Historias de Vida

El niño que tuvo que dejar a su padre malherido

La excursión se arruinó de repente, y el niño se vio en una situación grave y dolorosa: tener que dejar solo a su padre malherido para ir a buscar ayuda.

La reserva natural Frank Church-Río sin Retorno es la extensión de tierra virgen más grande de Estados Unidos continental, y abarca 970,000 hectáreas del centro de Idaho. Entre sus atracciones más espectaculares se cuentan los Bighorn Crags, una abrupta cadena de montañas de hasta 3,000 metros de altura salpicada de lagos cristalinos.

Cerca de uno de estos lagos, justo después del amanecer de un despejado día de verano, Charlie Finlayson, de 13 años, se pone de cuclillas en su tienda de campaña. Se dispone a emprender una larga caminata. Guarda en su mochila una botella de agua y algunos bocadillos, y también una bolsa de dormir, por si tiene que acampar al aire libre.   

Le deja a su padre, David, otra botella de agua y un paquete de barras energéticas para una semana, además de un cazo lleno con agua del arroyo; luego registra la ubicación de ese sitio en su rastreador GPS.

Se vuelve hacia su padre, que está tendido sobre una bolsa de dormir. David tiene la tez pálida, una cortadura con sangre seca en la frente, la mandíbula contraída de dolor y una pierna vendada.

—Será mejor que me ponga en marcha —le dice Charlie.

—Buena suerte, hijo —le susurra él—. Ve a paso lento, pero constante.

Fuera de la tienda, el niño se detiene y reza un poco en silencio.

—No voy a volver sin un helicóptero —anuncia antes de echar a andar.

A sus 52 años, David Finlayson ha explorado muchos sitios remotos del mundo y escalado cumbres en Alaska, Europa y Sudamérica.

Este respetado abogado defensor se separó de la madre de Charlie poco después de que éste nació. El niño vivía con su madre en las afueras de Boise, Idaho, pero pasaba casi todos los veranos con David.

De pronto David movió un pedrusco que cayó al vacío. Justo después oyó un crujido más arriba, como si algo grande se hubiera desprendido. Apenas tuvo tiempo de gritar antes de sentir el impacto.

Éste era voluble e inquieto, y Charlie, tranquilo y meditabundo (David lo llamaba “maestro zen” y “Charlie el bueno”), y los dos amaban la naturaleza. Cuando Charlie entró a la secundaria, David lo inició en la escalada en roca.

En agosto de 2015, antes de partir hacia los Bighorn Crags, Charlie ya estaba listo para afrontar escaladas difíciles. Llenaron sus mochilas con suministros para dos semanas. Luego de un viaje de seis horas en auto desde Boise, caminaron durante dos días hasta llegar al lago Ship Island, de kilómetro y medio de largo.

En la primera semana hicieron dos escaladas largas. Iban a acometer la siguiente el lunes por la mañana. Al filo del mediodía David estaba escalando lentamente un pico de granito de 245 metros de altura sobre el valle, hundiendo los dedos en las grietas.

Charlie se quedó de pie sobre una saliente a 10 metros a la derecha de él, atado a un árbol mientras le soltaba cuerda a su padre. De pronto David movió un pedrusco que cayó al vacío. Justo después oyó un crujido más arriba, como si algo grande se hubiera desprendido. Apenas tuvo tiempo de gritar antes de sentir el impacto.

Cuando Charlie vio a su padre caer junto con la enorme roca que lo había golpeado, tiró de la cuerda. Un instante después, el dispositivo de frenado automático detuvo la caída.

—¡Papá! —gritó—. ¿Estás bien?

No hubo respuesta.

Charlie debe dirigirse al punto de partida, a 19 kilómetros de distancia, donde una pareja de voluntarios vive en una cabaña equipada con un radiotransmisor con el que pueden pedir ayuda para su padre. El sendero asciende suavemente al principio, pero el niño sabe que se hará más empinado hasta alcanzar los 2,800 metros de altura; allí bajará a un valle y ascenderá de nuevo.

