En 1911, el periodista canadiense Joseph Coyle fue testigo de una acalorada discusión: el encargado de un hotel y un granjero se acusaban mutuamente por los huevos rotos hallados en los lotes suministrados por el segundo. Esto inspiró a Coyle a poner a prueba una firme solución elaborada, por supuesto, con papel periódico. Algunos años más tarde, el Cartón Protector de Huevo Coyle ya era bastante popular.
Hoy me encontrarás, dentro de un empaque muy parecido, anidado en los refrigeradores de todo el mundo, listo para arrancar el día. Y es en la mañana cuando resulta más probable que personas con ojos lagañosos me saquen de la caja a fin de hervirme, hornearme o freírme.
He sido el desayuno favorito de la gente por lo menos desde 1620, cuando un escritor médico británico llamado Tobias Venner sugirió comer huevos escalfados con vinagre por la mañana.
Cuatro siglos después me consumen en una sorprendente cantidad de preparaciones: revuelto (bien cocido o tierno), volteado, estrellado, a la cazuela, sobre pan, centenario, a la escocesa, hervido y hasta sobre un filete.
Sin importar el momento del día, cualquier cocina se desmoronaría sin mí. Si de hornear y cocinar se trata, quizá no haya un solo ingrediente tan indispensable como yo, salvo, tal vez, la sal. Me necesitas para preparar cremas y salsas, merengues y suflés.
Sin mí, te quedarías sin mayonesa, salsa holandesa, profiteroles, masas para tus galletas y pasteles, así como sin ciertas pastas y panes. El desayuno sería el más afectado: no solo por los platos con huevo; tampoco habría waffles, hot cakes ni pan francés.
Hay muchos elementos de la dieta humana de los que se puede prescindir sin alterar la tradición culinaria, pero elimíname y dejarás un cráter humeante en el centro de la cocina.
Soy más que un gran elemento gastronómico: soy una fuente de nutrición tan buena como ninguna otra. Mi yema es rica en los pigmentos vegetales antioxidantes llamados luteínas (los mismos que hacen que las hojas se tornen amarillas en otoño) y contiene una avalancha de nutrientes: proteína, vitamina B12, colina y selenio.
Y luego está mi colesterol. Si bien por años se pensó que los humanos debían evitarlo, ya no: los expertos han rectificado y afirman que el que está presente en una yema no necesariamente se traduce en niveles altos de este en la sangre.
Mi contenido nutricional sin igual no es un accidente. A diferencia de la carne o los vegetales, que disfrutaban sus vidas hasta que decidiste ingerirlas, yo estoy diseñado para ser comido. Aunque no por ti: soy el sustento, el respiradero y la protección de un pollito y le brindo todo lo que necesita para transitar de una célula fertilizada a una bola de plumas piante.
Pese a las apariencias, es poroso, despide dióxido de carbono y deja entrar oxígeno para el embrión. Por esta razón, es probable que absorba olores fuertes.
Los cocineros aprovecharán al máximo sus costosas trufas colocándolas en un recipiente junto a nosotros: absorbemos el aroma a través de nuestro caparazón, dando origen a un desayuno con la fragancia del hongo sin usar uno solo de ellos.
Otra nota sobre mi recubrimiento: se separa mejor si me hierves un par de semanas después de haber sido ovado en lugar de hacerlo de inmediato.
La docena que compras (cada unidad proviene de una gallina diferente, dado que se requieren de 24 a 36 horas para que un ave produzca una pieza) no suele tener más de 7 días; algunas veces se empacan 1 o 2 jornadas antes de ser despachados a las tiendas.
Debajo de mi cubierta, las grasas y proteínas que son el sustento de la futura ave explican mi alquimia en la cocina. En mi grasosa yema se encuentra un potente emulsionante llamado lecitina, que los cocineros usan con objeto de unir contrarios (vinagre y aceite, limón y grasa) en salsas y aderezos suaves y cremosos.
Cocíname y las proteínas enroscadas e invisibles que flotan en mi interior se desplegarán y volverán a integrarse en una base cuya firmeza se incrementa con el calor. Esta reacción explica por qué un huevo que se preparó a fuego bajo tendrá la textura de una natilla, mientras que uno cocinado a fuego alto se volverá pastoso.
Un efecto parecido tiene lugar cuando recurres a la batidora: al agitarse mis claras, las proteínas se entrelazan para dar paso a consistencias espumosas, que primero se desploman y luego adquieren solidez. Bátelas demasiado y los enlaces proteínicos serán tan sólidos que saldrá tanta agua como si exprimieras una esponja (de ahí los charcos que rodean a las claras que fueron revueltas en exceso).
Juntas, estas características me convierten en uno de los alimentos más simples y más complicados de preparar. Casi no se requiere habilidad para hervir un huevo o quebrarlo en una sartén y freírlo con mantequilla. Sin embargo, un chef exigente que supervise a un cocinero que desee incorporarse a su equipo puede averiguar casi todo sobre él al ver cómo prepara un clásico omelet.
A propósito, este platillo debe quedar firme pero no dorado, húmedo y ligeramente líquido por dentro: un rollo apenas rezumante. Lograr tal término requiere muñecas finas y entrenadas, si bien aplicar la prueba necesite tan solo un par de minutos, tres de mis ejemplares, una sartén y un tenedor.
Fácil pero difícil; frágil pero poderoso. Ese soy yo: el huevo, el mejor alimento resguardado por una caja de cartón en el refrigerador.
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