En la primera parte de este contenido (que constará de tres entregas, y esta es la segunda) conocimos sobre la vida del creador de la revista Reader’s Digest, DeWitt Wallace y de cómo tenía el hábito de anotar todo lo que él pensaba que le resultaría útil, de algunos trabajos que tuvo antes de fundar The Reader’s Digest Association, además de escribir cartas con la intención de buscar suscriptores.
Agobiado por la falta de dinero en la familia Wally resolvió que algún día haría fortuna. Dedicó las vacaciones del verano de 1911 a vender mapas de Oregon de puerta en puerta, en las zonas rurales del estado. El primer día vendió 12, aunque para ello tuvo que caminar 40 kilómetros. Al viajar, charlaba con vendedores veteranos en los vestíbulos de los hoteles e iba aprendiendo sus estrategias.
Por las noches, leía revistas y hacía apuntes para retener ideas útiles y progresar en los negocios. Conforme ampliaba el círculo de sus relaciones, descubrió que siempre podía aprender algo de cualquier persona al charlar con ella, porque la gente común, aunque no tuviera grados académicos, no debía subestimarse. La mayoría era tan curiosa y estaba tan sedienta de conocimientos como él mismo.
Wally había aparecido en escena en el momento justo. Los servicios telegráficos y los periódicos suministraban a los lectores hasta los últimos detalles y especulaciones sobre el acontecer del mundo. Hacían énfasis en la rapidez. No obstante, muchos lectores se hallaban tan expuestos a la oleada de información, que no atinaban a distinguir entre los hechos irrelevantes y los que encajaban en marcos de referencia o comprensión más amplios.
Esa época fue también crucial en la historia de las aspiraciones del hombre por trascender sus limitaciones. La clave era la superación personal. Era posible alcanzar el éxito por medio del aprendizaje, pero éste ya no resultaba abstracto ni estaba limitado a los libros; era un conocimiento práctico, realista y, a la vez, variable y efímero. Para DeWitt, el mundo de los negocios estaba emergiendo no sólo como una forma de ganarse la vida, sino como un tipo diferente de sistema educativo.
En cierta ocasión, mientras entregaba mapas, Wally se detuvo a presenciar un juicio en un tribunal. La contienda de ingenio entre los abogados lo cautivó. No tenía tiempo de ver muchos juicios, pero pensó que quizá hubiera un libro sobre el tema. Una noche caminó tres kilómetros bajo la lluvia hasta la Biblioteca Carnegie, en Medford, y regresó con The Art of Cross-Examination (“El arte del interrogatorio”), de Francis Wellman. Pasó su siguiente día libre en su habitación, leyendo el libro de cabo a rabo.
DeWitt condensaba los artículos que le atraían; los reescribía a mano, eliminaba la paja e iba directamente al grano.
DeWitt vio que podía aplicar las técnicas del interrogatorio procesal a testigos no sólo con sus probables clientes, sino también en todas las situaciones imaginables de la vida. Además, encontrar ese libro le demostró al joven estudiante que en todas partes existían maravillosas fuentes de conocimiento profundo, ocultas, inadvertidas, pero al alcance de quien quisiera buscarlas.
Wally consiguió empleo de oficinista en la editorial Webb Publishing Co, en Saint Paul, donde hacía encuestas sobre los libros de texto de agricultura que publicaba la empresa. De noche, seguía coleccionando resúmenes de conocimientos prácticos de las revistas que leía. ¿Podrían sus apuntes servir de base para una publicación que ofreciera consejos claros y concisos para triunfar en los negocios?
Le comentó esta idea a uno de los dueños de la editorial y, además, le presentó una lista de los errores de redacción que había cometido el año anterior su jefe inmediato. —Es un documento interesante —le dijo el dueño—. Lástima que signifique también que estás despedido.
El joven aún no había aprendido las realidades de la vida oficinesca. No obstante, como reconocimiento al talento de editor de DeWitt, el ejecutivo le otorgó al partir un crédito para trabajos de impresión, por si llegaba a lanzar su propia empresa. Wally se puso a trabajar en seguida y, al cabo de unos meses, terminó un folleto de 128 páginas, Getting the Most Out of Farming (“Cómo sacar el mayor provecho de la agricultura”), que contenía una lista descriptiva de los boletines más útiles publicados por los departamentos estatal y federal de agricultura.
Luego, en un auto usado, emprendió una gira de ventas por cinco estados; visitó especialmente a los bancos y a los expendios de semillas que podían comprarle el folleto al mayoreo para regalarlo a los granjeros.
En pocos meses vendió 100,000 ejemplares, le pagó a Webb y cubrió sus gastos. No ganó un centavo, pero aprendió a distribuir una publicación. Entonces se le ocurrió que podría hacer una publicación periódica, destinada no sólo a los granjeros, sino a todos los lectores interesados en informarse y superarse.
“Por las noches, leía revistas y hacía apuntes para retener ideas útiles”.
No hubo cancelaciones ni peticiones de reembolso, así que los directores se pusieron a hacer el segundo número de la revista. Lila conservó su empleo para pagar el alquiler. Wally iba todos los días al centro de Nueva York, a hurgar en las revistas de la Biblioteca Pública para no tener que comprarlas.
Si en el número más reciente de alguna revista no encontraba un artículo que le gustara, iba al segundo piso y consultaba los números atrasados. Condensaba los artículos que le atraían; los reescribía a mano, eliminaba las digresiones y la paja, recortaba la prosa prolija e iba directamente al grano.
Aquí puedes encontrar la primera parte de la historia de la creación de la revista Reader’s Digest.
Este el último capítulo de la historia de la revista más leída del mundo.
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