Incendio en Sweetgrass: el fuego devora una casa
Las llamas saltaban por la ventana de la cocina y lanzaban fumaradas hacia el cielo. No había seguridad de que los chicos aún vivieran.
Era un atardecer despejado y cálido en el norte de Saskatchewan. En Sweetgrass, la reserva de la Nación Originaria Cri, Masey Whitecalf quería conducir. Tenía 16 años y era la orgullosa portadora de una nueva licencia de aprendiz. Ansiaba practicar. Sus padres, Clark Whitecalf y Samantha Moccasin-Whitecalf, no compartían su entusiasmo.
Se hacía tarde ese 31 de agosto de 2015 y no estaban seguros de que Masey estuviera lista para manejar a esas horas. Al final, luego de sufrir la fastidiosa cantaleta suplicante, esa especialidad de los adolescentes, claudicaron. Alrededor de las 9:30 p. m. la familia subió a su Dodge Ram 2004 y se adentró en la noche veraniega.
La reserva Cri de Sweetgrass corresponde a una extensión de apacibles praderas y alamedas localizada a unos 35 kilómetros al oeste de North Battleford, Saskatchewan. Alberga alrededor de 650 personas, entre ellas los Moccasin-Whitecalf.
Samantha trabaja en una guardería cercana a su domicilio; Clark formó parte del equipo de construcción que llevó a cabo la renovación de la clínica de salud. Criaron a sus cinco hijos aquí; los llevaron a los bailes de salón en invierno y a caminar por las colinas de Drumming o Sliding en verano. “Todos esos sitios tienen su historia”, afirma Samantha, quien es oriunda de la vecina Nación Originaria Salteaux. “He aprendido a amar este lugar”.
Esa noche, las carreteras de Sweetgrass estaban desiertas. Clark y Samantha se sentaron adelante con Masey, mientras que Hailey, su hija menor, de 15 años, se acomodó atrás. Clark se concentró en el camino y, de vez en cuando, le echaba un ojo al velocímetro; Masey, en tanto, iba al volante.
Como su madre y su hermana charlaban y se reían, la chica les gritó que se callaran para poderse concentrar. “Debes poder ver a tu alrededor cuando conduces”, bromeó su madre. Quizá por eso Masey fue la primera en notarlo: una luz refulgía en la oscuridad.
“Creo que la casa de Sonya se está incendiando”, dijo Masey. Clark estiró el cuello y vio un resplandor anaranjado en la colina. De inmediato cambió de asiento con su hija y aceleró hacia la hoguera. Al final de una corta entrada, se ubicaba, solitaria, una pequeña morada en medio de la explanada.
Las llamas saltaban por la ventana de la cocina y lanzaban fumaradas hacia el cielo. Clark y Samantha sabían que la casa pertenecía a Sonya Fineday, una amiga de la familia, y a Joe, su esposo. La pareja tenía hijos adolescentes, aunque Clark no estaba seguro de si los chicos aún vivían con ellos. En el jardín, sin embargo, había una inquietante señal de que alguien se encontraba en el inmueble: la reluciente camioneta nueva de la familia.
La construcción se consumía rápidamente debido a la brisa estival. Clark sabía que para cuando los bomberos voluntarios de Sweetgrass pudieran llegar, no quedarían más que cenizas. Quien sea que estuviera dentro no tenía mucho tiempo. El hombre saltó de su vehículo y corrió hacia la vivienda.
Clark Whitecalf siempre se había lanzado al peligro sin pensarlo dos veces. Era una forma de actuar que le había acarreado problemas en el pasado. Mientras crecía en Sweetgrass e iba a la escuela en el aledaño pueblo de Cut Knife, fue alguien que buscaba emociones fuertes: un niño testarudo que se negaba a escuchar a su madre y a su abuela.
En la primaria, tuvo que enfrentar un racismo desmesurado. “Me llamaban negro”, recuerda. “Y supongo que me harté”. Asegura haberse peleado a golpes tantas veces, que los chicos de secundaria bajaban a probar suerte contra él.
Ahora, a los 40 años, Clark se ha sosegado. No obstante, en casa, durante las veladas con sus amigos, cuenta anécdotas de su temeraria juventud. Una de ellas es sobre la vez que viajó al norte como parte de una cuadrilla de limpieza y voló justo encima del incendio forestal más grande que jamás haya presenciado.
Vio cómo las flamas tumbaban los árboles y arrasaban todo a su paso. Ese día se percató de lo que un incendio puede provocar. Nunca olvidará la devastación resultante.
Fuera de la casa de los Fineday, Clark y Samantha llamaban a la puerta principal. “¡Sonya! ¡Joe!”, gritaba Samantha. Como no oían más que el crepitar de la lumbre, Clark tiró la puerta de una patada y una turbia humareda lo hizo retroceder.
En busca de otro punto de ingreso a la propiedad, corrió a la entrada lateral y logró pasar. Podía ver la cocina, donde parecía haber empezado el siniestro. El humo era denso y las llamas ya lamían el techo, así que resultaba imposible avanzar.
