Hogazas de amor

Un esposo descubre una nueva receta de la felicidad.

El secreto del pan es que es mucho más clemente de lo que uno cree. Como muchos hombres, soy bueno para cocinar cosas que parecen difíciles pero que no lo son —salsa bearnesa, atún a la pimienta—, y no muy bueno para preparar cosas que son más difíciles de lo que parecen. No puedo hacer una vinagreta decente; cualquier cosa que lleve una “costra de sal” me confunde y, hasta hace poco, nunca había horneado una hogaza de pan.  

Pero hace unos años, al revisar unos recuerdos de mi suegra, encontramos una receta manuscrita enmarcada de algo llamado Pan de Martha. Era larga, con pinta de ser de los años 70, e incluía instrucciones, ingredientes (entre ellos mijo, avena y miel) y un adorno florido en el borde.

—¡Pan de Martha! —exclamé muy sorprendido (Martha es mi esposa)—. ¿Cuándo has hecho pan tú?  

—Cuando era adolescente —dijo—. Me cosía toda la ropa y hacía el pan que comíamos en casa. 

Yo la conocía desde la adolescencia y nunca la vi hacer pan. Tampoco se cosía la ropa, o al menos no que yo supiera. Vestía muy bien, con suéteres de lana islandesa, vestidos de diseñador y botas de piel con cordones. Lleno de curiosidad por verla hornear pan, le hice una sugerencia: 

—¿Por qué no haces tu pan? 

—No es tan fácil —repuso—. Necesito una olla de barro y una tabla grande. Yo hacía este pan con mi amiga Rachel. Estábamos todo el día con el delantal, y luego tomábamos té y nos comíamos el pan con miel. 

Imaginarla con un delantal en una cocina de los años 70 me embelesó tanto, que decidí empezar a hacer pan esa noche. Eché un vistazo a una receta de “pan sin amasar” que había recortado de un periódico seis años antes, y salí a comprar levadura. Al volver la mezclé con agua, sal y harina. Dejé reposar la masa toda la noche, y por la mañana la metí en el horno a 230 °C. 

Una hora después, estaba listo. ¡Era pan! No estaba bueno —no tenía esas burbujitas típicas del pan y sabía un poco amargo—, pero era pan, así que me henchí de orgullo. Fue como si hubiera echado un montón de tornillos en una olla y hubiese salido un auto, con una carrocería resplandeciente y un olor exquisito dentro. 

—Si tanto te interesa hacer pan, deberías aprender con alguien que sea bueno —me dijo Martha, que ya se había descartado para esa tarea—. Alguien que te grite mucho y que te enseñe qué es cada cosa. 

Sin embargo, no quería yo aprender tan sólo a hacer pan.

—Tendría que ser alguien que sepa hacer todo tipo de pan: Poilâne, bagels, croissants y…

No acabé la frase. La implicación de lo que estaba diciendo nos hizo estremecer a los dos. Intercambiamos una mirada aprensiva, como si hubiera caído sobre nosotros la implacable mano del destino.  

—La llamaré —dije. 

 

Cuando hablé con mi madre por teléfono unas horas más tarde, se mostró encantada con la idea de darme una clase magistral de panadería un fin de semana. “Claro que sí, querido”, dijo. “Ven a visitarme cuando puedas. Te enseñaré a hacer cualquier pan que te guste”. Una semana después, me encontraba en la finca de mis padres, en Ontario, Canadá, donde llevaban 10 años viviendo luego de jubilarse como profesores universitarios.  

“La levadura”, me explicó mamá, “es sólo un montón de bichos que viven juntos: son hongos microscópicos unicelulares. Cuando los mezclas con carbohidratos, empiezan a absorber de ellos todo el oxígeno y luego despiden un gas hecho de etanol y dióxido de carbono”. El etanol es alcohol etílico. El dióxido de carbono es lo que hace que la masa suba, lo que forma las burbujas del pan. 

Mientras hacíamos la mezcla y la amasábamos, los confortantes sonidos de mi niñez resurgieron: el zumbido de la batidora eléctrica y el runrún del gancho de amasar al girar. “Cuanto más tardan los bichitos en absorber el oxígeno, mejor sabe el pan”, continuó mi madre. “Todas esas burbujas de dióxido de carbono se convierten en los agradables y esponjosos orificios de la miga del pan. La alta temperatura del horno simplemente mata a los bichitos cuando terminan su trabajo”. Al oír esto comprendí que los sabrosos trocitos de pan tostado de la mañana son las tumbas de esas diminutas criaturas muertas. 

