Hoy es la estrella de un acuario, pero pudo haber muerto al encallar
El animal —no sabían si se trataba de un delfín o de una ballena piloto— era tan largo como una tabla de surf y estaba varado en la arena.
Unos surfistas y caminantes madrugadores fueron los primeros en verlo. Tenía los ojos cerrados, pero estaba vivo. Abría y cerraba su espiráculo, como si jadeara.
Lo peor que podría pasarle a una criatura marina en apuros sería acabar en la playa Chesterman. Ubicada a 5 minutos de Tofino, una ciudad canadiense, esta playa es famosa por su ambiente relajado y ecológico; siempre recibe visitas sin importar la hora o el clima.
Las olas del Pacífico se estrellan incesantemente en la costa y esparcen la arena como unas manos alisando una sábana. En la línea de la marea alta es posible encontrar algas pardas, una medusa, una concha de mejillón del tamaño de un corazón humano… y hasta una ballena varada.
Sin saber nada más que ese animal no debería estar en tierra, un surfista arrastró al visitante acuático por la cola hacia aguas más profundas. Pero cuando lo dejó libre, éste sólo se arremolinó con impotencia en las olas hasta encallar nuevamente.
A las 9:17 a. m. del 10 de julio de 2014, los oficiales Rob Letts y Tarni Jacobsen llegaron a la playa Chesterman para hacer su búsqueda rutinaria de campistas, fogatas o fiestas ilegales.
Pero se encontraron con un turista que apareció entre la niebla. “Hay un delfín varado en la playa”, les dijo.
Un pequeño grupo de personas estaba reunido alrededor de un bulto a la orilla del mar. Nadie sabía lo que era esa criatura, pero sin duda estaba sufriendo. Su boca y sus aletas tenían raspones y sangraban.
Rápidamente, los oficiales contactaron a dos organizaciones vitales. La primera fue la Red de Atención a Mamíferos Marinos de Columbia Británica, regida por el Departamento de Pesca y Océanos de Canadá (DFO, por sus siglas en inglés); la segunda, el Centro de Rescate de Mamíferos Marinos del Acuario de Vancouver: única instalación en Canadá equipada para tratar a marsopas, delfines y ballenas.
Jacobsen envió fotos del animal a los expertos por correo electrónico, mientras que Letts y dos voluntarios ayudaban a la criatura encallada a flotar en el agua poco profunda para que ésta soportara su peso.
En un restaurante que se hallaba a unos minutos en auto, la oficial del Departamento de Pesca, Denise Koshowski, se disponía a ordenar su desayuno cuando recibió el aviso de que había un cetáceo varado en la playa Chesterman.
Ella estaba acompañada por miembros de la Real Policía Montada de Canadá y del DFO, así como por guardabosques y oficiales de conservación ambiental.
Pocos minutos después, Koshowski y el oficial de recursos naturales Brad Bowman llegaron al sitio del encallamiento. Todos se quitaron los zapatos y las botas, se arremangaron los pantalones y caminaron entre las olas. Luego colocaron las manos sobre el espiráculo del animal para evitar que le entrara agua.
Koshowski, quien había trabajado como voluntaria en el Acuario de Vancouver y contaba con entrenamiento veterinario, se volvió hacia el creciente grupo de espectadores y preguntó: “¿Alguien tiene una toalla?”.
Uno de los presentes corrió hacia una cabaña cercana, y pronto el animal colgaba de un cabestrillo improvisado hecho con varias toallas de playa. El equipo de expertos
permaneció de pie entre las olas durante 5 horas, hasta que sus dedos se entumecieron por el agua fría.
Mientras, a 200 kilómetros de distancia, el doctor Marty Haulena, veterinario principal del Acuario de Vancouver y del Centro de Rescate de Mamíferos Marinos, reunía a un equipo de emergencia para atender al cetáceo.
Las probabilidades de un rescate exitoso eran bajas: sólo 10 por ciento de las ballenas varadas sobreviven; las primeras 24 horas son cruciales. El tiempo era un factor.