Frente a la fachada, Samantha y Masey seguían gritando, mientras Hailey alertaba a los servicios de emergencia. “¿Hay alguien adentro?”, vociferaba Samantha. En medio del caos apareció un gato pardo atigrado. Maullaba e iba y venía de tal manera que Samantha de pronto tuvo la certeza de que había alguien atrapado.
“Entra conmigo, Masey. Necesito ver si hay una persona ahí”, pidió. Ambas se echaron al suelo y entraron arrastrándose bocabajo; respiraban con dificultad. “¡¿Hay alguien aquí?!”, clamó Samantha. En ese instante, oyó una tos débil en la sala.
Madre e hija regresaron al porche. Samantha estaba temblando y las dos chicas lloraban. “Clark”, le informó a su esposo cuando este volvió, “hay alguien dentro”.
Clark se precipitó por la puerta principal. El humazo provenía de una gruesa cortina que casi cubría la pared de techo a suelo. Se colocó sobre su abdomen y oyó la voz de una chica que clamaba suavemente, aunque no podía ver de dónde provenía el sonido; entonces vio un brazo pálido caer del sofá.
Se abalanzó a trompicones y sujetó el brazo de la joven. Jaló con fuerza y tuvo una sensación escalofriante: la piel se desgarró, ocasionando que el hombre se fuera de espaldas. Se tambaleó al exterior, resoplando a fin de llenar sus pulmones de aire. Aspiró profundamente dos veces y luego reptó de vuelta a la casa en llamas.
Al alcanzar el sillón, Clark se movía a ciegas; agarró el otro brazo de la chica. Nuevamente, se espeluznó al sentir cómo la piel se desprendía. Una vez más, retrocedió hacia la puerta buscando inhalar aire fresco. Le ardían los ojos y los pulmones, pero no le importó. Irrumpió de nuevo; esta vez no se arrastró. Sabía muy bien a dónde tenía que llegar.
Al ver a su marido lanzarse una vez más al sofocante incendio, Samantha rompió en llanto. A medida que el fuego avanzaba por la residencia, las llamas alcanzaban cada vez mayor altura.
Clark se desplazó con rapidez por el interior hasta ubicar el sofá. Tomó a la muchacha por las axilas, la puso en el piso y la remolcó bocabajo. Al sacarla al aire fresco, se tropezó y cayó por las escaleras del porche.
Samantha reconoció a la adolescente enseguida. Era Jolei Farness, de 18 años, hija de Sonya. Vestía una camiseta sin mangas y shorts; tenía el rostro y el cuerpo negros por el humo. Jolei tenía casi la misma edad de sus hijas. Y ahora, yacía ahí, inerte.
La esposa de Clark Whitecalf contaba con entrenamiento en reanimación cardiopulmonar y había tomado cursos de primeros auxilios; sin embargo, en ese momento no sentía más que pánico. “¡No respira!”, gritó.
Su marido tomó a Jolei en brazos y la volteó; ella quedó de lado. De pronto, milagrosamente, comenzó a toser. Abrió los ojos y miró a su alrededor con desesperación.
—¿Hay alguien más adentro? —inquirió Samantha.
—No —respondió la joven.
Las llamas se esparcían por la edificación, acercándose peligrosamente al tanque de propano que estaba en el patio. “Deben alejarse de aquí”, le dijo Clark a su mujer. Mientras Hailey hablaba con la operadora del número de emergencias, Masey y Samantha ayudaron a Jolei a ponerse de pie y caminaron lentamente hasta la casa de su tío, al otro lado de la carretera.
En el interior de la vivienda, Samantha pudo ver lo graves que eran las lesiones de Jolei. Se asomaba la carne viva; la chica gemía de dolor. Samantha le echó agua fría en los brazos y la cara en lo que llegaba la ambulancia.
En casa de los Fineday, Clark seguía en una carrera contra el tiempo. Apartó las cortadoras de césped que estaban apoyadas contra los muros y, pese a que trató de ingeniárselas para remolcar la camioneta que estaba en el jardín, esta también se incendió.
Por fin, después de lo que pareció una eternidad, los bomberos voluntarios de la reserva llegaron con un camión cisterna. Unos minutos más tarde arribó la policía y, a continuación, los paramédicos. El fuego ya había arrasado con todo. “Solo quedaban un montón de cenizas y escombros”, recuerda Clark.
Jolei se despertó al día siguiente en la cama de un hospital en Saskatoon, con los brazos envueltos en vendas para proteger las quemaduras de segundo y tercer grado. Tenía una sonda para respirar, un agujero en el pulmón y secuelas debido al humo que había inhalado.
Las enfermeras le contaron lo cerca que había estado de morir. “Me dijeron que, de haberme quedado ahí uno o dos minutos más, no estaría viva”, comenta Jolei.
Sus recuerdos de aquel incidente son borrosos y alucinantes. Para Clark, esa noche tampoco parece del todo real. Cuando le preguntaban por qué había arriesgado su vida lanzándose a la casa en llamas no solo una, sino tres veces, realmente no encontraba las palabras para explicarlo.
Solo atinaba a decir frases hechas con las que intentaba comunicar que salvar a la chica no fue, en absoluto, una decisión; más bien había sido un instinto tan natural como inhalar oxígeno. “Ni siquiera pensé en el peligro”, confiesa Clark. “Solo reaccioné. Solo hice lo que debía hacer”.