Historias de Vida

Tratando de escapar de mis padres acumuladores

Mi hija tiene un rincón privado en la sala al que los adultos no deben entrar: “el agujero del ratón”. Así lo llamamos ambas. Si algo falta en la casa —ya sea una cuchara medidora o mi rizador de pestañas—, seguramente está en el agujero del ratón.

Angela se sienta allí, entre el sofá y el librero, y forma una pila con sus preciados objetos robados, lejos de la mirada atenta de su madre, una obsesa del orden.

Su colección se extiende como hiedra hasta su cuarto, donde guarda montoncitos de guijarros y conchas marinas, ramitas de árbol y bellotas. Allí, los objetos son transformados por la imaginación de una niña de cuatro años en cosas divertidas.

Un puñado de lápices se convierte en un juego de espadas; un tazón para mezclar, en una bañera de muñecas, y una manguera rota de aspiradora, en una serpiente negra.

Le pregunto para qué guarda esa manguera inútil, y me responde:

—Es una víbora de cascabel, mami, pero una bonita.

De pronto pienso que Angela se parece mucho a mí, y al mismo tiempo es muy diferente.

Cuando tenía yo 10 años mi papá contrató a alguien para que construyera un porche cerrado en la casa. Al igual que muchas otras familias, cada día necesitábamos más espacio para guardar nuestras cosas; sin embargo, esas cosas no eran como las que tenían la mayoría de las familias.

El contratista llegaba a la casa en la mañana, sacaba sus herramientas y se ponía a trabajar, mientras mi hermano y yo nos íbamos a la escuela. Al final de la semana el porche quedó listo.

A los niños nos parecía tan grande como una cancha de futbol. Lo recorríamos una y otra vez. Olíamos las tablas nuevas de sus paredes desnudas y nos maravillábamos con tanto espacio libre.

Pensábamos que allí podríamos jugar, extender sobre el piso nuestros sacos de dormir y acampar. Podríamos dar volteretas gimnásticas, o lanzarnos un balón desde un extremo hasta el otro.

Al cabo de unos meses, las posibilidades que nos ofrecía el porche, antes divertidas e ilimitadas, se habían esfumado. Se convirtió en un depósito de trineos, cañas de pescar, adornos navideños y ropa vieja: cosas que ya no nos servían, pero que ninguno de nosotros quería tirar o regalar.

Había hasta latas de café oxidadas, llenas con clavos y tornillos sueltos, y postes de tienda de campaña que asomaban de grandes bolsas de tela.

Un andador llevaba de la puerta con mosquitero del porche a la entrada de la casa, dentro  de la cual guardábamos nuestro secreto más íntimo, la razón por la cual mi hermano nunca invitaba a jugar a sus amigos y yo jamás hacía una piyamada.

La nuestra era una casa de cosas, objetos conservados y guardados sólo por si acaso. No teníamos charlas ni emociones; teníamos cosas. Decir que mis padres eran una pareja de coleccionistas sonaría elegante y sofisticado.

Lo que hacían era acumular y amontonar cosas; alrededor de nosotros construían murallas de trebejos, una fortaleza.

Cuando estaba yo embarazada de Angela, pasaba las tardes de verano en el que iba a ser su cuarto, doblando pequeñas blusas y calcetines de color rosa.

Mientras mi esposo estaba lejos de casa, cumpliendo algún servicio en el Ejército, yo acomodaba botellas de champú para bebé en el tocador, llenaba el clóset con sábanas y mantas, y abría espacio para que algo maravilloso sucediera allí, en la habitación donde iba a dormir mi hija.

Hecha adulta y casada, limpiar mi propia casa se volvió una terapia, una manera de tocar tierra cuando sentía que andaba a la deriva.

Me daba seguridad, como si nada malo pudiera ocurrir. Mientras limpiaba, nada me preocupaba. ¿Estábamos listos para ser padres? ¿Nuestra bebé nacería sana? Finalmente, cuando Angela vino al mundo, me volví una madre agobiada que lavaba trastes a la mitad de la noche, mientras mi esposo se encontraba en alta mar.

Y cuando me dejó por otra mujer, fregué con escobetilla el piso de la cocina hasta dejarlo reluciente.

Mi padre guardaba cosas útiles: herramientas, videos de cacería, latas de aceite y aerosoles; sus cajones estaban llenos de calcetines de lana en paquetes sin abrir.

Por su parte, mi mamá guardaba cosas que consideraba bonitas: un copo de nieve tejido con hilo de plata, una figura de cerámica de una osa con su osezno en brazos… Compraba esas cosas en tiendas baratas y ventas de garaje. Sus alhajeros estaban llenos de collares y aretes que nunca se ponía.

De niña, mamá no tuvo cosas bonitas. Ella y mi padre crecieron en la pobreza. En la primaria, ella tenía sólo dos vestidos, que alternaba para no usar el mismo dos días seguidos.