Haulena sabía bien que cuando una criatura marina encalla es porque le ha sucedido algo malo. Llegar a la playa le puede provocar más traumatismos: colapso pulmonar, riesgo vascular, insuficiencia renal, daño muscular, todo tipo de lesiones causadas por rocas, crustáceos, objetos afilados, picos de aves y contacto con otros animales y personas.
A las 11:30 a. m., Haulena ya había ordenado a dos veterinarios y a un camarógrafo que abordaran un hidroavión para viajar a Tofino, ciudad ubicada en la costa occidental de la isla de Vancouver, a unos 315 kilómetros de Victoria, Columbia Británica.
Sucedió una coincidencia afortunada. Jim Darling, biólogo marino reconocido por sus innovadoras investigaciones sobre ballenas grises y jorobadas, paseaba por ahí con su perro cuando vio a un grupo de mujeres y hombres sosteniendo a un mamífero marino en un cabestrillo improvisado.
Primero pensó que se trataba de una marsopa de bahía, pero la aleta y otros detalles lo llevaron a concluir que era algo más improbable: una falsa orca joven. Los expertos del DFO y del Acuario de Vancouver coincidieron al ver las fotos: “Eso no es una marsopa. ¡Es una falsa orca!”.
Las falsas orcas, u orcas negras, normalmente viven en mar abierto en los trópicos y otras aguas cálidas en océanos de todo el mundo. Pertenecen a la familia de los delfines y las orcas.
El primer registro que se tiene de ellas en Canadá data de 1987, cuando una docena de estos cetáceos realizaron un viaje atípico hacia el estrecho de Puget, en la costa noroccidental de Estados Unidos.
Se han hecho muy pocas investigaciones para saber cuántas falsas orcas hay o si están en peligro de extinción. Lo que sí se sabe es que son una especie muy sociable. En su hábitat natural se les ha visto ofreciendo peces capturados no sólo a otros miembros de su especie, sino a buzos e incluso a gente que pesca en botes.
Tras aterrizar en Tofino, el doctor Justin Rosenberg, un veterinario que llevaba a cabo una investigación en el Acuario de Vancouver, y la técnica veterinaria Shanie Fradette se dirigieron a la playa Chesterman. Al contemplar los bosques y el mar, Rosenberg se sintió muy lejos de su anterior trabajo en una clínica veterinaria para mascotas en Colorado, Estados Unidos.
Los médicos llegaron a la playa justo después de la 1 p. m. Al principio la ballena había agitado la cola de vez en cuando o hecho sonidos típicos de la ecolocalización, pero ahora estaba en silencio. Ya no se movía y tenía los ojos cerrados. Los expertos continuaron con su diagnóstico.
La respiración del animal era mucho más agitada de lo normal y presentaba un adelgazamiento detrás del cráneo que suele ocurrir en cetáceos que han perdido peso. No tenía dientes, señal de que su madre seguía amamantándolo.
Los veterinarios le administraron sedantes, antiinflamatorios y antibióticos para proteger sus pulmones de las infecciones que suelen desarrollarse cuando las ballenas inhalan agua. La opción de dejar morir al animal, o de recurrir a la eutanasia, ni siquiera fue contemplada entre los médicos. Fradette era optimista.
“A veces los ejemplares jóvenes son bastante resistentes”, dijo. “Tienen una chispa de vida”.
Pasaron dos tensas horas antes de que Fradette y Rosenberg obtuvieran la autorización para llevar al cetáceo a Vancouver. Sólo el DFO puede expedir permisos para transportar mamíferos marinos, e incluso en una emergencia el proceso es complicado.
La primera prioridad del DFO era determinar si era factible reunir al animal con su madre para que pudiera tener una larga vida en su hábitat natural.
Cada caso de una ballena varada se trata de distinta manera; la solución puede ir desde dejar morir a la criatura hasta cuidarla en cautiverio.
Los expertos contactaron a compañías de observación de ballenas y a marinos del área de Tofino para preguntarles si habían visto falsas orcas en la zona. Sin embargo, la densa niebla impidió zarpar a la mayoría de las embarcaciones esa mañana, así que no se reportó ningún avistamiento.
