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Gloriosa Sevilla

La capital de Andalucía y su gente se reinventan día a día sin renunciar a sus tradiciones centenarias. 

Al salir del convento, sin pensarlo, giro a la derecha. En la plazuela de El Pumarejo, en el barrio de La Macarena, un ebrio hurga entre la basura. No lejos de él, un hombre despliega un caballete y se pone a pintar la iglesia. Hay un puesto de fruta, una tienda de ropa vintage y una sombrerería. Recorro la muralla almohade, que data del siglo XIII, y entro en la basílica. Se está celebrando una boda. Decido salir, pero al mirar hacia el altar la veo, con la cabeza enmarcada en filigrana de oro, el manto cubierto de joyas y lágrimas de cristal sobre las mejillas: la Virgen llorosa. 

Hace 20 años pasé una noche en Sevilla, y algunas imágenes perduran en mi memoria: una calle estrecha y oscura que conducía a una plazuela con olor a jazmín; una joven que se alzaba la falda para improvisar un baile flamenco en un bar atestado, y una foto en la pared de un restaurante de una imagen de la Virgen María con lágrimas en las mejillas. Atraído por esas postales mentales, he regresado para ver todo más de cerca. 

Enclavada en el fértil valle del río Guadalquivir, a poco más de 500 kilómetros al suroeste de Madrid, Sevilla es la capital de Andalucía y tiene 700,000 habitantes. Aunque su historia se remonta a la época del Imperio Romano, la invasión morisca en el siglo VIII dejó una impronta cultural que define en gran medida la ciudad actual. Pocos siglos después, la reconquista cristiana le regaló a Sevilla su imponente catedral, y en el siglo XVI la ciudad fue el centro del comercio con el Nuevo Mundo. 

Pero cuando el cieno empezó a obstruir el río y la navegación se trasladó a Cádiz, Sevilla perdió mucha de su influencia. Gracias en gran medida a la creación de sitios como la Plaza de España, del arquitecto Aníbal González, para la Exposición Iberoamericana de 1929, la ciudad inició su largo camino de retorno a la preponderancia cultural. Aunque hoy día el centro de Sevilla es un laberinto de calles estrechas y antiguas que no siguen ninguna lógica moderna, es un lugar que invita a quedarse. 

“Aquí la vida se hace en las calles”, afirma Patrick Reid Mora-Figueroa, gerente del Corral del Rey, un palacio del siglo XVII cuidadosamente restaurado y convertido en hotel boutique. “En las casas sevillanas hay poca diversión. Pero trata de hacer que un grupo de amigos pase menos de tres horas reunido alrededor de una mesa de restaurante. ¡Es imposible!” 

Aunque muchas empresas mantienen el horario de trabajo normal, el ritmo de la vida cotidiana en Sevilla —el grueso de las compras y las comidas— sigue siendo a la antigua usanza. Se almuerza tarde y se hace siesta porque a media tarde la mayoría de los comercios cierran. La alegría de vivir empieza pasadas las 9 de la noche, cuando la gente inunda las calles, por lo común para tomar una cena de tapas y cerveza. 

Una noche estrellada empiezo mi recorrido en El Rinconcillo, una taberna de 1670 que supuestamente es la más antigua de Sevilla. Sus paredes están decoradas con azulejos, y el vino se sirve de barriles de madera. Cerca de mí, unos ancianos beben jerez. Del techo cuelgan los famosos jamones ibéricos. Un mesero con camisa blanca y chaqueta negra rebana el jamón en lonchas delgadas, las acomoda con esmero en un plato chico y un compañero suyo igualmente ataviado me lo sirve en la barra. Un tercer camarero se saca del bolsillo un trozo de tiza, escribe el precio en la barra y lo suma a mi cuenta. Esto sí que es la vieja escuela. 

Detrás de la barra hay una foto de una efigie de la Virgen llorosa. Es la misma imagen que vi hace 20 años. Resulta que en toda Sevilla se venera a María Santísima de la Esperanza Macarena Coronada, cuya imagen se lleva en procesión por las calles ante miles de fieles todos los años, en la Semana Santa. Veré fotos de ella en prácticamente todas las tiendas y restaurantes de la ciudad.