Volvimos al pan Poilâne, que mamá había empezado a preparar antes de que yo llegara; lo había dejado reposar en una bolsa de plástico en el fregadero. “Puedes mezclar agua y harina de trigo”, explicó, “poner a airear la mezcla y esperar a que toda la levadura natural que flota con el polvo de la cocina aterrice sobre la mezcla y empiece a absorber los carbohidratos. Esa levadura suele tener más carácter que la que compramos en la tienda porque, como todo perro sabe, no hay nada que tenga más sabor que el polvo del suelo de la cocina”. 

Nos pasamos dos días mezclando agua y levadura con diferentes harinas, y dejamos reposar las mezclas distintos intervalos de tiempo. Hicimos el pan Poilâne, oscuro y crujiente, y también bagels, de los auténticos, con un agujero en el centro y cubiertos con semillas de ajonjolí. 

Me quedé fascinado por la plasticidad de la masa: en primer lugar, cómo se funde en las manos, y luego, cómo se estira y resiste, extrañamente viva, como si tuviera una mente, la inteligencia colectiva de todos esos bichos. La masa del pan no es como cualquier otro alimento, que normalmente permanece inerte bajo el cuchillo; la masa respira, se mueve y piensa bien las cosas. También están los olores: primero el aroma que la masa exuda lentamente al subir, como diciendo “Aquí estoy yo”, y después el exquisito e intenso aroma a pan recién hecho que sale del horno al terminar de cocerse. El placer sensual más profundo del pan se produce al cortarlo, al hundir el cuchillo en su blandura que de repente ha tomado cuerpo. 

 

El lunes por la mañana guardé las hogazas y los bagels en mi mochila, y le di un abrazo a mi madre.

—Me divertí mucho cocinando contigo, querido —me dijo—. Fue fácil, pues pasé años haciendo pan para ti todas las mañanas.  

Me di cuenta de que nunca le había dado las gracias por hacer todo ese pan. De camino al aeropuerto reflexioné sobre el hecho de que las veces que decimos gracias a nuestros padres —como las que oímos decir de nuestros hijos— nunca son suficientes, ni siquiera remotamente. Sin embargo, evitamos expresarles gratitud más a menudo; pensamos que con nuestra simple existencia ya es bastante agradecimiento. 

Los hijos siempre reinterpretamos el sentido de obligación de nuestros padres como compulsión. No es “Lo hicieron por mí”, sino “Lo hicieron porque querían hacerlo”. Mi madre quería hacer ese pan; me contaba todos esos cuentos a la hora de dormir por puro gusto. No podríamos sobrevivir sin esa forma de pensar, porque, si no, el sentimiento de culpa por estar en deuda pesaría demasiado sobre nuestros hombros. 

Para poder prodigar a los hijos la enorme cantidad de cuidados que demandan, deberíamos celebrar un contrato con la amnesia en el que ninguna de las partes sea completamente honesta respecto a los costos. Si algún día nos pusiéramos a calcular el monto total de la deuda, no podríamos soportar conocer la suma. En el mercado de las emociones, ese sacrificio se acepta de antemano: es el precio de la vida. 

 

Cuando llegué a casa, Martha por fin se sentía lista para hacer su pan. Había encontrado el tipo correcto de olla de barro y el tipo apropiado de tabla para amasar. Me di cuenta de que se había puesto un leotardo y medias negras para la ocasión. Mezcló los ingredientes naturales —harina integral y mijo— y a continuación cubrió el fondo de la olla con un trozo de tela de lino blanco. 

Cuando la masa subió, todos nos pusimos alrededor de Martha para verla en acción. Nos quedamos boquiabiertos al ver cómo amasaba: con fervor y con pasión; después empezó a trenzar habilidosamente tres largas tiras de masa húmeda. 

Una vez cocido, el pan tenía un bonito aspecto, como si se tratara de la trenza de una chica sueca rubia. Al día siguiente corté un pedazo de ese pan, le unté mantequilla y me lo comí con un café. Me supo a gloria. Era espléndido, luminoso como la mañana, libre de complicaciones.

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