Ilusiones truncadas

Cuando tenía 17 años, Dan Harvey se rompió el cuello en un accidente y quedó paralítico. una década después, su mejor amigo reflexiona sobre las secuelas.

Dan Harvey era un chico gordo, y creo que ésa fue la razón por la que nos hicimos amigos. En la rígida jerarquía corporal de la infancia, o tienes el peso adecuado o no lo tienes. Como yo estaba flaco como un palo y parecía un ratón de biblioteca, formábamos la pareja perfecta: el Elefante y la Jirafa, como solíamos llamarnos el uno al otro. ¿Cómo habrían sido las cosas si hubiéramos ocupado un espacio diferente en el mundo? Lo único cierto es que Dan y yo estábamos atrapados en los cuerpos que teníamos.

Crecimos en los callejones de un barrio de la ciudad de Guelph, en la provincia canadiense de Ontario. En la secundaria nuestra amistad se hizo más estrecha, y pasábamos muchas horas en el sótano de la casa de Dan hablando sobre las bandas de rock como tantos adolescentes. 

En el tercer grado Dan y yo fuimos a una fiesta de disfraces. Los chicos se pavoneaban y bromeaban, y nosotros mirábamos con timidez a las chicas. Una de ellas, bajita, de ojos azules y risueña, se había fijado en Dan. Estaba disfrazada de abeja y llevaba unas antenas negras y amarillas en la cabeza. Le di a Dan un empujoncito para que se acercara a ella.   

Bailaron el resto de la velada, ella con las manos sobre los hombros de Dan y él con las suyas rodeándole la cintura. La chica se llamaba Jess. 

En aquel tiempo, mientras yo seguía estando delgado, él se convirtió en un grandullón de 1.93 metros de estatura y 135 kilos de peso. Jugaba futbol americano y basquetbol, pero luego le tomó gusto al rugby y se hizo adicto a la combatividad física del deporte. También le atraía la actuación, y aunque casi siempre le tocaba el papel de jinete corpulento y torpe o el de alguacil rudo y tonto, le encantaba ser el centro de atención. 

Después formamos un grupo musical —él tocaba el bajo y yo la guitarra—, y a veces Dan empezaba las actuaciones con una disculpa. “Si me equivoco, no me abucheen”, decía. “Nací con los dedos gordos”.   

Era mi mejor amigo, pero había algunas cosas que envidiaba de él. Dan tenía novia y se llevaba bien con sus compañeros del equipo de futbol. Cuando sacó su licencia para conducir, empecé a tratarlo como si fuera mi chofer. Mientras me llevaba a todos lados, le dejaba en claro quién era el más listo de los dos, cuál tocaba mejor y quién se sabía el nombre del estudio donde Radiohead grabó el disco The Bends. Dan casi nunca protestaba; tan sólo se removía en el asiento y alzaba una mano del volante para acomodarse la gorra.  

Al comenzar el segundo grado de bachillerato, Dan se tatuó el escudo de Superman en el bíceps derecho. Siempre lo había obsesionado el superhéroe. Superman, procedente del planeta Krypton, es un ídolo atractivo, poseedor de un cuerpo musculoso y fuerte, capaz de detener balas y volar por entre las galaxias. Tan invencible es, que sus creadores tuvieron que inventarle una debilidad: la kriptonita, un misterioso elemento verde que anula sus poderes.   

El viernes 23 de mayo de 2003, algunos instructores de gimnasia y una docena de estudiantes se dirigieron al lago Rosseau, situado a unos 200 kilómetros al norte de Toronto, a pasar el fin de semana en un centro recreativo lleno de cabañas. Allí los muchachos jugaron golf y tenis, y Dan hizo gala de confianza en sí mismo columpiándose de una cuerda y tocando la guitarra alrededor de una fogata. En la noche del sábado, el cielo se encapotó y empezó a llover. Obligados a resguardarse, los muchachos corrieron al gimnasio. Mientras saltaba en la cama elástica, Dan se rompió la uña del dedo gordo de un pie y comenzó a sangrar. Pensó detenerse, pero al final se envolvió el dedo con una bandita adhesiva y siguió saltando.   

