Crucé los dedos de la mano libre y pregunté:
—Perdone, ¿podría comunicarme con Jeanne Kerr?
—¿Quién llama? —respondió una mujer al otro lado de la línea.
—Soy Regina Louise. Creo que usted y yo nos conocimos…
—No lo creo —repuso, y colgó.
Taché otra Jeanne de mi larga lista. La última vez que vi a la Jeanne que buscaba fue en 1977, cuando tenía yo 15 años. Ese día me encontraba en un juzgado juvenil, lista para expresar lo que significaría para mí que me adoptara Jeanne Kerr, mi querida orientadora del Albergue Infantil Edgar, en Martínez, California.
Conocí a Jeanne cuando llegué al albergue el 1 de mayo de 1975, un día antes de cumplir 13 años. No entendía yo por qué ella estaba emocionada. Luego vinieron los globos, el pastel y unos extraños que me cantaron como si fuera yo especial. Pronto aprendí a disfrutar la compañía de Jeanne.
Había crecido sin ningún pariente, así que me encantaba ver en la tele los programas donde trataban bien a los niños. Rezaba por encontrar alguien así, que quisiera ayudarme a salir de los problemas que tenía.
En el juzgado, una trabajadora social presentó pruebas de mi conducta “alarmante”: intentos de escape, mentiras, sabotaje de las colocaciones en hogares de crianza a fin de volver al albergue para estar con Jeanne. “No es natural, su señoría, que quiera tanto a esa mujer”, dijo. El juez estuvo de acuerdo, y rechazó la petición de Jeanne de adoptarme.
Decidí escribir un libro sobre mi vida entre los 13 y los 15 años, cuando conviví con Jeanne y la perdí.
Creo que la trabajadora social hizo eso porque Jeanne es blanca, y yo, negra. La Asociación Nacional de Trabajadores Sociales Negros había emitido un comunicado en contra de la adopción interracial, pues la consideraba una afrenta para las familias negras.
Me pusieron en un centro residencial de tratamiento para niñas con trastornos emocionales graves. Luego pasé por 30 colocaciones antes de acabar en un hogar comunitario en San Francisco, California. Me quedé allí hasta cumplir la mayoría de edad; después, viví a la deriva, me convertí en mamá y todo cambió. Ya tenía a alguien a quien amar y en quien pensar.
Para 2002, era copropietaria y administradora de dos salones de belleza, y mi hijo adolescente era un estudiante y deportista brillante. Decidí escribir un libro sobre mi vida entre los 13 y los 15 años, cuando conviví con Jeanne y la perdí.
—En tus memorias hablas de maltrato y abandono, así que necesitas a alguien que lo corrobore —me dijo mi editor, y me dio dos semanas de plazo para localizar a esa persona.
Una asesora me sugirió que buscara a Jeanne. No soportaba tener que contarle que había pasado años revisando directorios telefónicos de todo el país, la infinidad de veces que me habían colgado el teléfono, las pistas falsas que había seguido. Pero ya existía Internet, así que empecé a buscar en incontables sitios web. ¿El acta de matrimonio de Jeanne? Nada. ¿El acta de nacimiento de un hijo suyo? No. ¿El acta de defunción? Tampoco.
¿Jeanne era un invento mío? No. Aún recordaba el vestido de pana azul que ella me cosió, con adornos en mis colores favoritos, perdido ya hacía muchos años. Y recordaba que me decía “cariño” o “calabacita”, y su olor a cereal y a leche tibia, a vainilla y a azúcar morena. Entonces recordé que, de niña, me habían advertido que todo lo que dijera o hiciera se ponía en un archivo para que cualquiera pudiera saber lo terrible que era yo como persona. Llamé al condado y pedí mi archivo. Cuando el paquete llegó, lo abracé como si fuera un recién nacido. Dentro había un legajo de documentos repletos de términos legales, informes de incidentes y cartas de un director institucional a otro sobre la necesidad de “finiquitarme”, pero no había nada que me condujera a Jeanne.
Cuando faltaban dos días para corroborar mi historia, le pedí ayuda a mi amiga Jules, corresponsal de una revista que tenía acceso a bases de datos para investigaciones. El plazo venció antes de que ella pudiera concluir la búsqueda, así que cambié el nombre de mi personaje. “Jeanne Kerr” se convirtió en “Claire Kennedy”.
