¿Lo Sabías?

Gracias, pero de eso no como

El tipo de la camisa de franela de verdad quería que probara su cangrejo.

—¡Come una pinza! —me dijo, agitando una tenaza humeante frente a mi rostro.

—No, gracias, estoy bien —contesté—. Provecho.

He sufrido este tipo de desafíos gastronómicos un millón de veces, en muchos sitios del mundo, y mi respuesta siempre es la misma: rechazo los alimentos que no quiero comer. En el mejor de los casos, ofendo a alguien; en el peor, me gano un nuevo no amigo.

Conocí al pescador de cangrejos en el verano de 2013, en una fiesta de playa en Gustavus, Alaska, un pequeño pueblo cercano al Parque Nacional de la Bahía de los Glaciares. Reflejos dorados en el agua, gente amigable, latas de cerveza en hielo, cangrejo rey de Alaska sacado del gélido Pacífico apenas unas horas antes, hirviendo en una olla enorme…

—¡Come una pinza! —volvió a decirme el hombre.

Luego de mi tercera negativa, el amable ofrecimiento empezó a sonar como la orden de un carcelero de regresar a las celdas.

La expresión del pescador decía: “Yo soy el ejecutor de una experiencia única en tu vida, así que toma la pinza y ambos nos marcharemos felices”

No tenía más remedio que sacrificar el capital personal que había acumulado y hacer una confesión:

—No como cangrejo.

No me importa en cuánta mantequilla y ajo lo sumerjas, añadí en mi mente. Ese apéndice nudoso de crustáceo no se acercará a mi boca.

—¿No comes cangrejo? —repuso el pescador con un gesto que significaba “¿Qué diablos te pasa?” 

Ser melindroso es más que un simple fastidio o una insignia vergonzosa para alguien como yo, que ha pasado la mayor parte de su vida adulta viajando por el mundo; es un defecto que ha arruinado cenas, descarrilado relaciones amorosas y conducido a incontables noches con hambre.

Puedo lidiar con los traslados en clase turista, los insectos y las almohadas de hotel infames; lo que me atormenta es la posibilidad de ser el invitado de honor en algún banquete exótico y que me sirvan un plato humeante de ovarios de lenguado. 

La versión corta de mi lista de alimentos “No, gracias, estoy bien” incluye todos los mariscos, huevos, jamón, tofu, leche, gelatinas, mermeladas, salchichas de coctel, queso líquido, animales de caza, la mayoría de los encurtidos, todas las vísceras, los apéndices, los muslos y las piernas de pollo, todos los embutidos, cremas de cualquier tipo, quesos que flotan en frascos llenos de líquido turbio, germinado de trigo, todo alimento relacionado con la lactación o con los reptiles, col china, pasas (¿hay que matar a alguien para obtener una galleta de pura avena?), la parte gruesa de las hojas de lechuga, los albaricoques, casi todas las ciruelas, el jugo de naranja sin colar, el último trozo de un plátano, el puré de tomate verde y todas las setas, que me saben a tierra y tienen la consistencia del esputo.

Mi gusto por otros alimentos es ambivalente. El tomate me encanta en la pizza y me resulta pasable en sopa, pero lo detesto como jugo. Los frijoles negros son un misterio impenetrable para mí: a veces son perfectos, y en otras ocasiones repulsivos.

La carne de res me gusta, pero sólo bien cocida. Mientras que para otros hombres los restaurantes de carnes son templos de reconexión con la virilidad y con el vino, para mí son sitios en los que hay que lidiar con meseros gruñones que se ofenden si uno les pide que dejen dos minutos más en la parrilla un rib eye carísimo.

Los melindrosos nos escondemos bien, pero somos muchísimos en el mundo, tantos, que hoy día nos estudian.

Los editores del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (la biblia entre las obras de consulta psiquiátricas) han añadido una descripción de nuestro problema a la lista de patologías oficialmente reconocidas en su edición de 2013.

“Habrá un diagnóstico llamado trastorno de evitación restrictiva de ingesta de alimentos que se aplicará principalmente a niños, pero que en teoría también podría aplicarse a adultos”, explica Marsha Marcus, profesora de psiquiatría en la Universidad de Pittsburgh, quien ha estudiado a 10,000 individuos autodenominados “comedores selectivos”.

El mayor problema que afrontamos los melindrosos es la presión de las personas que creen que si damos “sólo una probada” nos va a gustar todo: sopa de cola de res en Italia, remolachas en Australia, plátanos en Honduras… He consternado al mundo al rechazar todo eso, pero el mundo sigue insistiendo.

Los evangelistas del calamar, la mayonesa y el ruibarbo me han arruinado tantas noches, que a menudo me pregunto qué motiva a la gente a acosar implacablemente a otros para que prueben cosas que no desean comer.