Se dividirá en varias brechas poco señalizadas en las que podría extraviarse. En los bosques hay osos y pumas; mientras camina, Charlie hace sonar su silbato para ahuyentarlos.

Kilómetro y medio más adelante, el niño ve un sendero que lleva a otro lago. Siguiendo las instrucciones de David, toma el desvío, gritando por si alguien estuviera acampando allí.

Sin embargo, tras recorrer unos 100 metros se detiene para evaluar su situación: es un día entre semana, así que hay menos visitantes. Si continúa por ese camino y no se topa con nadie, habrá desperdiciado una hora. Suelta una palabrota, y entonces regresa corriendo al sendero principal.

David quedó colgando 12 metros abajo de su hijo. Ninguno de los dos podía ver al otro. Un minuto después, gritó:

—Charlie, ¿estás ahí?

—¡Sí, aquí estoy! ¿Estás herido?

A David le sangraba la cabeza bajo el casco abollado debido al golpe, y la sangre escurría a las rocas que había abajo de él. Tenía el brazo y la pierna izquierdos rotos; una astilla de la tibia le sobresalía por la piel; se había fracturado una vértebra del cuello, y sentía dolor en todo el cuerpo.

—Creo que tengo algunos huesos rotos —le dijo a Charlie a gritos.

—¿Qué hago, papá? —respondió el niño, angustiado—. ¿Qué hago?

—¿Me puedes bajar unos seis metros más? Hay una saliente allí.

Charlie soltó cuerda lentamente. Cuando David alcanzó la cornisa, le pidió a su hijo que bajara su mochila, donde guardaba un estuche de primeros auxilios. Pero Charlie seguía atado a un árbol y la mochila se atoraba entre las ramas. Tras reajustar el anclaje, consiguió bajar la mochila.

Con la mano derecha David se untó crema antibiótica en la herida de la pierna, la cubrió con gasa y empezó a envolverla con una venda elástica. Se sentía ajeno a su cuerpo, como si fuera el de otra persona, pero no quería que Charlie viera el hueso sobresaliendo.

Una vez vendada la pierna, le dio instrucciones al niño para que descendiera haciendo rapel. Cuando Charlie llegó a la saliente, ayudó a David a ponerse otra venda y a apretarla lo mejor que pudieron.

A David le sangraba la cabeza bajo el casco abollado debido al golpe, y la sangre escurría a las rocas que había abajo de él. Tenía el brazo y la pierna izquierdos rotos; una astilla de la tibia le sobresalía por la piel; se había fracturado una vértebra del cuello, y sentía dolor en todo el cuerpo.

—Papá, dime que todo va a salir bien —suplicó Charlie, luchando por controlar el miedo.

—Todo va a salir bien —le dijo David, tratando de convencerse a sí mismo—, pero tenemos que salir de esta montaña.

Le propuso un plan: Charlie tendría que bajarlo por tramos equivalentes al largo de media cuerda, y luego, bajar él otro tanto, clavar un nuevo anclaje y repetir la maniobra.

Aunque el sistema de poleas permitía al niño, de 41 kilos, soportar los 86 kilos de peso de su padre, el proceso resultó agónico para ambos. David estaba mareado y con náuseas, y cada vez que rozaba la pared rocosa con el costado izquierdo, el dolor era casi insoportable.

En cada tramo tenía que clavar el anclaje con una sola mano, y Charlie, soltar 45 metros de cuerda y fijarla al anclaje. Las horas seguían pasando, y David luchaba para no perder la conciencia.

—Si me desmayo, no te quedes aquí —le dijo a Charlie—. Vuelve al sendero lo más aprisa que puedas.

—No te vas a desmayar —le respondió el niño sin disimular su temor—. Vamos a salir de aquí.

