¿Lo Sabías?

Historia de Reader’s Digest, la revista más leída del mundo

Conocimos, en los dos capítulos anteriores, la vida del creador de la revista Reader’s Digest, DeWitt Wallace, el hábito que tenía de anotar todo lo que él pensaba que le resultaría útil, de sus trabajos antes de fundar Reader’s Digest y de cómo lograr empezar a tener suscriptores.

En septiembre de 1922, los Wallace se mudaron a Pleasantville, el pueblo donde se casaron. Por 25 dólares mensuales alquilaron un apartamento con garaje y se instalaron allí, entre cerros de revistas y montones de pedidos nuevos. Recibían más solicitudes de suscripción a medida que DeWitt seguía enviando cartas de promoción.

Al terminar el primer año, la circulación de la revista había aumentado a 7,000 ejemplares. Necesitaban más espacio para trabajar, así que por otros 10 dólares al mes alquilaron una caballeriza adyacente al garaje. Llevaron máquinas de escribir y copiadoras-cortadoras de esténcil; además, contrataron ayudantes.

“Los Wallace se encerraban hasta 10 días para armar el siguiente número”.

La estrategia de correo directo de Wally estableció relaciones personales, una especie de camaradería entre el director y los lectores. La carta de promoción que se recibía provenía del hombre que creó y producía la revista, y exhortaba a suscribirse por su propio bien. Otras revistas que se iniciaron poco más o menos al mismo tiempo se dirigían a millones de lectores y, a la larga, conseguían a miles. La flamante Reader’s Digest, en cambio, se dirigía al individuo; por ello su éxito superó al de todas las demás.

Cuando empezaron a notar que sus ingresos mejoraban, los codirectores se iban a algún sitio alejado para evitar las interrupciones y, en una encerrona de trabajo de hasta 10 días, reunían el material para el número siguiente. Ocupaban habitaciones contiguas en los hoteles; Wally trabajaba en una de ellas, y le daba a Lila un montón de publicaciones para que las revisara en la otra. Para evitar distracciones, se pasaban recados por debajo de la puerta.

Al principio, DeWitt se había fijado la meta de reunir 5,000 suscriptores. Eso le produciría 15,000 dólares anuales, suficientes, en 1922, para cubrir los gastos y vivir cómodamente. Incluso podrían viajar, si llevaban consigo el material para trabajar cuando y donde quisieran. Al cabo de cuatro años, sin embargo, la circulación de Reader’s Digest había llegado a 20,000 ejemplares, y en los tres siguientes se disparó hasta alcanzar 216,000.

Mucha gente del mundo editorial consideraba a Wallace un mero compilador armado de tijeras y engrudo, que sacaba una pequeña revista de refritos, cuya circulación se ignoraba. No obstante, ese individuo callado, oscuro, había publicado algo que estremeció a la nación entera.

Junto con la envidia, surgió la sospecha de su genio editorial. En los años siguientes, los artículos originales se convirtieron en una parte primordial de la revista. Relatos acerca de los peligros del fascismo y el comunismo, los riesgos del cigarrillo y las drogas, denuncias de automovilistas ebrios y despilfarros del gobierno se volvieron muestras elocuentes del periodismo de investigación de la revista.

En noviembre de 1936, Wally permitió a la revista Fortune publicar detalles exactos para acallar los rumores. La circulación de Reader’s Digest ascendía a 1.8 millones de ejemplares: la máxima alcanzada jamás por una revista de 25 centavos de dólar, salvo Good Housekeeping, de la casa Hearst. Sin ingresos por la publicación de anuncios, la pequeña “universidad de bolsillo” les había redituado a sus propietarios 418,000 dólares el año previo. Aquel hombre no era sólo un director de revista creativo, sino también un mago de las finanzas.

A menudo, los regalos que los Wallace hacían eran de una magnificencia regia. En 1941, Reader’s Digest recibió 71,040 dólares como regalías por una antología de sus artículos. En vez de considerar ese dinero como una transacción rutinaria, Wally optó por cederlo en un gesto generoso: lo dividió entre sus 348 empleados que ganaban 250 dólares al mes o menos.

A lo largo de su vida conservó el loable hábito de ser generoso con sus empleados. En 1976, por ejemplo, se levantó de la silla al final de la celebración anual de veteranos de la empresa y declaró: “Lila y yo detestamos actuar por impulso, sin esperar hasta la próxima junta de la mesa directiva, pero…” Y entonces decretó un aumento de sueldo para los 3,300 empleados: de 11 por ciento para los que ganaban hasta 40,000 dólares al año, y de 8 por ciento para los que ganaban más de esa cantidad.

A pesar de todo su éxito, poder y riqueza, Wally era muy sencillo. Se consideraba un hombre común, y lo era, sí, pero elevado a la enésima potencia. Lo que hizo de él un hombre superior fue su curiosidad insaciable, amén de su inigualable capacidad para el trabajo. Gran lector y sagaz tomador de decisiones, siempre lograba cumplir con lo planeado y todavía le quedaba tiempo para divertirse.

Cuando inició su “pequeña revista”, no hizo cálculos ni encuestas sobre lo que el público deseaba leer; lo único que sabía era lo que él quería leer.

En 1973, Wally y Lila se declararon oficialmente jubilados, a los 83 años de edad. No obstante, aunque se despojó poco a poco de sus responsabilidades en la editorial, Wally se mantuvo siempre en contacto con la revista. Murió el 30 de marzo de 1981. Tenía 91 años. Lila le sobrevivió tres años más, y dejó de existir a los 94.

El pesar es un mal resabio, pero la fragilidad humana no simboliza el final. La revista que creó DeWitt Wallace sigue siendo la publicación más leída de la Tierra, y de sus páginas abrevan inspiración muchos millones de personas en más de 100 países.

Primera parte de la historia de la revista Reader’s Digest.

Segunda parte de la historia de la revista Reader’s Digest.

Juan Carlos Ramirez

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