El juez estuvo de acuerdo, y rechazó la petición de Jeanne de adoptarme.
Jules me envió los resultados de sus pesquisas una semana después. ¡Tenía una dirección! Le escribí una carta a Jeanne, y la sellé con un beso en lápiz labial rojo. Un día antes de salir de gira para promover mi libro, recibí un sobre por correo: era mi carta, marcada con las palabras “Destinatario desconocido”.
En una entrevista en Los Ángeles, me dijeron: “Lo tienes todo. Eres vocera de los hogares de crianza, tienes un negocio próspero y un hijo bien adaptado. ¿Qué más quisieras?” Sin titubear respondí: “Una persona que me diga que está orgullosa de mí”.
Más tarde, de regreso en el cuarto de hotel, revisé mi buzón electrónico y vi un mensaje cuyo asunto decía: “Yo estoy muy orgullosa de ti, cariño”. Me quedé atónita. El mensaje era de Jeanne. No podía creerlo. ¿Alguien me estaba jugando una broma? Sólo después me enteré de que una ex colega de Jeanne había leído un artículo sobre mi libro en el que el reportero revelaba el verdadero nombre de Claire Kennedy, y esa mujer le dijo a Jeanne: “Tu Regina anda buscándote”.
En el mensaje, Jeanne escribió: “Por favor, llámame cuando acabes la gira. No quiero molestar”. Yo no pude esperar. De inmediato marqué el número telefónico que había adjuntado.
—¿Hola? —contestó una voz suave, justo como recordaba yo la melodiosa voz de Jeanne.
—¿Jeanne? ¡No puedo creer que seas tú! —le dije, llena de emoción—. Nunca dejé de pensar en ti.
—Tú eres mi primera hija —contestó—. Jamás dejé de quererte.
Me concentré en escucharla.
—Me dijeron que tenía el color de piel equivocado y que estaba vedado para mí quererte —prosiguió—. Hay algo que quisiera darte. Es tu derecho de nacimiento.
Contuve el aliento.
—Quiero hacerte mi hija.
Desde el día que perdí a Jeanne, supe que ella era la madre que iba a tener en esta vida. Seguí viviendo como si nunca se hubiera ido, como si siguiera allí para guiar mis pasos. Creía que algún día podría decirle gracias. Mientras hablábamos por teléfono, supe que mi mayor anhelo estaba a punto de hacerse realidad.
Tres semanas después, pasé seis horas en el Aeropuerto LaGuardia de Nueva York, esperando la llegada de Jeanne, cuyo vuelo se había retrasado a causa de una tormenta. Nerviosa, caminaba yo de un lado a otro y me alisaba la falda. Por fin, vi a una mujer correr hacia mí, con el pelo entrecano atado en una coleta que se movía bajo una gorra de beisbol. Llevaba puesto un suéter salpicado de enormes flores coloridas, unos pantalones estampados con lunares verdes, unos calcetines de gatitos y unos zapatos deportivos desgastados.
La miré con la cabeza ladeada, como un cachorro curioso. Yo jamás me habría puesto esas prendas juntas aunque Dios Padre me lo hubiera ordenado, y sonreí forzadamente. Pero de pronto comprendí que no sólo era yo una hija: era hija de Jeanne. Me gané todos los galones de la adolescencia en ese momento. Habían pasado casi 30 años desde que, con la punta de los dedos, me alzó la barbilla hundida bajo el dolor de tener que despedirme de la única persona que me había dicho “te quiero”.
—Hola… mamá —la saludé.
Pronunciar esa palabra por primera vez me estremeció. La había guardado toda mi vida dentro del corazón para poder decírsela a quien por derecho propio le correspondía.
En noviembre de 2003 acudí al mismo juzgado juvenil, en California, donde en 1977 le negaron a Jeanne la solicitud que hizo de adoptarme. Esta vez tenía yo 41 años y estaba con mi hijo; Jeanne, con su esposo y su hijo, y mi socia, Stevie Anne, con su familia. Luego de que el juez nos tomó el juramento a Jeanne y a mí de honrarnos y amarnos como madre e hija por el resto de la vida, me volví hacia ella y le susurré al oído:
—Gracias, mamá, por quererme cuando nadie más lo hizo.
Así como Jeanne le ayudó a Regina, tú puedes apoyar diferentes causas: Aquí tienes 25 fundaciones a las que puedes apoyar
Regina Louise, tomado de narrative.ly
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