El DFO consideró llevar al ballenato a una bahía protegida, lejos del fuerte oleaje de la playa Chesterman, para que pudiera rehabilitarse en un ambiente natural. Pero los informes convencieron a las autoridades de que el animal probablemente moriría sin atención médica intensiva.
Transportarlo a Vancouver representaba su mejor oportunidad para sobrevivir. La decisión podría ser irreversible: quizá nunca volvería a vivir en su hábitat.
Alrededor de las 4 p. m., el DFO autorizó transportar a la falsa orca. El grupo de espectadores había aumentado a decenas, y algunos de ellos incluso usaron terapias alternativas para tratar de aliviar el dolor de la ballena. Con ayuda de los sedantes la criatura estaba menos estresada, y su respiración se había estabilizado.
Ahora era necesario lograr que el animal subiera a uno de los últimos ferris del día para que pudiera llegar a la parte continental de Columbia Británica y luego a Vancouver.
El ballenato era muy grande para los aviones que despegan de Tofino; habría que hacer un viaje de tres horas por carretera hasta la terminal de ferris. La falsa orca permanecería bajo un toldo en la parte posterior de la camioneta de Denise Koshowski durante el trayecto.
Justo al oeste de Port Alberni, una ciudad pesquera, Koshowski finalmente logró ver a la camioneta del Centro de Rescate de Mamíferos Marinos que había iniciado su recorrido desde Vancouver hacia Tofino una vez que el equipo de emergencia despegó en el hidroavión. Entonces ocurrió una escena poco común en la carretera: ocho personas sacando a una ballena en una camilla para meterla en una ambulancia para cetáceos.
Uno de los veterinarios exclamó: “¡No siento su ritmo cardiaco!”. Después de varios gritos de pánico solicitando agua y otro tipo de ayuda, pasó el susto. Los expertos sintieron nuevamente el pulso del animal y le suministraron líquidos y nutrientes por vía intravenosa a través de una vena en la cola.
Las pruebas de sangre mostraron que el ballenato estaba deshidratado y que probablemente se había “alimentado” con agua de mar.
La criatura y sus cuidadores subieron al ferri. Mientras éste navegaba al ponerse el sol, ninguno de los cientos de pasajeros que iban a bordo sospechaba que debajo de ellos, en la parte posterior de una camioneta, una ballena luchaba por su vida.
Cerca de las 11 p. m., el equipo llegó al Centro de Rescate de Mamíferos Marinos, ubicado lejos de la mirada de la gente, al final de un largo muelle en el puerto de Vancouver. Los expertos pesaron al ballenato —a quien pronto llamarían Chester, por la playa donde fue encontrado— y luego lo condujeron con cuidado hacia los brazos de dos técnicas veterinarias que lo esperaban en una piscina. Las médicas permanecerían en el agua toda la noche para cuidarlo.
Al despuntar el sol el 11 de julio de 2014, Chester logró salir airoso contra todo pronóstico: sobrevivió las primeras 24 horas tras su rescate.
Poco más de tres meses después de haber encallado, estaba aprendiendo a saltar, atrapaba gotas de lluvia con la boca y a veces impedía salir de la piscina a sus cuidadores preferidos. En diciembre de ese mismo año, Chester fue trasladado a su nuevo hogar en el Acuario de Vancouver.
En los últimos tres años, Chester se ha convertido en la estrella de las redes sociales del acuario. Ha ayudado a educar a miles de personas sobre la existencia de una especie animal de la que pocos habían oído hablar. Aparte, científicos de todo el mundo siguen aprendiendo de él.
El personal del acuario que cuidó al ballenato el día de su rescate lo recuerda como un suceso muy especial. Todo sucedió en la tranquilidad de una camioneta, mientras el ferri navegaba a través del estrecho de Georgia hacia Vancouver. En ese momento, por primera vez, Chester pareció percatarse de las manos que lo tocaban y de los cuidados que le prodigaban.
La criatura abrió un ojo, miró a su alrededor y volvió a cerrarlo. Los rescatistas ya no estaban solos. Chester, la falsa orca, había empezado a luchar por su vida.