Gracias por la guitarra

El fabricante de guitarras de mi barrio murió en la sala Bataclan.

Hay un hombre arrodillado sobre la acera, con el pelo empapado por la lluvia. El viento helado que se le cuela por entre la chaqueta sin abrochar no parece importarle. Es el sábado 21 de noviembre de 2015, y el hombre está acomodando los jarrones que el viento ha tirado al suelo; mete las flores desparramadas en grietas de la pared y, con trozos de cinta adhesiva, pega las decenas de mensajes de solidaridad que la lluvia ha desprendido. Con un movimiento preciso, prende un fósforo y vuelve a encender las velas que se han apagado.

Lo oigo sorber por la nariz a intervalos regulares. ¿Está llorando? Se levanta. Nos miramos con los ojos arrasados por unos momentos.

—Soy un vecino —me dice luego—. Romain y yo éramos amigos.

Romain Naufle era el fabricante de guitarras de Ménilmontant, este barrio de trabajadores del este de París. Murió en la sala Bataclan hace una semana, el 13 de noviembre, abatido por los terroristas que dejaron la ciudad bañada en sangre.

El taller de Romain se halla a 2.5 kilómetros de la sala Bataclan, en el número 18 de la Rue des Gâtines. Es aquí donde el hombre con el cabello empapado por la lluvia está rindiendo homenaje a su memoria, y donde los transeúntes y los vecinos expresan su dolor y su solidaridad. La persiana metálica del taller del fabricante de guitarras está bajada, como una bandera a media asta.

Los niños del barrio han pegado conmovedores mensajes de cariño: “Gracias por la guitarra, Romain”, firmado por Candice. “Romain, eres mi amigo”, firmado por Paul. Un vecino ha escrito: “Romain, desde tu partida, el edificio ha perdido su alma. Ya no oímos el sonido de las guitarras en la escalera”. La acera se ha convertido en una capilla conmemorativa.

Esta mañana 10 personas estamos presentando nuestros respetos en silencio. Una mujer de unos 60 años vestida con un elegante abrigo beige se vuelve hacia mí.

—A mí también me gustaba verlo trabajar cuando pasaba yo por aquí —me susurra, como si estuviera continuando una conversación.

Su “a mí también” me conmueve. Estas palabras sintetizan lo que todos en París hemos compartido desde los ataques: la misma estupefacción, la misma necesidad de consuelo y el mismo amor por la vida.

El taller de Romain era un lugar alegre: una sola habitación, modesta y acogedora. En la pared de la izquierda colgaban las guitarras, en su mayoría eléctricas. A la derecha estaban su banco de trabajo y sus herramientas, que eran parecidas a las de un ebanista. En las calles de nuestros pueblos y ciudades, aparte del zapatero remendón, hace mucho que no vemos artesanos trabajando. Romain Naufle era la excepción. Desde la calle uno lo veía trabajar sobre su banco, concentrado, moviendo las manos y la cabeza, con su calva incipiente. Tenía apenas 31 años de edad, pero trabajaba con la calma de un hombre experimentado.

A muchos nos fascinaban los listones de madera alineados en la entrada de su taller, que se convertirían en brazos de guitarra. “Uso arce, caoba y padauk, una madera africana que es excelente para tocar blues”, me dijo un día. Como músico aficionado, había ido yo a su taller a comprar una guitarra para mi hijo, Youri, que tenía siete años. El niño siempre tomaba la mía, que era muy grande para él y había riesgo de que la dañara. Era hora de que tuviera una guitarra propia. 

Durante media hora, Romain y yo hablamos de música y de la infancia. Él quería saber qué tipo de niño era Youri. Escuchó mis explicaciones mientras ajustaba una guitarra con un destornillador. La música te preserva del paso del tiempo: el fabricante de guitarras seguía teniendo cara y sonrisa de niño.

Mientras charlábamos, un hombre cuarentón vestido con un traje de tres piezas, pero sin corbata, había entrado al taller, seguido por un roquero de edad incierta, de pelo cano y un arete en una oreja. El primero quería un juego de cuerdas, y el segundo había llevado su bajo eléctrico a reparar. Se pusieron a conversar sobre un grupo inglés del que yo no había oído hablar. Todo tipo de personas se mezclaban en el taller, que también era tienda.

Desde el 13 de noviembre han llegado mensajes de apoyo y solidaridad de todo el mundo. Muchos acaban con un resonante “¡Viva Francia!” En el número 18 de la Rue des Gâtines, las personas que se han acercado a expresar sus buenos deseos han colocado tres pequeñas banderas de Francia, que ondean al viento y resisten la lluvia. ¿Las habría apreciado Romain? ¡No necesariamente! Los franceses no son patriotas exaltados. Sin embargo, desde el 13 de noviembre, más allá de nuestras fronteras, nos sentimos orgullosos de nuestra nacionalidad y felices de unirnos a todos los amantes de la libertad y la democracia. La gente está cantando La marsellesa, y han resurgido lemas que tienen siglos de antigüedad: Fluctuat nec mergitur: [París] “Es batida por las olas, pero no hundida”. 

Estamos descubriendo que podemos ser patriotas sin ser nacionalistas, y estamos convencidos de que, aunque los terroristas ganen la primera batalla, siempre pierden la guerra. Los amigos y los familiares de Romain lo echan de menos, y sus vecinos también. Cuando afinaba una guitarra, era como si pusiera orden en el caos del mundo, como si lo llenara de armonía. En la sala de mi casa, a 45 metros del taller de Romain, la guitarra de Youri está junto a la mía. Anoche tocamos juntos.

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