados, y hombres y mujeres que se esfuerzan para limpiar la basura acumulada durante años de abandono. Oigo gritos y palabras de ánimo, y veo que se sienten orgullosos de realizar bien un trabajo duro. Es parte de un experimento social auspiciado por la Fundación Abbé Pierre para dar un sueldo temporal por su labor a los gitanos residentes. Así pueden cumplir con los requisitos para recibir un seguro de desempleo y un permiso de trabajo, y disponer de tiempo para buscar un empleo estable.

“Mi único deseo es poder mantener a mi hija”, dice Simeon Ioan, de 26 años, secándose el sudor de la frente. “Ahora tengo planes de quedarme aquí, e incluso quizá pueda llegar a tener un apartamento”.

Seim Otilia, de 36 años, madre de tres niños, vigila a los trabajadores. Renquea un poco debido a la artritis que padece. “Es bueno estar aquí, en este lugar. Las personas que nos ayudan son generosas”.

Al día siguiente visito una mina abandonada en Gardanne, a 26 kilómetros al noreste de Marsella, donde un grupo de vecinos y un alcalde comunista han creado un albergue para las familias gitanas que fueron expulsadas de la gran ciudad. El principio subyacente es que aquí no se consigue nada gratis, señalan los voluntarios Didier Bonnel y Christine Vérilhac. “Algunos no tienen tantas ganas de aprender como otros, pero todos lo intentan y les ofrecemos el lugar apropiado para hacerlo”, dice Christine. “Queremos inculcarles el respeto a sí mismos. Y está funcionando. La comunidad ya lleva tres años aquí”.

Los burócratas de Gardanne los visitan una vez al mes para asegurarse de que están cumpliendo el contrato verbal. Los adultos tienen que tomar clases de francés; los niños, asistir a la escuela local, y todos deben mantener limpio y ordenado el albergue. Una enfermera y un médico van allí regularmente, y se imparten cursos de toda índole, desde higiene personal hasta literatura infantil. 

El día de mi visita, los únicos niños que hay a la vista son menores de dos años porque los demás están en la escuela. En los remolques, los platos están lavados, las camas hechas y el suelo barrido. En la casa de Terca Raznea hay una foto del alcalde Roger Meï, de 80 años, pegada en una pared como si se tratara de una estrella de rock. “Es mi héroe”, dice sonriendo esta mujer de 33 años, madre de dos niños. “Todas las personas que han trabajado para que estemos aquí son mis héroes. Quizá no sea mucho, pero es mi hogar”.

Pero ellos son los gitanos afortunados. Casi todos los demás están en la misma situación que Alina Merschan, con quien me reúno en el cuartito donde vive desde hace un año con su esposo, George Lutu, y sus dos hijas en una comisaría abandonada en Marsella. Alina sostiene en el regazo a Francheska Maria, de dos meses, y mira sonrojada la basura que hay en el suelo. Los niños gitanos que nacen aquí, hijos de la República Francesa, son tratados como cualquier gitano, sin que importe lo que hagan ni lo bien que hablen el francés.

En este asentamiento viven unos 200 gitanos. Cuando cruzo el alto portón que impide ver el interior desde la calle, me llega un olor a alcantarilla abrumador. No hay agua corriente, y el suministro eléctrico es precario, inconstante y peligroso.

Originarios de Rumania, Alina y George llegaron aquí procedentes de Italia, después de que George se rompió un tobillo en un accidente en un edificio en construcción. Aunque ya casi es el mediodía, se acaba de levantar porque anduvo en la calle la mayor parte de la noche, recogiendo basura para poder mantener a su familia.

—Mire —dice, abriendo una maleta.

Entre sus hallazgos hay un viejo par de tenis de hombre, una calculadora rota, una pequeña barra de metal y una extensión eléctrica.

—Quisiera encontrar un trabajo estable —comenta en el limitado francés que ha aprendido desde que llegó—, pero por ahora sólo tenemos miseria. Los trabajadores sociales nos preguntan cómo sobrevivimos. Mire usted este lugar. ¿Qué piensa? Pero no queremos que nos manden de regreso a Rumania. No podemos.

En Aubagne, es la misma historia para los Burdet. Cuando voy a despedirme de ellos, los veo dentro de su pequeño auto. Ramona mira por la ventanilla desde el asiento del conductor, con su bonito rostro ensombrecido. A su lado, Benjamin mira hacia el frente, con los brazos cruzados como dispuesto a aceptar lo que llegue.

Cuando observo a la pareja, me viene al pensamiento un comentario que Saimir Mile hizo hacia el final de la entrevista. “La paz nunca ha estado a nuestro alcance. Tenemos que reunir la fuerza necesaria para enfrentarnos a nuestros enemigos. La gente nos considera víctimas. Tenemos que empezar a hablar en términos de resistencia. Es esencial que trabajemos juntos para poder defendernos”.

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Staff

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