 

Reanudo el paseo. A pocos metros de la plazuela de San Lorenzo, en una calle angosta, me topo con un bar de tapas muy distinto: Espacio Eslava, un acogedor establecimiento en el que se congrega una multitudinaria clientela urbana. Pepe Suárez dirige al entusiasta personal que atiende la atestada barra. 

“Los turistas vienen temprano; los locales, tarde”, dice, mientras me sirve la especialidad de la casa: huevo sobre bizcocho de boletus y vino caramelizado. Luego de comer dos de esos, un pimiento relleno de merluza y un centro de vieira sobre crema de algas y fideos, me dirijo a la cercana Bodega Dos de Mayo, cuyas mesas se extienden por la Plaza de la Gavidia. Las mujeres fuman, los hombres beben cerveza y los niños corren bajo los naranjos. Un músico solitario toca el violín. Detrás de él hay un cartel de una mujer ataviada con un largo vestido rojo y castañuelas. 

Por todas partes hay imágenes de flamenco, el sensual baile andaluz. Vestidos blancos y rojos con volantes llenan los escaparates; hay anuncios de espectáculos de flamenco pegados en los muros. La música y el baile suelen considerarse un atractivo menor, sólo para turistas, pero en muchos barrios los vecinos bailan en pareja las populares sevillanas. 

Si la gente no familiarizada con el flamenco tiene una imagen de este arte, es quizá la de la legendaria bailaora Cristina Hoyos, con el pelo negro azabache estirado hacia atrás, la mirada penetrante, los brazos elevados al cielo y los pies taconeando el suelo. Junto con Antonio Gades, Cristina ayudó a llevar el flamenco por el mundo a finales de los años 60. “No hace falta entender el flamenco”, me dice, sentada en su Museo del Baile Flamenco. “Basta con sentirlo”. Su largo pelo negro hoy es plateado, y sus ojos siguen reflejando la sensualidad y la determinación que definen la esencia del baile. “El flamenco conjuga todos los elementos de la vida, la alegría, la tristeza, y pertenece a Andalucía, a Sevilla”, añade. “Ya estaba aquí antes de que llegara el turismo, y seguirá aquí cuando se vaya”. 

Al otro lado del río, en el barrio de Triana, se encuentran la mayoría de los bares de flamenco. En un tablao llamado Lo Nuestro, un hombre hace vibrar la guitarra mientras un cantinero ejecuta un cante lastimero para los primeros clientes. A las 3 de la madrugada la guitarra resuena con mayor pasión, el cantinero está demasiado ocupado para cantar, y la exaltada multitud palmea y taconea. En el local de al lado las parejas bailan una sevillana, y algunas calles más allá, en Casa Anselma, ha empezado una sesión de baile en un sofocante salón adornado con carteles antiguos de flamenco… y la imagen de la Virgen llorosa. 

 

En ningún otro lugar de Sevilla cobra más fuerza la drámatica mezcla de sufrimiento y gozo de la vida que en las corridas de toros. Mucha gente las considera un acto de barbarie, pero para captar la esencia de esta ciudad, uno al menos debe esforzarse por entender lo que significan para los sevillanos. “Son parte de nuestra cultura, de nuestra idiosincrasia”, me dice Cristina Vega en la sombrerería que su familia tiene en la Calle Sierpes, la principal vía comercial y peatonal de la ciudad. “Sería una gran pérdida para nosotros si no hubiera más corridas”. Es una opinión que he oído en muchos otros sitios de Sevilla.

En la feria de abril y algunas tardes a lo largo del año, los sevillanos acuden a la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería, a orillas del Canal de Alfonso XIII. Antes de entrar, los aficionados charlan y beben en los bares cercanos. En la Calle Adriano, un gentío atiborra el Café-bar Taquilla. La cerveza y la conversación fluyen libremente bajo fotos enmarcadas de toros legendarios y matadores famosos. De camino a su primera corrida, un niño de unos cinco años y su padre comen un bocadillo en un bar de tapas. A la vuelta de la esquina, una multitud más atildada se apretuja en la Bodeguita A. Romero.