Luego decidió saltar en la pista de tumbling, una cama elástica larga y angosta, hecha con cilindros de fibra de vidrio flexible y colchonetas de hule espuma, que se extendía hasta un foso de cemento en forma de L lleno con bloques de hule espuma amarillo. Tomó aire, corrió y, unos metros antes de llegar al extremo de la pista, se dispuso a dar un salto y caer sobre el hule espuma del foso. Sin embargo, en el último instante, la bandita que acababa de ponerse en el dedo del pie se enganchó en el borde protector de la pista, lo que hizo que saliera disparado hacia delante y cayera de cabeza en el foso.

Dan cayó con todo su peso sobre los bloques de hule espuma casi verticalmente. Se hundió tres metros y su cabeza chocó contra la red que sostenía los bloques, a pocos centímetros del duro fondo del foso. La malla cedió con el impacto, y Dan se golpeó la coronilla contra el cemento. Sintió un intenso dolor en el cuello. Luego la red volvió a su posición, y Dan quedó sumido en el hule espuma. Entonces se dio cuenta de que no podía moverse.

A menos que estés paralítico,es difícil entender la sensación. El cerebro le dice al cuerpo que haga algo, y el cuerpo no responde. Dan intentó alzar un brazo y no pudo; luego trató de mover una pierna y tampoco lo consiguió. Hizo el esfuerzo de pedir ayuda a gritos, pero tenía débil la voz y apenas podía respirar. 

Al darse cuenta de lo que pasaba, dos instructores y dos estudiantes saltaron al foso y empezaron a quitar los bloques de hule espuma. Tan pronto como le descubrieron la cabeza, Dan la agitó hacia los lados; era la única parte de su persona que aún respondía a las órdenes del cerebro.

—Por favor, denme la vuelta —suplicó en un susurro.

Estaba convencido de que estaría bien si tan sólo pudiera mirar hacia arriba. Los instructores llamaron al número de emergencias.

La ambulancia tardó una hora en llegar al hospital de Parry Sound, un poblado cercano. En una sala de examen, los médicos le tomaron la presión a Dan y luego empezaron a cortarle la ropa con tijeras. Mi amigo llevaba puesta una de sus camisetas favoritas, estampada con el arco iris de la portada del álbum Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, y pidió que no la cortaran, pero ellos le dijeron que no había otro remedio. 

A primera hora del domingo me despertó el timbre del teléfono. Era Debbie, la madre de Dan.

—¡Mi niño sufrió un accidente! Se va a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas —me dijo, llorando.

Apenas entraba luz por mi ventana y todavía estaba yo medio dormido. Nunca antes había oído a Debbie, que llevaba una relación difícil con Dan, llamar “mi niño” a su hijo. 

Ese día, como todos los domingos, me fui a trabajar a un centro comercial de la ciudad. Mi cabeza era un hervidero. ¿En verdad tendría Dan que usar una silla de ruedas para siempre? ¿Podría seguir moviendo los brazos y las manos? La noticia del accidente corrió, y a lo largo del día muchos compañeros de la escuela fueron al centro comercial para preguntarme detalles que ni siquiera yo sabía. Me concentré en el trabajo.  

La columna vertebral humana está formada normalmente por 33 vértebras. Cuando la cabeza de Dan pegó contra el suelo, sus vértebras cervicales 3 y 5 (C3 y C5, situadas en la parte media del cuello), aplastaron la C4, ubicada entre las dos. Con el impacto, se desprendieron fragmentos de la vértebra y algunos se incrustaron en la médula espinal, el haz de nervios que conecta el cerebro con el resto del cuerpo. Había que extraer esos fragmentos desperdigados para evitar mayores daños.   

 

Como tenía el diafragma parcialmente paralizado, intubaron a Dan y lo conectaron a un respirador artificial. Los cirujanos le hicieron una incisión en el lado derecho del cuello y extrajeron los fragmentos de la vértebra C4. Luego sacaron un pequeño trozo de hueso de la cresta iliaca, en el borde de la pelvis, y lo injertaron entre las vértebras C3 y C5. 

La médula espinal de Dan no estaba dañada en su totalidad. Por eso, su cerebro podía enviar algunas señales a ciertas partes del cuerpo cuyas conexiones nerviosas parecían estar intactas. En otras palabras, Dan podría recuperar algunos movimientos de forma limitada. Aunque quedara tetrapléjico, me lo imaginaba como uno de esos deportistas paralímpicos que juegan basquetbol o corren como bólidos en silla de ruedas. 

 

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