Marcus cree que es una forma de intercambio cultural positivo. “Compartir la comida suele cimentar y reforzar los vínculos humanos, y es una muestra de cariño y aprecio”, dice.

Jason Sheehan, editor culinario de la revista Philadelphia, piensa que la comida es una forma de interiorizar literal y figuradamente el orgullo nacional.

“Rechazar los alimentos de un país equivale a despreciar a las madres y abuelas de sus habitantes, sus tradiciones más arraigadas y sus momentos más emotivos”, señala.

En otras palabras, cuando rechazas la sopa de yuca que alguien te ofrece, no sólo te estás negando a comerla, sino que le estás diciendo que su abuela necesita depilarse el bigote.

El lado positivo es que algunas de las amistades más profundas que he hecho en la vida han surgido de una aversión común a los alimentos.

En los años 90 di clases de inglés en una universidad japonesa. A lo largo del primer mes, apenas hablé con un sobrio colega apellidado Glasser.

Durante un almuerzo descubrimos que los dos detestamos el nori, esa repulsiva alga marina que los japoneses usan para envolver, adornar y dar sabor a todo, desde el arroz hasta la sopa y el espagueti.

Glasser y yo somos grandes amigos desde entonces. Seguimos hablando de la comida que no podemos tolerar de la misma forma en que algunos tipos hablan de mujeres o de videojuegos.

Crecí en el sureste de Alaska, evitando comer salmón y cierto guiso picante de ciervo; mi madre me mantenía vivo con un suministro constante de sándwiches de queso asado y papas fritas.

Cuando me mudé a Japón pensé que por fin iba a aprender a comer pescado, pero lo que aprendí fue a decir que no.

Recuerdo la noche en que me rebelé. Era el invitado de honor en una cena que ofrecía el Club Rotario local. Llevaba suficiente tiempo en Japón para saber cómo fingir una sonrisa mientras engullía trozos de pescado sanguinolento y correoso y beber litros de cerveza superseca para no vomitar todas esas anguilas, almejas, calamares y pulpos.

Durante la cena decidí que mis días como receptáculo humano de basura habían terminado y solté los palillos. El rostro del afable señor Mori, presidente del club y arquetipo del anciano venerable, se ensombreció. 

—Señor “Chakku”, no come usted—dijo, apretando los dientes y succionando aire: un gesto sumamente educado de indignación en ese país—. ¿No le gusta nuestro sushi?

Me enderecé y le di la mala noticia frente a su grupo de amigos ebrios:

—Así es. No me gusta el sushi. Pero no sólo el de ustedes, sino el de todo el país. El sushi de cualquier país. No puedo soportar esta comida.

Estaba harto de no saciarme. 

—No hay problema —dijo en tono amable—. Usted es estadounidense, así que debe de gustarle la carne de res. ¿Le gustaría que le sirviéramos un poco de carne?

Estuve a punto de besarlo. Sí, me gustaría comer carne de res; es más, me encantaría.

Y me sirvieron carne de res, un plato lleno, que contemplé como si fuera un tesoro. Era un kilo por lo menos, en rebanadas perfectas, pequeñas y delgadas… todas tan crudas y sanguinolentas como un corazón abierto en un quirófano.

El señor Mori me mostró cómo saborear la carne: la masticó despacio y luego echó la cabeza hacia atrás para dejar que la papilla se le deslizara por la garganta.

Estaba disfrutando su venganza. Lo miré. Miré el círculo de rostros sudorosos y expectantes en la habitación. Miré el plato de carne brillante y húmeda… y tomé mi cerveza.

Sólo un melindroso eternamente atormentado puede apreciar a plenitud el sentimiento de liberación que lo embarga cuando tiene el valor de decir “No, gracias” a un cuarto lleno de rotarios samuráis que, en su honor, acaban de gastar 300 dólares en un plato de carne incomible.

El asunto es que, sin importar lo hábil que te vuelvas para rechazar las creaciones culinarias de desconocidos, hay algunas personas a quienes de verdad desearías poder complacer, como el pescador de cangrejos de Gustavus.

Así que invítanos a cenar; a pesar de nuestras fobias, somos muy sociables e incluso podemos hacer el valiente intento de probar tu trucha asada con salsa de mango.

Pero si las viandas nos parecen demasiado repulsivas para nuestro delicado sentido del gusto, permítenos, por favor, conservar un poco de dignidad haciendo caso omiso de nuestro reflejo nauseoso y aceptando un simple pero enfático “No, gracias”.

Chuck Thompson es director editorial del sitio cnngo.com y autor del libro Better Off Without ’Em: A Northern Manifesto for Southern Secession.

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