Una vez que 14,000 espectadores ocupan el graderío de la plaza, tres jóvenes toreros hacen el paseíllo (van a lidiar dos toros cada uno). La tarde carece del lucimiento que he visto con toreros más experimentados, pero la exigente multitud es generosa con el esfuerzo de los principiantes. 

Antes de su segundo astado, Juan Solís, un sevillano de 22 años que parece de 16, se quita la montera frente al público y se acerca al burladero. Se inclina hacia la barrera y dedica el toro a un hombre mayor que está sentado en primera fila; supongo que es su padre o su apoderado. El joven Solís, lleno de solemnidad, le ofrece la montera. Las lágrimas humedecen las mejillas del señor cuando el muchacho con la muleta roja echa a andar hacia el toro jadeante en el centro del ruedo, con la espada en la mano. Es posible que las corridas de toros se estén convirtiendo en un arte obsoleto con incontables detractores y con los días contados en muchos lugares —incluidas algunas regiones de España—, pero esta tarde en el coso de Sevilla rezuman esplendor y vida.

 

Como todo sitio turístico verdaderamente interesante, Sevilla está llena de contradicciones. Aunque no es una ciudad grande, me pierdo entre sus calles estrechas y laberínticas. Tiene un fuerte legado católico, pero buena parte de su arquitectura es decididamente mudéjar. Restaurantes como el Nikkei Bar, donde se fusiona la cocina japonesa y la peruana, y el ConTenedor, con su ambiente retro, urbano y sofisticado, aportan nueva vida, pero en el cercano y amurallado Monasterio de Santa Paula las cosas siguen ancladas en el pasado. 

Levanto la aldaba de bronce y la dejo caer contra la pesada puerta de madera. Momentos después, ésta se abre con un crujido y aparece una monja menuda y arrugada que me mira con recelo. Le digo que quiero comprar la rica mermelada que hacen allí. Con eso basta. Sin responder nada, la hermana me deja entrar. En una austera habitación con paredes forradas de madera, la monja se agacha bajo un mostrador y toma un frasco pequeño. 

—Son tres euros ochenta —dice. 

Le doy un billete de cinco euros, y ella se lo guarda bajo el hábito. No me da el cambio. 

Cuando salgo del convento, me encamino sin pensarlo hacia la Basílica de La Macarena. No tardo en llegar allí, y mientras una joven pareja se arrodilla frente al cura para que los case en el altar, dirijo la mirada al palio que resguarda a la Virgen llorosa. 

Aunque parezca extraño, no se me había ocurrido ir en busca de esta imagen, lo que habla de la presencia etérea y onírica que ha tenido en mi mente durante 20 años. Pero ahora, al mirarla, me asalta una mezcla de emoción y consuelo, de sorpresa y alivio, de deleite y asombro. Tal vez la ornamentada y oscura iglesia me inspira estos sentimientos que, al fin y al cabo, son los que la religión pretende suscitar en los devotos. O quizá sea algo más. Pienso que mis emociones se deben a que por fin he acudido a la cita que tenía acordada desde hacía tanto tiempo con Sevilla. 

 

Tips para viajar

Dónde comer

La Bodeguita A. Romero ofrece rabo de toro y piripi (montadito de lomo, tocino, queso, tomate y mayonesa); de 25 a 75 euros; Calle Antonia Díaz 19, Tel. 954 223 939.

En la Casa Anselma hay un menú variado y baile flamenco; de 20 a 60 euros; Calle Pagés del Corro 49.

Si prefieres comer despacio, no dejes de visitar el restaurante ConTenedor; de 20 a 60 euros; Calle San Luis 50.

 

Dónde alojarse

El Hotel Alfonso XIII es una joya arquitectónica en el centro de la ciudad; Calle San Fernando 2; de 285 a 400 euros; luxury-collection.com.

Hotel boutique Corral del Rey; Calle Corral del Rey 12; de 280 a 600 euros; corraldelrey.com.

 

Qué visitar

Basílica de La Macarena, Calle Bécquer 1, hermandaddelamacarena.es.

Monasterio de Santa Paula, Calle Santa Paula 11, santapaula.es.

Museo del Baile Flamenco, Calle Manuel Rojas Marcos 3, museoflamenco.com.

Plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería, Paseo de Cristóbal Colón, realmaestranza.com.

Visitar el museo es obligado. 

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