La caminata de Charlie se hace más extenuante conforme asciende por el sendero, y a medida que se le acelera el pulso, su ansiedad aumenta.

Lo asalta un pensamiento atroz: su padre retorciéndose de agonía con los ojos en blanco. Decide concentrarse en el ritmo de sus pisadas. Cuando lleva andando casi cinco kilómetros, cree oír voces. Hace sonar el silbato y grita:

—¡Hey! ¿Pueden oírme?

—¡Sí, claro! —contesta alguien.

Mientras corre en zigzag hacia la cima, el niño se topa con dos hombres altos sin afeitar que van bajando: Jon Craig y su hijo Jonathan, de 19 años.

Al borde del llanto, Charlie les describe el sufrimiento de su padre, y en su rastreador GPS les muestra el lugar donde se quedó David.

Los Craig discuten si deben acompañar a Charlie sendero arriba o seguir bajando y buscar al padre.

—Por favor, vayan con él —les dice el niño, apremiante pero sereno.

—Hay tres grupos que están acampando junto al lago Airplane, en el próximo valle —le dice Jonathan a Charlie, señalándole la ubicación en el mapa—. Ellos pueden ayudarte a llegar a donde necesites.

Los hombres echan a andar.

Tras llegar a la cima, Charlie toma el sendero que conduce al lago. Una vez allí, descubre con consternación que los tres grupos se han ido.

Casi había anochecido cuando, extenuados, David y Charlie terminaron el descenso en rapel y llegaron al pie de la montaña, donde la temperatura había bajado a 6 °C. Con su pantalón corto y su chaqueta ligera de Gore-Tex, David empezó a temblar de frío.

—Basta por hoy —le dijo al niño—. Tendrás que ir por las bolsas de dormir para no morir congelados.

Las bolsas estaban en la tienda de campaña, a más de 1.5 kilómetros de distancia por una ladera empinada cubierta de pedruscos. Charlie corrió hasta allí.

Tomó las bolsas de dormir y llenó una mochila con ropa gruesa y barras energéticas. Al darse cuenta de que también tendrían sed, usó su bomba filtradora para llenar varias botellas con agua del lago. Cuando llegó la hora de volver con su padre, ya había anochecido.

David vio un punto luminoso —la linterna del casco de su hijo— moviéndose hacia él en la oscuridad. ¡Es Charlie el bueno!, pensó mientras le castañeteaban los dientes.

Después de ayudar a su padre a ponerse pantalones largos y una chaqueta gruesa, Charlie lo metió en una bolsa de dormir, cuidando que posara la pierna herida sobre una roca para detener el sangrado. Se aseguró de que David cenara algo, y luego se metió en la otra bolsa de dormir.

En los bosques hay osos y pumas; mientras camina, Charlie hace sonar su silbato para ahuyentarlos.

Preocupado porque David muriera si se dormía, Charlie lo hizo hablar sobre sus excursiones, de los astros del cielo y sobre el accidente. Al final se permitió un duermevela, cerciorándose de que David siguiera vivo cada vez que despertaba.

Pero éste estaba demasiado adolorido para poder dormir. Intentó distraerse contando sus respiraciones, pero le dolía respirar, así que se puso a contar estrellas.

En el sendero, Charlie oye más voces a lo lejos. Toca el silbato y grita, y las voces responden. Usando el oído, el niño se abre paso entre los pinos hasta llegar a otro lago, a 800 metros de distancia. Allí se topa con un matrimonio, sus tres hijos y un amigo de la familia, Mike Burt.

Al oír el apremio en la voz de Charlie, Mike, ex marino, se ofrece a recorrer los 15 kilómetros que hay hasta la cabaña de la pareja de voluntarios, donde espera pedir ayuda médica por radio para David. Charlie va con él para asegurarse de que la ayuda llegue.

