Cierta vez nos hospedamos en un hotel de mi país que tiene acceso a dos playas. La arena de una de ellas es muy clara, y la de la otra, bastante oscura. El primer día visitamos la playa “blanca”, y mi sobrina Catalina, entonces de dos años y medio, se puso a jugar con la arena. Su mamá le explicó que tenía ese color porque contenía sal. Al día siguiente fuimos a la otra playa y, al ver la arena, la pequeña, llena de curiosidad, le preguntó a su mamá:
—Oye, ¿y esta playa es de color oscuro porque tiene pimienta?
Marcela Muñoz, Costa Rica
Pocas semanas después del fallecimiento de mi suegro, encontré a mi hijo Kyle, de siete años, llorando en su habitación. Su abuela había muerto el año anterior, y eso lo había afectado mucho.
—¿Sabes? Cuando a ti y a mí nos toque morir, podremos reunirnos con el abuelo y la abuela en el cielo —le dije para consolarlo.
Con lagrimones resbalándole por las mejillas, el niño respondió:
—¡Claro, para ti es fácil decirlo! ¡No te falta tanto tiempo!
Farrel Chapman, Canadá
En una ocasión llevamos a nuestro hijo Ben, de cuatro años, a la sala de urgencias del hospital debido a que tenía una tos terrible, fiebre alta y vómito. Tras examinarlo cuidadosamente, el médico le preguntó qué era lo que más le molestaba.
Tras pensarlo unos momentos, el niño contestó con voz ronca:
—Pues… creo que mi hermanita.
Angela Schmid, Canadá
En el mostrador de boletos de una aerolínea, un pequeño que iba a viajar con su madre le dijo al dependiente que tenía dos años.
El hombre lo miró de cabeza a pies con recelo, y luego le preguntó:
—¿Sabes lo que les pasa a los niños que dicen mentiras?
—¡Claro! Viajan a mitad de precio —respondió el chico.
Marlene Freedman, Canadá
Mi hermana recibió una llamada telefónica del maestro de kínder de su hijo James, de cinco años, quien le dijo que, cuando fue al baño, vio al niño usando un mingitorio.
—¡Qué raro! —dijo mi hermana—. No le hemos enseñado a usar uno.
—Sí, ya me di cuenta —contestó el maestro—. Estaba sentado en él.
Esther Olchewski, Canadá
Acabábamos de acostar a nuestros cinco hijos cuando Billy, de tres años, empezó a llorar a gritos. Resulta que, por un descuido, se había tragado una moneda y estaba absolutamente seguro de que se iba a morir. Desesperado por tranquilizarlo, mi esposo sacó una moneda igual de su bolsillo y, como un mago, simuló que la extraía del oído del niño.
Billy quedó maravillado. En un abrir y cerrar de ojos, tomó la moneda, se la tragó y exclamó: —¡Hazlo otra vez, papi!
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