Cuando era la hora del almuerzo y sus compañeros corrían a casa a comer, mi madre se dirigía a la suya por un camino de tierra, tan sólo para darse vuelta al llegar y regresar a la escuela. Era inútil entrar a la cocina y buscar algo para comer. Sabía que nada habría allí para ella.

En la adolescencia, mi papá buscó empleo en un supermercado, y le daba su salario íntegro a su madre, quien tenía otras cuatro bocas que alimentar. Su padre era alcohólico y siempre estaba ausente.

Hoy día mi madre tiene más prendas de vestir de las que podría usar en un año. Las guarda como si tuviera algo que demostrar. En su dormitorio hay tres cómodas tan llenas que cuesta trabajo abrir los cajones.

Entre la ropa hay frascos de crema para las arrugas, tubitos de ungüento para los labios, recibos arrugados y sobres con monedas. En su cajón de calcetines hay bolsitas con almendras y barras de chocolate.

En una de las cómodas hay frascos de perfume y una pila de cajas de pañuelos desechables que tapan un retrato de familia colgado en la pared. Una foto de cuando tenía yo 12 años corona el montón.

La jungla se extiende hasta la cocina, donde un estante está repleto de libros de recetas. Los gabinetes de la alacena guardan frascos de especias tan caducos, que sus contenidos están endurecidos como piedras.

Pero la parte más caótica de la casa es la sala, donde los libreros están a reventar de blocs de apuntes a medio usar, cajas de crayones rotos y juegos de mesa aún con su envoltura de plástico, porque nadie en la casa los ha abierto nunca.

El escritorio está atiborrado de papeles sueltos, entre ellos una invitación de boda hecha rollo. Es de la boda de mi primo, que fue hace tres años.

Cada vez que visito a mamá, mis ojos se quedan fijos en el mismo objeto: un marco para retrato que consiguió en una venta de garaje. Está colocado en posición vertical junto a una botella de gas líquido para encendedor y un video de caricaturas.

Ese marco, decorado con manzanitas y pequeños autobuses amarillos, debería mostrar una foto escolar, pero el espacio interior está vacío, y así ha estado desde que tengo memoria.

A mi hermano y a mí nos criaron de otra manera. Cuando necesitábamos algo, papá y mamá siempre se las arreglaban para conseguirlo. Los dos sabíamos que trabajaban muy duro en una fábrica de zapatos.

Visitábamos su taller, que olía a sudor y a pegamento para suelas, y veíamos lo cansados que estaban ambos al final de la jornada.

En vez de invitar a nuestros amigos a la casa, íbamos a las suyas, que estaban bien limpias y eran acogedoras.

Yo confundía ese orden con armonía familiar, y pensaba que si todo estaba en su lugar en la cocina, entonces todo debía estar en su sitio también en la vida de esas personas.

Cuando crecí y tuve mi propia casa, pensé que por fin había escapado del hogar de mis padres y de sus montones de cosas, que las había dejado atrás y ya no podrían devorarme, pero no fue así.

Hoy, mi casa es tan caótica como era la de ellos. Hago limpieza dos veces al día, una en la mañana y otra antes de irme a la cama. No puedo conciliar el sueño si hay trastes sucios o ropa limpia sin doblar.

Las migajas de pan tostado sobre la mesa me parecen hormigas que van trepando por mi cuerpo. Una cama con las sábanas arrugadas o con las almohadas mal puestas me indica que algo no está en orden, que en mi familia algo anda mal.

Deshacerme de cosas me produce una sensación de libertad, de ligereza. Tal vez hacemos eso desde niños: seguimos el camino que más nos aleje de nuestros padres.

Tememos tanto parecernos a ellos, que no nos damos cuenta cuando nos convertimos en su reflejo, exactamente la misma imagen, sólo que invertida.

Cada vez que Angela se escabulle con objetos de la casa hasta su agujero de ratón, descubre una manera propia de crear orden. Le gusta tener cosas, tanto como a mí me gusta deshacerme de ellas. ¿Por qué un impulso tendría que ser mejor que el otro?

A mi hija no le interesa arreglar su cuarto ni tirar cosas rotas, así que yo hago esas tareas por ella. Pongo sus libros en orden, los grandes a la izquierda y los chicos a la derecha; tiendo su cama y arreglo las almohadas para que se sienta cómoda y segura.

En su clóset encuentro dos hojas arrancadas de una revista. Una muestra una foto de una foca bebé, y la otra, un buzo nadando. Al ver las imágenes, siento cómo se manifiesta en ellas la personalidad de Angela. Adora el mar. Esas fotos seguramente la hacen sonreír.

Me pregunto si guardó las hojas allí para que yo no las viera, a sabiendas de que no les encontraría un uso práctico. Mi instinto me dicta que las tire a la basura, pero, en vez de hacer eso, las dejo donde las encontré, en un rincón del clóset.

Angela decidió que necesitaba tener esas imágenes: son cosas que se guardan simplemente porque son bonitas.

¿Alguna vez has sentido esa necesidad de acumular cosas, o eres más de deshacerte de ellas?

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