Cuando salió el sol en el campamento improvisado, Charlie sintió alivio al ver que su padre estaba despierto y alerta; sin embargo, el cordón de rocas que los rodeaba, muchas de ellas del tamaño de un auto, no lo tranquilizó en absoluto.

Padre e hijo se acurrucaron en las bolsas de dormir por un par de horas hasta que el frío amainó.

—Vámonos, papá —dijo Charlie—. Esto nos va a llevar tiempo.

Después de ponerse más cinta adhesiva alrededor del vendaje de la pierna izquierda, David empezó a descender por la ladera junto con su hijo. Se iba abriendo paso muy lentamente entre las rocas, escurriendo sangre por las heridas.

Cuando se topaban con un cúmulo de rocas muy grandes sin resquicios intermedios, trepaban por encima de ellas para sortearlas.

A veces David resbalaba y caía sobre el brazo o la pierna destrozados, lo que lo hacía perder la conciencia por algunos momentos a causa del intenso dolor. Lo primero que veía cuando despertaba era la cara de Charlie, que lo miraba muy angustiado. “Estoy bien,” le decía David, intentando sonreír.

De vez en cuando el niño se adelantaba para buscar el camino menos tortuoso, y luego volvía trotando para guiar a su padre. “Sólo da un paso más”, le decía para alentarlo. “Unos cuantos centímetros”.

Se detuvieron para acampar hacia las 4 de la tarde. David sumergió la pierna rota en el agua del lago para lavar la herida, y Charlie, tratando de no horrorizarse, la cubrió luego con una venda limpia.

Al caer la noche Charlie preparó la cena en la estufilla de propano. Devoró sus porciones de carne a la pimienta y de pollo teriyaki; David, en cambio, tenía náuseas y no comió más que un par de bocados.

—Charlie —dijo—, tendrás que ir a buscar ayuda por la mañana.

Al imaginarse separado de su padre por inmensas extensiones de tierra virgen, el niño echó a llorar.

—¿Y si no te vuelvo a ver nunca? —preguntó sollozando.

—Lo siento, hijo. No tenemos otra opción —contestó David.

Esa noche Charlie durmió abrazado a su padre. David miraba por la ventanilla de malla de la tienda de campaña, contando las estrellas.

Justo después del amanecer, Charlie se puso la mochila a la espalda y emprendió el camino por el sendero en dirección a la cabaña de la pareja de voluntarios, situada a 19 kilómetros de distancia, decidido a regresar en un helicóptero para trasladar a su padre a un hospital.

Al imaginarse separado de su padre por inmensas extensiones de tierra virgen, el niño echó a llorar.

En algún momento de la noche de ese día, David despierta y ve que está acostado en una cama en medio de un montón de aparatos y cables.

Se encuentra en el Hospital Saint Alphonsus de la ciudad de Boise, donde los médicos le han inmovilizado el brazo y la pierna rotos y estabilizado la columna vertebral con un soporte.

Durante los meses siguientes se someterá a varias operaciones de cirugía mayor que le permitirán volver a escalar, pero esa noche, bajo los efectos de la morfina, intenta recordar el rescate.

Se acuerda de que los Craig llegaron a donde él acampaba, y cuando le dijeron que Charlie los había enviado allí, se olvidó de su dolor; quería levantarse y bailar.

Una joven guardabosques llamada Rachel (enviada por las autoridades cuando Mike Burt y Charlie llegaron a la cabaña de los voluntarios) apareció poco después. Acompañó a David hasta que, atado a un arnés, lo subieron al helicóptero con ayuda de un cable.

A la mañana siguiente Charlie llega al hospital. Padre e hijo se abrazan entre la maraña de cables de los aparatos de venoclisis. Charlie el bueno, el maestro zen, ha cumplido su promesa: consiguió que un helicóptero rescatara a su padre.

“Charlie es la persona más fuerte que conozco”, señala David. “La gente me dice: ‘Debes de estar muy orgulloso de él’. No se imaginan cuánto”.

Staff

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